5 de febrero 2021
NUEVA YORK – Es fácil subestimar a Joe Biden. Desde la izquierda hay quienes desestiman al nuevo presidente estadounidense por considerarlo un miembro de poca monta del partido, un veleta, reliquia de las clases dirigentes corruptas e inservibles. El periódico conservador National Review publicó un artículo intitulado: «Joe Biden: la mediocridad en persona». Fue escrito por Conrad Black, ese partidario de la derecha y admirador de los «grandes hombres», anterior propietario del periódico y estafador convicto.
Biden, hasta el momento, no es un gran hombre. De todas formas, no se puede desestimar tan fácilmente a alguien que operó durante cuatro décadas en el nido de serpientes de la política de Washington y fue electo presidente a los 78 años. Como mínimo, es un político extremadamente hábil.
Biden no es un pensador brillante ni un líder heroico, Tampoco es muy carismático, algo refrescante después de cuatro años de desgobierno espectacular con Donald Trump. Si Joe Biden alguna vez tuvo una idea original, lo disimuló bien, en la campaña presidencial 1988, hasta se copió de un discurso del político británico Neil Kinnock; pero al menos, Biden no culpó a su redactor de discursos, como lo hicieron Trump y su esposa Melania cuando tuvieron deslices similares.
La cuestión es si las democracias liberales resultan más favorecidas con los líderes heroicos o brillantes. Esas figuras parecen especialmente deseables en épocas difíciles, pero, como alguna vez dijo el escritor estadounidense Gore Vidal, «los grandes líderes producen grandes guerras». Los intelectuales con grandes ideas también pueden equivocarse terriblemente, muchos rechazan las críticas de quienes se niegan a ver las cosas a su modo. De hecho, casi no tienen tiempo para quienes son intelectualmente inferiores, pero los políticos exitosos deben saber tolerar a los imbéciles, es parte de sus trabajo.
Quienes se sienten atraídos por la revolución suelen desdeñar a la democracia liberal porque la consideran mediocre. El fallecido abogado francés Jacques Vergès, que defendió a terroristas políticos de izquierda, resumió esa actitud. «Siempre, desde niño», dijo Vergès, «me sentí atraído hacia la grandeza [...] Hacia la idea del destino, no la de felicidad. La felicidad en Europa quedó manchada por la socialdemocracia».
Podemos entender su idea, la felicidad tiene algo de mediocre, opuesto a lo que los románticos solían llamar Sturm und Drang, tormenta e ímpetu; pero la «búsqueda de la felicidad» está en el ADN estadounidense, consagrada por Thomas Jefferson en la Declaración de la Independencia. Tal vez por eso los revolucionarios de derecha e izquierda detesten con tanta frecuencia a Estados Unidos.
Ciertamente, hay momentos en que incluso las democracias necesitan héroes, Neville Chamberlain, un conservador convencional no demasiado imaginativo, y un hombre conciliador, no era el líder que su país necesitaba para enfrentar a Hitler en 1940. En tiempos de paz, Chamberlain fue un primer ministro eficaz, mientras que Winston Churchill era considerado un fanfarrón poco confiable, pero en mayo de 1940, cuando gran Bretaña difícilmente estaba lista para una guerra contra la Alemania nazi, el país necesitaba a un romántico feroz como Churchill para inspirar a gente con su espíritu heroico.
Esas épocas, sin embargo, son raras, desafortunadamente, demasiados presidentes estadounidenses de posguerra decidieron emular a Churchill en vez de a Chamberlain, lo que en algunos casos condujo a guerras estúpidas. La búsqueda de la gloria marcial y la grandeza nacional rara vez es beneficiosa para la búsqueda de la felicidad, son los líderes como Biden quienes más la benefician.
Pero tal vez estemos atravesando ahora uno de esos raros momentos en que hacen falta heroísmo y grandes ideas, como dijo Biden en su discurso inaugural, enfrentamos múltiples peligros: una pandemia, una grave crisis económica y la falta de confianza generalizada en las instituciones democráticas. Tenemos además el brusco ascenso en varios continentes de demagogos populistas de derecha. Un porcentaje significativo de la población estadounidense, expuesto a un aluvión de propaganda malintencionada, cree que Biden amañó las elecciones.
El presidente recién investido a veces es comparado, esperanzadamente, con Franklin D. Roosevelt. Muchos de sus partidarios creen —correctamente, a mi parecer— que ha llegado la hora para un New Deal actualizado y reformas políticas sustanciales. Hay demasiado dinero concentrado en muy pocas manos y se hicieron añicos demasiadas cosas en los últimos cuatro años (especialmente la idea de que existe una cosa tal como la verdad) como para pensar que EE. UU. puede simplemente desandar el camino para regresar a la situación previa.
En ciertos aspectos, la tarea de Biden será más difícil que la de Roosevelt. Aunque la crisis económica era peor en la década de 1930, Roosevelt contaba con grandes mayorías en el Congreso y el Partido Republicano no estaba cautivo de un culto peligroso. El New Deal fue un gran logro, pero a pesar de sus aires cuasiaristocráticos, Roosevelt no era un hombre brillante, ni heroico. Como Biden, era un hábil operador político.
Y, al igual que Biden, Roosevelt no era, ciertamente, un revolucionario. Su tarea fue salvar al capitalismo estadounidense, fue un reparador, un mecánico. El New Deal no se logró debido al genio ni al heroísmo de Roosevelt, sino porque suficiente gente confió en que actuaba de buena fe.
Eso es exactamente lo que el pueblo también espera de Biden, debe salvar a la democracia estadounidense de los estragos de una crisis política. Para ello, tiene que reestablecer la confianza en el sistema. Prometió reducir la polarización del país y devolver la civilidad y la verdad al discurso político. En este esfuerzo, su falta de carisma tal vez se convierta en su mayor fortaleza, porque lo que le falta en grandeza, lo compensa con el aire de decencia que exuda.
¿Será suficiente para forzar los cambios políticos necesarios? La respuesta no dependerá solo de él, por supuesto. Todas sus grandes iniciativas pueden encallar en la obstrucción republicana, pero sus probabilidades de éxito son mayores que las de otros políticos más llamativos y radicales. Tal vez un veterano como Biden, que sabe exactamente cómo funciona el sistema —los arreglos, las palmaditas en la espalda, la manera de torcer voluntades y soportar a los imbéciles— sea exactamente el líder que EE. UU. necesita ahora.
Al menos, debiéramos esperar que así sea. Cuando entró al Despacho Oval, Joe Biden quitó el busto de Churchill que Trump había dejado en un lugar destacado detrás del escritorio... no es un mal comienzo.
*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.