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El golpe permanente

Es un error pensar que el golpe de Estado es un suceso, un hecho que ocurre de pronto y de una sola vez. Aquí se ha convertido en la rutina del poder

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, durante el programa de televisión "Domingo con Maduro". EFE.

Alberto Barrera Tyszka

3 de abril 2017

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Sorprende un poco que a algunos les sorprenda tanto. Tal vez se debe a que la palabra golpe, sobre todo en el contexto de la política, parece acompañarse de un cierto sentido de sobresalto, de movimiento violento e inesperado. Un golpe de Estado suele ser un imprevisto. Quizás. Pero no en Venezuela. Aquí es al revés. Esto es un golpe cantado con mucha antelación. Aquí vivimos, desde hace años, en un permanente golpe de Estado.

El principio siempre es el verbo. ¿Qué se puede esperar de un partido que llega al gobierno y jura que sus adversarios jamás volverán a ejercer el poder? Desde hace mucho, la idea del golpe se instaló en el lenguaje. Ese fue el primer desacato. Insistir, día tras días, de manera pública y oficial, en que la alternancia política es un delito, un pecado, una catástrofe, una traición a la historia. Llevan demasiado tiempo torciendo las palabras, intentando lograr que un golpe de Estado nos parezca algo natural. Lo que ocurrió esta semana, en el fondo, forma parte del horizonte previsible que todos los venezolanos conocemos. El oficialismo lleva años preparándose, minuciosamente, para gobernar sin pueblo.

Exceptuando a Rodríguez Zapatero (que actúa y opina como si fuera un empleado menor del Ministerio de Turismo de Venezuela), las reacciones internacionales han mostrado un rechazo contundente ante la actuación del TSJ. Sin embargo, lo que para la mayoría de los países del planeta resulta indignante e inaceptable, para el gobierno ha terminado siendo tan solo un leve malentendido. Creen que pueden funcionar afuera con la misma facilidad que dicen y se desdicen dentro del país. Se han acostumbrado a mentir de tal manera que ya han perdido cualquier noción de los parámetros. La política les parece un teatro donde todo es posible, donde ya no hace falta ningún sentido de verosimilitud. El público lo aguanta todo.

La obra de hoy, por ejemplo, es así: Maduro aparece vociferando, desde una tarima, repartiendo insultos y decretando que “ni por las malas ni por las buenas” la oposición volverá a ser gobierno. Dos minutos después, en medio de un consejo de Ministros, vestido de rojo, Maduro celebra la “sentencia histórica” del TSJ, que le permitirá a él –modestamente– defender la independencia institucional del país. Luego de dos minutos, con un pequeño cambio de vestuario, de liqui liqui a camisa de campaña, aparece de nuevo Maduro, sentadito en un estudio, calmado y estadista, pronunciando suavemente palabras como “controversia”, “discrepancia”, “impasse”… Se trata de un ejercicio ilimitado de representaciones. Maduro es Rambo con un fusil al hombro, Maduro es Candy Candy en una escuela primaria, Maduro es profesor de salsa casino en la televisión, Maduro se disfraza de billete de 100 para pasar desapercibido, Maduro nuevamente promete que muy pronto seremos una gran potencia. Es una gimnasia que practican todos. Todo el tiempo. Tarek William Saab, por ejemplo, puede también ser Defensor del Pueblo, poeta o militante pro gobierno según las ocasiones. El oficialismo vive en un constante juego de roles. Han convertido la identidad en un disfraz.


Pero detrás de toda esta alharaca, el proyecto continúa. De manera persistente y obcecada. Las palabras tratan de suavizar la realidad pero no lo logran. El impase es entre un gobierno que se cree eterno y un pueblo que quiere un cambio. La controversia es entre una cúpula que controla al poder electoral, postergando unos comicios que se han debido realizar el año pasado, y un país que está exigiendo que haya elecciones. La discrepancia es entre un gobierno cómplice que oculta información, actúa sin transparencia, sin controles, y los ciudadanos que quieren auditar al poder, que desean saber –por lo menos– quienes se robaron los miles de millones de dólares que faltan en el tesoro público. El impase es entre la mayoría de los votantes del 6 de diciembre del 2015 y la antigua Asamblea que –a última hora– le dio un golpe al TSJ para quitarle poder al resultado electoral. Y así podríamos seguir todos, enumerando puntualmente cada problema, cada tragedia. Desde el arco minero hasta la represión, desde la inseguridad hasta la escasez de medicamentos. En verdad, no son impases, no son controversias, no son discrepancias. Es un abismo. Es el vacío.

Es un error pensar que el golpe de Estado es un suceso, un hecho que ocurre de pronto y de una sola vez. Aquí se ha convertido en la rutina del poder. Avanza o retrocede, pero nunca cesa. Es un ejercicio lento y constante. Es el “Proceso”. El golpe de Estado no es otra cosa que la Revolución.


Publicado originalmente en ProDavinci.


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