9 de marzo 2023
Desde la década de 1970 hasta la de 1990, cuando las dictaduras militares de América Latina asesinaban a decenas de miles de civiles, lo correcto y necesario era solicitar al mundo que interviniera para intentar poner fin a la matanza. Hoy día, el presidente de Rusia, Vladímir Putin, hace lo que hicieran Jorge Rafael Videla de Argentina, Alberto Fujimori de Perú, y Augusto Pinochet de Chile, pero a una escala mucho mayor. No obstante, los Gobiernos latinoamericanos, muchos de ellos pertenecientes a la misma izquierda que fue perseguida en décadas anteriores, balbucean frases incomprensibles acerca de la “neutralidad” y la “no intervención”. Se trata de un fracaso moral de proporciones abismantes.
En una columna reciente, Slavoj Žižek lo dice claramente: si uno ve a un hombre golpeando repetidamente a un niño en la calle, la única respuesta moral es tratar de detenerlo. Culpar al niño tiene tanto sentido como culpar a la víctima de una violación. Sin embargo, esto es exactamente lo que hizo el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, cuando le anunció a Time Magazine que Putin y el presidente de Ucrania, Volodymir Zelensky comparten equitativamente la responsabilidad por la guerra en Ucrania. Repetir hasta la saciedad la palabra “paz” tampoco ayudará al niño, pese a lo que parece pensar el presidente de Colombia, Gustavo Petro. Cualquier parecido con la película Miss Simpatía, en la que el personaje interpretado por Sandra Bullock debe exhortar a la “paz mundial” para obtener la corona, es pura casualidad.
Pero, el premio se lo lleva el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, conocido como AMLO, quien afirmó que el Gobierno de Alemania había decidido proporcionar tanques Leopard 2 a Ucrania obedeciendo a la presión de los medios de comunicación de dicho país. “El poder de los medios de comunicación es usado por las oligarquías del mundo para someter a los Gobiernos”, añadió sorprendentemente. Quizás quiso decir que las oligarquías utilizan al Gobierno para someter a los medios de comunicación, como suele ocurrir en México. De una manera u otra, sus palabras no cayeron en oídos sordos: la embajada de Rusia en Ciudad de México rápidamente emitió una nota de agradecimiento.
Ninguno de los argumentos esgrimidos para justificar la pusilánime respuesta de estos líderes tiene mayor sentido. Se ha dicho que prestar apoyo a Ucrania podría significar que se toma partido en una nueva guerra fría. Pero, Rusia no es China. No es una superpotencia. Es apenas un matón regional, con una economía del mismo tamaño que la española.
América Latina tampoco arriesga verse envuelta en una lucha ideológica. La ex Unión Soviética era opresora, pero por lo menos podía sostener que ofrecía al mundo un nuevo modelo de sociedad. Putin solamente ofrece un imperialismo neozarista. Al condenarlo, los izquierdistas como Lula, Petro y AMLO no estarían dando a entender que el capitalismo funciona bien. Por el contrario, el tipo de capitalismo mafioso que prolifera en Rusia es precisamente el que se supone debe disgustar a los latinoamericanos progresistas.
El acertijo, envuelto en misterio al interior de un enigma, es el Partido Comunista chileno. Es ortodoxo como el que más, y supuestamente marxista-leninista, pero sus viejos líderes se niegan a pronunciar siquiera una palabra de crítica acerca del hombre que enterró el marxismo-leninismo en Rusia. Es cierto que los comunistas chilenos en el exilio recibieron apoyo soviético, pero ese era un Gobierno diferente, en un país diferente, en un siglo diferente. Hoy día, el partido parece estar cada vez más incómodo dentro de la coalición que apoya al presidente de Chile, Gabriel Boric, el único líder de izquierda que ha condenado la invasión claramente.
La aseveración de que América Latina no puede darse el lujo de apoyar a Ucrania también es absurda. Nadie pide a los países latinoamericanos que extiendan cheques (aunque el PIB per cápita en algunos de ellos, como Brasil, México y Colombia, es más alto que el de Ucrania). Lo único que se ha solicitado, en términos materiales, son antiguos equipos y municiones de fabricación rusa, prácticamente sin valor, y que Estados Unidos hubiera reemplazado por armamento estadounidense muy superior. Con este ofrecimiento, todos habrían salido ganando, moral y financieramente, pero los Gobiernos de la región lo rechazaron.
Tampoco están en juego intereses comerciales o estratégicos en la relación entre Putin y América Latina. México no es India, que necesita a Rusia para contrapesar la influencia de China. Brasil adquiere gran cantidad de fertilizantes en Rusia, pero el amoníaco, el fósforo y el potasio son productos que se pueden adquirir en más de un lugar. Y, sí, el Gobierno argentino necesita el efectivo chino (nadie más se lo prestará), pero andarse con rodeos al referirse a Rusia por temor a ofender a Xi Jiping sugiere una prudencia excesiva que pocos esperarían de la actual Administración peronista.
Finalmente, está el supuesto “privilegio geográfico” de Europa. Según este argumento, los eventos que ahí suceden automáticamente gatillan la atención del mundo, mientras que la discordia, la pobreza y la pestilencia en África o en América Latina apenas provocan un parpadeo en los países ricos del Norte. Algo de verdad hay en esto. “Abandono benigno”, describiría de manera generosa la política estadounidense hacia sus vecinos del sur. Pero, ¿qué se desprende de esta observación? ¿Deberían cruzarse de brazos los países latinoamericanos y dejar que se masacre a los ucranianos solo para lograr mayor atención? Esto parece petulancia adolescente más que habilidad política.
Entonces, si no existen razones morales ni financieras para tomar distancia de Putin, ¿por qué hay tantos Gobiernos latinoamericanos que se niegan a respaldar a Ucrania? Una explicación fácil es el antiamericanismo pavloviano: si Estados Unidos respalda a Zelensky, esa no es una fotografía de familia en la que algunos líderes latinoamericanos quieran figurar.
Para encontrar una explicación más fundamental hay que examinar la historia reciente. Los políticos latinoamericanos que se niegan a condenar la agresión por parte de Putin son los mismos que no reconocen que desde hace mucho Cuba y Venezuela son dictaduras, y que Nicaragua se desplaza rápidamente en la misma dirección (en esto, también, Boric es la única excepción entre los líderes de izquierda de la región). Las autoridades de esos tres países violan los derechos humanos de manera rutinaria, pero los presidentes Lula, Petro y AMLO, más Alberto Fernández de Argentina y Luis Arce de Bolivia, simplemente no se atreven a decirlo.
Aún peor: el mes pasado, AMLO le otorgó una medalla al dictador cubano, Miguel Díaz-Canel. Human Rights Watch informa que Cuba emplea la “detención arbitraria para hostigar e intimidar a sus críticos, a activistas independientes, a opositores políticos y otros”, pero en su discurso AMLO elogió al Gobierno cubano como “profundamente humanitario”. Es improbable que quienes se niegan a reconocer los abusos cometidos por sus vecinos reconozcan las atrocidades que ocurren más lejos.
Cuentan que en1939, el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt dijo acerca del exdictador nicaragüense, “puede que Somoza sea un hijo de perra, pero es nuestro hijo de perra”. ¿Quién se hubiera imaginado que en 2023, los presidentes latinoamericanos dirían lo mismo de Putin?
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.