5 de octubre 2020
A inicios de octubre 2018, el régimen de Daniel Ortega instauró el estado de sitio policial a través de un comunicado de la Policía Nacional que decretó la prohibición de las marchas cívicas. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA advirtió entonces que Ortega había establecido un estado de excepción de facto, al suspender derechos constitucionales como las libertades de reunión y movilización, y las libertades de prensa y de expresión. El objetivo del estado de sitio era acabar con la protesta cívica autoconvocada; someter, corromper, y dividir a las organizaciones opositoras; e imponer una falsa normalidad a punta de represión, para cooptar a los grandes empresarios y recomponer las alianzas políticas y económicas del régimen. Sin embargo, gobernando por las vías de hecho, Ortega más bien ahondó su aislamiento nacional e internacional y agravó la recesión económica y la crisis social durante dos años consecutivos, hasta que el manejo negligente de la crisis de salud del coronavirus le pasó una inesperada factura política, desgastando la credibilidad de su liderazgo ante sus propios partidarios.
Al anunciar la imposición de las nuevas leyes punitivas --la pena de cadena perpetua, la ley que regula a los presuntos “agentes extranjeros”, y la ley de ciberdelitos, conocida como “Ley Mordaza”-- el régimen está reconociendo el fracaso del estado policial. La represión nunca logró aplastar la protesta cívica. Aun sin manifestaciones masivas el espíritu de la resistencia se mantiene intacto, pese a los traspiés de la Coalición Nacional y la falta de un frente nacional unitario, y hoy está más y mejor organizado en todos los municipios del país. En las próximas dos semanas, la aplanadora oficial aprobará en el parlamento el combo de leyes punitivas para imponer severos castigos de cárcel contra la mayoría azul y blanco, que representa más de tres cuartas partes del electorado. Pero, en realidad, para reprimir, perseguir, y encarcelar, el régimen nunca ha necesitado de pretextos legales. La redacción de Confidencial y Esta Semana, por ejemplo, fue asaltada y confiscada de facto por la Policía desde hace casi dos años, sin apelar a ninguna orden judicial. Y a pesar de la censura televisiva nunca nos callaron, seguimos haciendo periodismo por la verdad, mientras la prensa independiente, perseguida, acosada, y también desde el exilio, tiene ahora mucho más credibilidad e influencia que la maquinaria oficial. De manera que no importan los juicios penales, como el que se impuso contra la jefa de prensa de La Costeñísima, Kalúa Salazar, o el embargo fiscal contra Canal 12, y el asedio contra los reporteros, porque con o sin “Ley Mordaza,” el régimen ya perdió la batalla por la verdad.
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Las últimas encuestas de Cid Gallup confirman que la mayoría de la población no le cree a la mentira oficial sobre la covid-19, pues los entierros exprés y las estadísticas del Ministerio de Salud sobre los fallecidos por neumonía y las pruebas de covid-19, desmienten el monólogo diario de la Vicepresidenta Rosario Murillo. La consecuencia del engaño es que cada día se reduce el apoyo político para Ortega y el FSLN, erosionando su respaldo entre los empleados públicos, civiles y militares.
En realidad, la “Ley Mordaza” está dirigida a amenazar especialmente a los servidores públicos honestos y profesionales, para impedir las filtraciones de información a la prensa y a los ciudadanos sobre los actos de corrupción pública que el régimen pretende ocultar. También amenaza con cárcel a los usuarios de redes sociales, pero la dictadura seguirá perdiendo la batalla por la verdad en las redes porque no puede controlar el ejercicio masivo de la libertad de expresión, y el uso de las nuevas tecnologías de la información al servicio de los ciudadanos.
Pero si estas leyes punitivas no son un síntoma de fortaleza sino más bien de la derrota política y moral de un régimen minoritario, ¿entonces, por qué Ortega necesita imponerlas contra viento y marea? Hay por lo menos tres hipótesis que explican esta imperiosa necesidad política, y todas están relacionadas con la urgencia de adaptar el “modelo” de autoritarismo represivo de Cuba y Venezuela a Nicaragua.
Primero, utilizar a fondo de la Constitución y las leyes, ya no para tutelar derechos, sino para criminalizar las libertades democráticas y la protesta cívica, como uno de los pilares de la estrategia represiva. Ciertamente, no se trata de una copia al carbón, pero si de la adopción definitiva del “modelo” cubano y venezolano, adaptándolo al estilo una dictadura familiar dinástica, para liquidar el proyecto de democracia en Nicaragua. A partir de ahora, por mandato expedito de una “Ley”, Ortega podrá eliminar a organizaciones de sociedad civil y a eventuales adversarios y competidores políticos, criminalizándolos como “agentes extranjeros. La experiencia de Venezuela, aplicando el “modelo” cubano demuestra que a pesar de los altos costos políticos internacionales incurridos, este modelo que blinda la represión pura y dura con un manto de “legalidad”, puede ser efectivo para brindarle estabilidad al régimen. Para Ortega esto se traduce en el incentivo de acumular rehenes políticos y ganar tiempo.
En segundo lugar, el intento del régimen por apropiarse de la agenda de justicia, y presentarse como el castigador de los “crímenes de odio” con la pena de cadena perpetua, responde a un acto meramente defensivo, ante la necesidad de brindarle a sus bases la seguridad de que no están en la mira de la justicia. En efecto, los señalados por crímenes de lesa humanidad, que además son imprescriptibles, son únicamemte los miembros de la cúpula del régimen Ortega-Murillo vinculados directamente a la represión. Pero igual que en el caso de la matanza de abril, cuando la narrativa oficial fracasó en presentarla como un “golpe de Estado”, Ortega intenta convencer a sus partidarios de que sus crímenes de odio son atribuibles a las víctimas. En un régimen carente de Estado de derecho y credibilidad en la justicia, esta es una operación publicitaria inútil, pero demuestra la efectividad que está teniendo el liderazgo de las Madres de Abril para poner en la agenda nacional el reclamo de justicia sin impunidad, al que los propios perpetradores no pueden escapar.
En tercer lugar, aunque la Constitución cubana no permite la existencia de otro partido político distinto al Partido Comunista Cubano y la de Nicaragua sí proclama el pluralismo político, con el combo de leyes punitivas Ortega está ratificando que en Nicaragua no habrá competencia política con ningún partido democrático. Estamos en la antesala del cierre total del espacio político electoral en 2021, o mejor dicho, sería ilusorio esperar alguna apertura electoral de un régimen que está dispuesto a jugar todas sus cartas, para replicar en 2021 el esquema de las elecciones de 2016, sin competencia política ni transparencia electoral, exponiéndose a más sanciones internacionales y a una declaratoria de ilegitimidad. ¿Hasta cuándo puede mantener Ortega su determinación de clausurar la competencia política? ¿Acaso ha sopesado el impacto que esto tendría en su legitimidad política? ¿Espera Ortega los resultados de las elecciones en Estados Unidos? ¿Llegaremos al borde de la campaña electoral en 2021, sin una reforma política?
La respuesta a estas interrogantes no depende de Ortega, sino de la oposición política. Ortega ya decidió radicalizar su modelo autoritario, mientras la oposición sigue paralizada, discutiendo cuál es la casilla electoral más segura para inscribirse en unas elecciones imaginarias, en las que ni siquiera han sido invitados a participar.
Lo único cierto, por ahora, es que con Ortega-Murillo y su cúpula represiva, no hay salida política, y la reforma electoral solo será posible con más presión cívica nacional y presión diplomática internacional, hasta lograr su salida del poder y una negociación con el partido de gobierno, para despejar al camino hacia unas elecciones libres.
Mientras tanto, el debate nacional no debería centrarse en torno a casillas electorales, sino en determinar cuál es la estrategia más eficaz para debilitar al régimen, para sumar fuerzas, y para cambiar el equilibrio de poder en el país. Esto implica no solo convocar a los ciudadanos a una resistencia cívica más decidida y prolongada, sino también demandar de los gremios del sector privado y los grandes empresarios, una cuota mayor de participación en el cambio político. La alternativa es un país que se hunde en el precipicio, mientras el inquilino del bunker de El Carmen nos receta la “economía del gallopinto”. Pero sin una verdadera unidad en la acción de todos los sectores nacionales, resulta impensable que los servidores públicos, civiles y militares, asumirán el riesgo de sumarse como actores decisivos del cambio político democrático.
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