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El fin del “Homo sovieticus”

No es un libro de historia sino una obra coral a medio camino entre el periodismo y la literatura, un registro de vivencias

Portada del libro El fin del "Homo sovieticus"

Portada del libro El fin del "Homo sovieticus".

Yanina Welp

30 de octubre 2024

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El fin del «Homo sovieticus» de Svetlana Aleksiévich (Acantilado, 2022) es una obra monumental. Son más de seiscientas páginas organizadas en dos momentos: “El consuelo del apocalipsis. Diez historias en un interior rojo” y “El encanto del vacío. Diez historias en medio de ninguna parte”. El “interior rojo” va de 1991 a 2001, el período de desmantelamiento del mundo soviético. “En medio de ninguna parte” ocurre entre 2002 y 2012, durante el ascenso y consolidación en el poder de Vladímir Putin. Ese es el telón de fondo sobre el que se inscriben las vidas de personas corrientes porque El fin del «Homo sovieticus» no es un libro de historia sino una obra coral a medio camino entre el periodismo y la literatura, un registro de vivencias de quienes durante décadas fueron soviéticos y un día abruptamente dejaron de serlo, al menos en los papeles.

Con su cuaderno de notas y una grabadora, la autora entra en las salas de estar y en las cocinas y registra voces, cuadros en las paredes, el olor de los platos que se cuecen. Su objetivo: “La civilización soviética… me apresuro a dejar testimonio sobre sus huellas (…) No hago preguntas sobre el socialismo, sino sobre el amor, los celos, la infancia, la vejez, o sobre la música, los bailes, los peinados, sobre infinidad de detalles de una vida que ha desparecido”. Su enfoque: “Las emociones suelen quedar siempre marginadas, no se les suele dar cabida en la historia. Pero yo observo el mundo con ojos de escritora, no de historiadora. Y siento una gran fascinación por el ser humano.” (p.14) Es el relato de las y los protagonistas lo que se presenta. Aunque pueda presuponerse el recorte y la selección, la autora apenas interviene explícitamente en el texto, en cursivas, para diferenciar sus breves acotaciones, cada tanto, para apuntar no una idea sino una escena: “(Me echo a reír, pero él permanece serio)”, “(Se interrumpe)”, “(Calla)”, “(Ahora sí, llora)”.

Aleksiévich no ve ese mundo desde lejos ni desde fuera, es su historia. De madre ucraniana y padre bieloruso, nació en la Unión Soviética en 1948 y estudió periodismo en Minsk (Bielorrusia). “Mi padre solía recordar que su fe en el comunismo surgió a raíz del vuelo de Yuri Gagarín: ‘¡Hemos sido los primeros! ¡Somos capaces de todo!’, se dijo. Y en esa fe nos educaron él y mamá. Yo fui octubrista, llevé la insignia en la cabeza del niño con el cabello revuelto, fui pionera y miembro del Komsomol. La desilusión llegaría más tarde” (p.11)

Los grandes eventos son el marco para entender el particular imaginario ruso. La Revolución de febrero de 1917 acabó con el Imperio, octubre representó la revolución dentro de la revolución, con Lenin y los bolcheviques. La guerra civil terminó en 1922, cuando el Ejército Blanco, defensor del imperio, fue vencido por el Ejército Rojo, promotor de la Revolución. La primera Unión de Repúblicas agrupó a las naciones rusa, bielorusa, ucraniana y transcauscásica. El gobierno se estableció como un régimen de partido único y comenzó una etapa de expansión. Se creó un poder inmenso. Joseph Stalin representó a la vez el desarrollo económico y técnico y la muerte de millones de ciudadanos por hambre y/o persecución política. La miseria, el mito y sus huérfanos: “Personas incapaces de sustraerse a la historia con mayúsculas, de despegarse de ella, de ser felices de otra manera. Personas incapaces de abrazar el individualismo de hoy, cuando lo particular ha terminado ocupando el lugar de lo universal. Los seres humanos quieren vivir sus vidas, sin necesidad de hacerlo movidos por un gran ideal. Y eso es algo que no ha conocido nunca Rusia, como tampoco es algo que aparezca en la literatura rusa”.


No hay un mensaje ni una moraleja. Es una inmersión en la complejidad de un mundo perdido al que no pudo reemplazar el vacío. Son voces que reivindican y protestan, muchas veces al mismo tiempo, llenas de contradicciones que de a ratos producen sorpresa: “El culto a Stalin ha vuelto. La mitad de jóvenes entre diecinueve y treinta años considera que Stalin fue ‘un gran dirigente político’. ¡El país donde Stalín mató a tantas personas como Hitler ve surgir ahora un nuevo culto a su figura!” (p.19)

Más marco. Hacia la década del ochenta, la crisis económica estaba causando estragos entre la población, que vivía en condiciones miserables. En ese contexto, llegó la renovación, Michael Gorbachov (Secretario General del Partido Comunista y presidente de la URSS de 1985 a 1991), y las reformas, “la Perestroika”. La ruptura del bloque que conformaba la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1989 desencadenó un dominó de conflictos territoriales (unos cuántos siguen sin resolverse, a la vista están). Las voces que registra Homo Sovieticus son las que vivieron aquella gran pérdida, que añoraron la libertad pero no siempre supieron qué hacer con ella. “Hoy he comprado tres diarios y cada uno cuenta su verdad. ¿Dónde está la verdadera verdad? Antes uno leía el Pravda de buena mañana y ya lo tenía todo claro” (p.13) o “nadie nos había enseñado a vivir en libertad. Sólo nos habían enseñado a morir por ella” (p.15).

En 1991 un intento fracasado de golpe de Estado culminó con el desplazamiento del poder de Gorbachov y la llegada de Boris Yeltsin. La URSS se desmembraba. Fue una época de apertura descontrolada del mercado, disolución de las estructuras del Estado o quizás sería mejor decir readaptación de las figuras y aparato del viejo régimen al nuevo, a ese naciente capitalismo de oligarcas, esa riqueza exhibida de forma indecente. A diez años de la caída del muro de Berlín, Putin era nombrado primer ministro por Yeltsin y unos meses más tarde era electo presidente. Desde entonces, el nuevo Zar ha restablecido sobre el marco del capitalismo salvaje los viejos sueños imperiales y de grandeza:  “– Los años de Putin han sido sombríos, grises, brutales, con aires de la vieja Cheká, glamurosos, sólidos, imperiales, ortodoxos…” (p.394)

Comentarios de una mujer ordinaria, último acápite del texto, condensa una de las tantas miradas: “Ahora todo el mundo va diciendo que éramos una gran potencia y que lo hemos perdido todo. Pero ¿qué he perdido yo, exactamente? Antes vivía en una casucha sin ninguna comodidad: ni agua, ni tuberías, ni gas. Y ahora, lo mismo”. “A nosotros nos trae sin cuidado que nos gobiernen los “rojos” o los “blancos”. Lo que nos importa es que llegue la primavera para sembrar patatas”.     

En 2015 Svetlana Aleksiévich recibió el Nobel de Literatura, siendo la primera autora de no ficción en ganarlo. Su obra fue considerada “un monumento al valor y al sufrimiento de nuestro tiempo”. Opositora a Aleksandr Lukashenko, dictador bielorruso, abandonó el país en 2020.

*Artículo publicado originalmente en el blog de la autora

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Yanina Welp

Yanina Welp

Politóloga argentina. Investigadora asociada en el Albert Hirschman Centre on Democracy, Graduate Institute, de Ginebra (Suiza) y coordinadora editorial de Agenda Pública. Es cofundadora de la Red de Politólogas. Se especializa en el estudio de la participación política, y ha publicado varios libros, artículos y ensayos.

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