21 de julio 2024
La maquinaria de la polarización se puso en movimiento con fuerza inusitada a partir del cuatro de febrero de 1992, cuando cinco tenientes coroneles, Hugo Chávez Frías, Jesús Urdaneta Hernández, Francisco Arias Cárdenas, Yoel Acosta Chirinos y Jesús Ortiz Contreras, al mando de unos 2400 a 2500 uniformados, intentaron derrocar al poder democrático que detentaba entonces Carlos Andrés Pérez.
Mucho se ha dicho: la intentona falló estrepitosamente en lo militar, pero no en el espacio político democrático. A pesar del fracaso de la operación, que fue derrotada sin mayores contratiempos; a pesar de la documentada cobardía de Chávez durante aquellas horas fatales; a pesar del asesinato injustificado de más de 100 ciudadanos venezolanos; a pesar de la venalidad y el absurdo de la acción, muy pronto comenzaron a producirse en el país expresiones de apoyo a los violentos, a los golpistas. Políticos que formaban parte de la estructura civil del golpe se encargaron de propagar la idea de que los alzados eran héroes que habían insurgido para salvar la República. Inevitablemente, esos apoyos generaron las reacciones más adversas.
Así, comenzó a abrirse la brecha de polarización política que, durante el ciclo democrático de 1958 a 1998 había existido, pero en un ambiente general donde había ciertos límites que ninguna de las dos partes en pugna se atrevía a romper. Tanto Acción Democrática, partido de raigambre socialdemócrata, como Copei, orientado hacia las tesis del socialcristianismo, compartían una hipótesis general: que el marco constitucional y el pacto democrático que se había establecido en 1958 mantenía su vigencia y perfectibilidad, por lo que la confrontación política entre las fuerzas discrepantes era necesaria, pero sin romper nunca el fundamento de que las diferencias no debían nunca destruir el mecanismo del diálogo como vehículo de los acuerdos de convivencia. Esto quiere decir que las pugnas no podrían poner nunca en riesgo al sistema democrático.
En cuanto Chávez accedió al poder, en el núcleo de su acción política dio prioridad a la polarización. Se propuso dividir al país. Pero esa polaridad no se correspondía con la división histórica de la democracia venezolana, según la cual o eras ‘adeco’ o eras ‘copeyano’, pero sin alcanzar un rompimiento de la convivencia. La polarización promovida por Chávez tenía cuatro características, que quiero enunciar aquí, porque ellas son reveladoras del peligro profundo y real del ‘guerracivilismo’ que escondía el discurso de Chávez, experto en alentar odios y victimizarse a un mismo tiempo.
En primer lugar, Chávez trabajó para imponer la figura del ‘enemigo político’. Formuló la Revolución Bolivariana, no como lo que realmente es -un programa de apropiación ilimitada del poder político, institucional y económico de la nación- sino como un proyecto de liberación del país, para así convertir a todo disidente en un ‘enemigo de la patria’, en alguien sin categoría ciudadana.
Sobre esta base avanzó con lo que cabe designar como el segundo elemento de su estrategia polarizadora: convirtió a los disidentes, a los que pensaban distinto, en dianas de insultos, motes, burlas, expresiones de desprecio. Ocurrió así lo que es característico de todas las dictaduras: una campaña de denigración que se establecería en el espacio público venezolano, que se reproduciría en los organismos gubernamentales, en la cotidianidad callejera y hasta en el seno de las familias: chavistas descalificando a todos los no-chavistas, estimulados por el ejemplo y las arengas de Chávez, Cabello y Maduro.
El tercer avance es el previsible, el que siempre sigue a los ataques verbales: los ataques físicos, los heridos, los golpeados, los robados, los asesinados, los reprimidos por uniformados, milicias, colectivos, motorizados bajo el mando del gobierno, pandillas y bandas de delincuentes que, por más de dos décadas, en todo el territorio han hostigados y perseguido a los ciudadanos demócratas, solo por aspirar a un cambio político en Venezuela.
Sin embargo, la polarización sería llevada todavía a un terreno más espinoso, casi impensable: el odio institucional, sistemático y extendido, propio de las dictaduras. La cuarta característica de la que hablo, ha consistido en la negación de los derechos ciudadanos: discriminación en el otorgamiento de becas, bonos y subsidios; exclusión de oportunidades laborales o de ser contratado; negación abierta o disimulada de obligaciones del Estado como derecho a ser vacunado o a recibir atención médica. Bajo el fundamento del pensamiento polarizador, se instauró en los hechos, un Estado que se ha constituido en un enemigo todopoderoso de los demócratas, al tiempo que se ha erigido en una omnipotente entidad protectora de miembros de la cúpula del poder, los directivos y agentes del PSUV, los funcionarios públicos que forman parte de las redes y estructuras que sirven a los oligarcas rojos incondicionalmente.
Muchos pensaron que, tras la muerte de Chávez, la polarización tendería a aliviarse. Pero lo que ha ocurrido es lo contrario. Proporcionalmente a la disminución de los ingresos, al deterioro de las condiciones de vida de millones de familias en todo el territorio, y ante el inevitable auge de las protestas, el poder se ha enrocado, se ha mineralizado y sus prácticas de odio y exclusión se han incrementado. La persecución, los secuestros y detenciones arbitrarias, el reparto de la renta petrolera entre unos pocos, la corrupción sin disimulo, todos estos indicadores han empeorado desde hace una década.
Pero ha ocurrido que el poder se ha ido quedando solo paulatinamente: a medida que su ascendiente, que su popularidad, que su liderazgo se debilita en la sociedad; a medida que cada día son menos los ciudadanos que le creen o le escuchan, la polarización se ha ido disolviendo. De un estado de cosas sobre el que muchas veces se dijo que parecía el preámbulo de una guerra civil, hemos pasado a otro radicalmente distinto en lo cualitativo y lo cuantitativo: una sociedad unida en todos sus costados, cargada de energías, que ha dejado atrás la polarización y que ahora tiene un propósito común, una causa común, un objetivo político común y extendido, que consiste en derrotar a la dictadura con votos, el próximo 28 de julio. Y es que derrotar a Maduro será también derrotar a la nefasta estrategia del populismo dictatorial, que consiste en mantener a la sociedad dividida, polarizada. Es decir, debilitada.