2 de noviembre 2023
Los latinoamericanos suelen quejarse de que están lejos del resto del mundo, pero en ciertas ocasiones la distancia puede ser una ventaja. Como dijo el gran historiador económico Carlos Díaz-Alejandro, “en las décadas de 1930 y 1940, la mayoría de los latinoamericanos podían sentirse afortunados”. Después de todo, “las guerras civiles española y china, la Segunda Guerra Mundial, la gravedad de la depresión en Estados Unidos, las purgas estalinistas, la dependencia política de Asia y África, y los dolores de la descolonización en la India y en otros lugares, parecían eventos remotos para los brasileños y los mexicanos”.
Hoy día, los latinoamericanos pueden sentirse afortunados una vez más. Si el presidente de Rusia, Vladimir Putin, o el líder de Corea del Norte, Kim Jong-un, lanzara un arma nuclear táctica, al menos no iría a dar cerca de Santiago o São Paulo.
También hay semejanzas económicas con el período de entre guerras. En la década de 1930 llegaron a su fin el laissez-faire y el libre comercio y, más adelante, la humanidad se dividió en bloques enfrentados entre sí. Las semejanzas con la incipiente desglobalización de hoy, y el riesgo de que los países tengan que elegir entre China o Estados Unidos, son evidentes.
En el mismo ensayo, Díaz-Alejandro señala que la serie de crisis mundiales también creó oportunidades para América Latina. Las dificultades en el abastecimiento ocasionadas por la Segunda Guerra Mundial impulsaron la producción de sustitutos nacionales, y la ausencia de capital extranjero (en las décadas de 1930 y 1940, los prestamistas británicos y estadounidenses tenían otros asuntos de los que ocuparse) obligó a los países a adoptar políticas económicas más audaces e innovadoras. El resultado fue que América Latina creció más que el resto del mundo, lo que le permitió una pronta recuperación al cabo de la Gran Depresión.
Las crisis de hoy también crean oportunidades. La región se ha beneficiado con los altos precios de los productos que exporta, y la transición verde podría hacer que esos mismos productos adquieran un valor aún mayor. Brian Winter describió no hace mucho el sentimiento que emerge en algunos lugares de la región: gobiernos e inversionistas están “cautelosamente esperanzados”. Dicen que “las cosas se ven mejor”, pero añaden: “no nos entusiasmemos demasiado”. El primer punto de Winter es el mismo de Díaz-Alejandro: América Latina queda lejos y, por lo tanto, se encuentra relativamente aislada de los trastornos que ocurren en otros lugares.
Pero América Latina también queda cerca –por lo menos de Estados Unidos y del masivo mercado norteamericano–. El traslado de la producción tanto a países vecinos como a aquéllos que son aliados geopolíticos es, potencialmente, una excelente noticia para la región. México ya se está beneficiando con la llegada de empresas que no desean seguir produciendo en China. ¿Se podrían beneficiar también los países de más al sur?
La tercera ventaja es, probablemente, la más importante: América Latina podría llegar a ser una potencia en energía limpia. Tiene sol, viento y, en algunas partes, agua en abundancia; por lo tanto, puede ser muy competitiva en la generación de energía solar, eólica e hidroeléctrica. Si la tecnología del hidrógeno está a la altura de las expectativas, América Latina pronto podría estar vendiendo energía verde en todo el mundo. Y si el hidrógeno resulta ser demasiado voluminoso, caro o peligroso de transportar a larga distancia, las industrias intensivas en energía podrían incrementar sus utilidades si se trasladan a la región, como ha señalado Ricardo Hausmann, de la Universidad de Harvard. Ello podría darles un impulso tremendo al crecimiento y al empleo.
Y, desde luego, América Latina posee los minerales y las tierras raras que quienquiera que piense verde hoy desea con desesperación. Si se necesita litio para la batería de un vehículo eléctrico, el mejor lugar para encontrarlo son los salares de Argentina, Bolivia y Chile. Además, Brasil, Cuba y Chile poseen cobalto, otro mineral escaso que también requieren esas baterías.
Existe, además, una oportunidad adicional que Winter no menciona. En los últimos veinticinco años, los países de América Latina han aumentado masivamente su matrícula universitaria, pero los nuevos profesionales no siempre pueden encontrar empleos que se ajusten a sus conocimientos. La revolución del zoom podría estar a punto de revertir esto, ya que hoy los ingenieros peruanos pueden obtener trabajo en línea desde Chicago, y hay contadores colombianos que atienden empresas basadas en Texas. Esto es lo que Richard Baldwin ha descrito como la “desagregación” que viene: los servicios (financieros, ingenieriles o contables) ahora se pueden dividir en tareas, que completan trabajadores en el extranjero sin moverse de su casa.
No obstante, existe un problema. Hace ochenta años, América Latina perdió la oportunidad de reconformar su economía y su sociedad. El crecimiento de la década de 1940 dio paso a las crisis inflacionaria y de balanza de pagos de las décadas de 1950 y 1960 y, más tarde, a la década perdida de 1980. La gradual democratización del período posterior a la Segunda Guerra Mundial, celebrada con entusiasmo por Díaz-Alejandro, fue reemplazada, veinte años después, por una ola tóxica de regímenes militares.
¿Es posible que volviera a suceder lo mismo? Al menos cuatro cosas podrían salir mal.
A pesar de las oportunidades, puede que no se materialicen las inversiones –por lo menos, no en el volumen necesario para marcar una diferencia a largo plazo–. Por ejemplo, a pesar de que Brasil es mucho menos inestable y peligroso que la República Democrática del Congo (país que produce el 70% del cobalto del mundo), todavía dista de ser un paraíso para el inversionista. Su infraestructura de transportes es mediocre, su burocracia suele ser intratable, y el riesgo, tanto macroeconómico como político, todavía desalienta a los posibles inversionistas. Y, hasta ahora, las discusiones internacionales sobre cómo reducir el riesgo de las inversiones en países emergentes y en desarrollo usando ingeniería financiera, no han producido resultados concretos.
Otro riesgo es que las inversiones lleguen pero permanezcan encapsuladas, con un impacto limitado en la economía en general. Chile es hoy el segundo mayor productor de litio del mundo (después de Australia), y su exportación se ha transformado en una bienvenida fuente de divisas. Pero la industria emplea a relativamente pocas personas y sus efectos positivos en el resto de la economía son limitados. Los políticos locales hablan a menudo sobre el potencial de Chile para producir y exportar baterías de litio, pero todavía no he conocido a nadie que piense que esto sucederá en el futuro cercano.
Los intentos por crear encadenamientos locales son valiosos, pero pueden llevar mucho tiempo. El presidente de Chile, Gabriel Boric, anunció planes para crear una empresa nacional del litio de propiedad del Estado, que buscaría socios extranjeros que ayuden a Chile a ascender en la cadena de valor de dicho metal. Pero, hacer esto tardará años, y para entonces el boom del litio podría haber terminado: China y otros países están cerca de un avance tecnológico que reemplazaría el escaso litio con el abundante sodio en la producción de baterías.
El último y mayor riesgo es puramente político: ¿querrá el mundo invertir en una región que se gobierna a sí misma tan mal? Las elecciones presidenciales en Argentina son un ejemplo: la segunda vuelta será entre un ministro de economía que ha permitido que la inflación alcance el 12,7% mensual, y un economista libertario, Javier Milei, que pide consejos a sus perros clonados y que hace poco dijo que el Papa es “un izquierdista hijo de puta”.
A principios de la década de 1950, escribe Díaz-Alejandro, los latinoamericanos “miraban hacia atrás con satisfacción” respecto de los cambios ocurridos en las dos décadas anteriores. ¿Pasará lo mismo en la década de 2030? Tal vez los perros clonados de Milei sepan la respuesta.
*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.