22 de octubre 2018
La revolución de mayo del 68 en Francia cumple medio siglo. Un París primaveral fue tomado por el entusiasmo revolucionario de los jóvenes. Los estudiantes creían que su movimiento sería imparable y que, a la postre, cambiaría la naturaleza humana. La utopía de un hombre nuevo sería realidad.
El escritor mexicano Carlos Fuentes asistió a ese levantamiento como un observador comprometido. Su reportaje ensayístico, “París: la revolución de mayo”, es un testimonio entusiasta de aquella revuelta.
En ese reportaje Carlos Fuentes intenta mantener una neutralidad periodística. Pero sus ganas de participar lo traicionan. Ese escritor de cuarenta años parece a punto de arremangarse y desarraigar de las calles, él también, algún adoquín para agregarlo a las barricadas en el Barrio Latino de París.
No es extraño que Fuentes se entusiasmara tanto. Además de política esa revolución fue poética. Los lemas que los estudiantes pintaron en las fachadas de sus escuelas fueron ideológicos pero también literarios.
Reviso mi vieja edición de La imaginación al poder, publicado por “Ediciones Insurrexit”. En 1978 compré ese librito –de un rojo escarlata– y subrayé la antología de eslóganes revolucionarios que contiene. Algunos de los lemas que ese remoto adolescente de diecinueve años subrayó conservan su poder subversivo: “Decreto el estado de felicidad permanente”; “Prohibido prohibir”; “La vida está más allá”; “Profesores, ustedes nos hacen envejecer”; “Sean realistas: pidan lo imposible”.
El reportaje realizado por Carlos Fuentes enumera los “imposibles” más concretos que pedían esos jóvenes manifestantes. Él entrevistó a docenas de ellos en París y en las aulas de Nanterre y resumió sus ideas usando un recurso literario. Ya que ese movimiento revolucionario nacía de –y aspiraba a– lo colectivo, Fuentes fundió las demandas y los análisis ideológicos de muchos estudiantes en una sola voz anónima.
Esa voz exige cosas como estas: “Queremos una gestión paritaria de la Universidad. […] pruebas de control en vez de exámenes, con participación de los estudiantes en el jurado. […] La Universidad no es el lugar donde se oponen nuestra ignorancia y el saber [de los profesores], sino que ambos representamos dos formas paralelas de querer saber…”.
Sobre la política tradicional: “El movimiento revolucionario [va] contra las instituciones; las viejas formaciones de izquierda se sintieron amenazadas porque ellas también son instituciones.” […] Avergonzado de su pasado estalinista el Partido Comunista ha tratado de ‘liberalizarse’ (una expresión que nosotros rechazamos totalmente)”.
Sobre la frustración de esa revuelta: “De Gaulle ha apelado al miedo de una burguesía y una clase media muy extensas y muy conservadoras, el centro se ha desplazado hacia la derecha y del viejo movimiento liberal no quedan sino ruinas. Además, el Partido Comunista y la Federación de Izquierda han salido muy desprestigiados. […] La lucha continúa.”
La semejanza entre los “iracundos” (enragés) de entonces y los indignados, podemitas y frenteamplistas, de ahora, no parece una mera coincidencia. Los análisis y las demandas actuales cambian (aunque no demasiado). Pero el espíritu que moviliza a ambos grupos es similar. Indignados e iracundos rechazan el “sistema”; su rabia contra la economía capitalista es semejante; y hasta el resentimiento contra la izquierda moderada –que casi supera a su odio contra la derecha– es idéntico. Indignados de hoy e iracundos de ayer quieren cambios drásticos y rápidos. “Quieren una forma de vida completamente diferente”, afirmó Marcuse.
El reportaje de Carlos Fuentes sobre la revolución del 68 en París se reeditó en 2005. Esta nueva edición lleva un prólogo titulado “Derrotas pírricas”. En ese breve exordio Fuentes constata que aquella revolución fue vencida. No surgió de las barricadas el hombre nuevo que soñaron esos estudiantes, y él mismo, durante aquella primavera parisina. No colapsó la sociedad de consumo, capitalista y burguesa, como algunos de ellos aseguraban que lo haría. Sin embargo, Fuentes argumenta que no se perdió todo: esa derrota habría sido una “victoria aplazada”. Ahora, en Occidente y hasta en las periferias de Occidente, disfrutamos de más libertades personales y sociales que hace medio siglo. La revolución del 68, en París, contribuyó empujando algunos de esos avances parciales.
¡Pero el espíritu del 68 no quería avances parciales! Lo que pedía era nada menos que todo. Prueba de ello es que sus sucesores, los indignados de ahora, creen que esos avances fueron menos que nada y de nuevo reclaman cambios totales.
Toda revolución es juvenil. Cada nueva generación exige con premura su cuota de poder. Pero las generaciones anteriores nunca lo ceden fácilmente. Asimismo, las instituciones sociales heredadas –las universidades, el Estado, los partidos tradicionales– retrasan el empoderamiento urgente que quieren esos inconformistas. Cuanto más estable –y longeva– es una sociedad, tanto más tardan los jóvenes en tener su oportunidad. La frustración se acumula y, en algunos grupos, revienta.
Pero sería un error atribuir esa avidez de transformaciones sólo a un mero deseo de poder y recambio generacional. Otra fuente profunda de la insatisfacción juvenil proviene de su legítima ansia de absolutos personales y sociales. Al salir de la adolescencia abandonamos el reino encantado de las posibilidades para ingresar, poco a poco, al imperio riguroso de las limitaciones. Nunca somos tan grandes como en la adolescencia; luego decrecemos para caber en el sitio mucho más pequeño que la vida nos reservaba. Ese descubrimiento produce miedo y rabia; produce una iracunda tristeza; dan ganas de quemar este mundo estrecho, imperfecto e injusto.
Marcuse pensaba que una de las pocas salidas para la conciencia alienada por la sociedad de consumo estaba en el arte y en la poesía. La revolución de mayo en París fue política y poética. El espíritu del 68 supo expresar con talento literario esa ansia de absolutos. ¡La imaginación al poder!, gritaron esos jóvenes. Y durante unas semanas el espíritu pudo lo que la realidad nos niega: nada menos que todo.