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El espectáculo más grande del mundo

La política siempre implica algún tipo de teatralidad; pero en Estados Unidos es imposible distinguirla del entretenimiento

Convención Demócrata en Estados Unidos.

EFE | Confidencial

Ian Buruma

30 de agosto 2024

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El Partido Demócrata acaba de presentar un espectáculo impresionante en su convención de Chicago; hubo de todo: deslumbrantes actos musicales, discursos entusiastas, devoción religiosa, mares de lágrimas, promesas de esperanza, momentos de felicidad, patriotismo inspirador, estuvo Ophra Winfrey, y montones y montones de globos. Los comentaristas de televisión se maravillaron por la manera en que la vicepresidenta Kamala Harris se «presentó»: su sonrisa, lenguaje corporal, voz y hasta la vestimenta que eligió.

La política, independientemente de que se trate de dictaduras o democracias, siempre implica algún tipo de sentido de la teatralidad; pero en Estados Unidos, desde hace mucho, es imposible distinguirla del entretenimiento. El mordaz periodista estadounidense H.L. Mencken —que detestaba a los políticos y consideraba a la mayoría de sus compatriotas como zopencos ignorantes— fue un gran observador de las convenciones de los partidos políticos, en 1927 escribió: «Para mí, Estados Unidos es un espectáculo incomparable, el más grande del mundo».

Pero ¿por qué?, ¿¡por qué! tienen los candidatos que exagerar tanto el amor por su familias? ¿Qué tienen que ver todos esos besos y abrazos en el escenario con la política? Esa representación de devoción ¿es realmente necesaria para convencer a los votantes? En Estados Unidos... parece que sí.

En la mayoría de las democracias la gente vota a los partidos políticos y por los intereses que representan. Sí, el carisma tiene su lugar —incluso en países como Japón, donde la mayoría de los políticos muestran una excepcional carencia de esa cualidad— pero, en general, los políticos asiáticos y europeos no suelen estar tan dispuestos como los estadounidenses a venderse al público como seres humanos cálidos y amorosos, ni ansiosos de hacerlo. Tradicionalmente, eso es lo que la gente esperaba de la realeza, no de los políticos electos.


Desde el rey Jorge III («Jorge, el granjero») en el siglo XVIII, los monarcas británicos trataron de que se los viera como magnífica e íntegra gente de familia. La reina Isabel II permitió a la BBC que documentara su vida doméstica, desde parrilladas en el jardín hasta el té con los niños; sentía que había venido al mundo para mantener su popularidad.

Los estadounidenses se liberaron de la monarquía británica en 1776 (Jorge, el granjero, fue su último rey). En los años transcurridos desde entonces la Casa Blanca ha adoptado una buena parte de la pompa de las cortes reales, al extremo de superar por mucho a otras democracias —excepto, tal vez, a Francia, donde la República aún se viste con esplendor real—.

Para ascender a la presidencia estadounidense, con toda la ceremonia cuasimonárquica que eso conlleva, los candidatos —al igual que la realeza británica— deben montar un enorme espectáculo para mostrar que son gente normal, «como uno», gente con la que se puede tomar una cerveza en el porche de casa. Quienes aspiran a ser presidentes, por supuesto, no son como nosotros, pero deben aparentarlo.

Pero la efusión desmedida de las convenciones partidarias —los besos, abrazos y muestras de amor familiar— también es evidente en otras ocasiones ceremoniales en EE. UU. Cuando los extranjeros ganan el Óscar, por ejemplo, sus discursos de aceptación suelen ser secos y breves... no así las estrellas estadounidenses, que deben agradecer entre lágrimas a todo el mundo, desde sus maestros de escuela primaria hasta sus mascotas, y expresar una profunda devoción por la humanidad.

La sensiblería es una emoción que no viene al caso: una muestra pública de amor, congoja, esperanza y felicidad en lugar del sentimiento verdadero, que habitualmente se expresa en privado. La política, como la industria del cine de Hollywood, es de hecho un negocio despiadadamente competitivo donde a menudo hay que ignorar o suprimir los sentimientos privados —propios y ajenos— para avanzar.

Las exigencias de la ambición suelen ser infernales y sus llamas pueden devorar fácilmente a cariñosos cónyuges e hijos... pero los sentimientos tienen que escapar por algún lado, debemos expresarlos de algún modo. De ahí la efusión desmedida en la escena pública, Hollywood y las convenciones partidarias.

Durante la Convención Nacional Demócrata se habló mucho de que los estadounidenses deben «cuidarse entre sí», «amar al vecino» y «ayudar a los pobres y marginados». Es posible que muchos estadounidenses lo hagan, pero EE. UU. es una sociedad mucho más despiadadamente competitiva que la mayoría de las demás democracias —y su red de seguridad está más raída que las del resto—. El éxito requiere habilidad para vender, especialmente en el caso de quienes deben venderse al público, como los actores de cine y políticos... son artistas.

Poner algo en escena es, por definición, crear algo que no es real... sin embargo, el público exige a los actores y políticos que parezcan genuinos. Por eso ansiamos conocer los chismes sobre su vida privada... cuanto más insidiosos, mejor. Y, con una perspectiva más generosa, por qué nos gusta que los políticos exhiban adoración por sus cónyuges. Queremos que sean, en una palabra, «auténticos».

Lo que vemos entonces en las convenciones partidarias y ceremonias de los Óscar, en las entrevistas televisivas y los perfiles que publican las revistas, es la puesta en escena de la autenticidad. Es algo que, en manos de las personas adecuadas —como ocurrió en Chicago—, puede realmente parecer el espectáculo más grande del mundo.

*Artículo publicado originalmente por Project Syndicate

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Ian Buruma

Ian Buruma

Escritor y editor holandés. Vive y trabaja en los Estados Unidos. Gran parte de su escritura se ha centrado en la cultura de Asia, en particular la de China y el Japón del siglo XX.

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