31 de octubre 2022
Hace cinco años escribí para la revista Envío un artículo titulado Elecciones municipales 2017. Lo que esconde el modelo municipal que viene. En aquel artículo subrayaba dos amenazas para los Gobiernos municipales: la reducción de su papel a meros ejecutores del “Plan Maestro amor a Nicaragua - Gobiernos locales 2018-2022, cristianos, socialistas y solidarios”; y el sometimiento a los secretarios políticos del FSLN.
Las perspectivas anticipaban un empeoramiento de la situación de los municipios que por aquella época ya estaban maniatados en las tres vertientes de su autonomía: la política por la irrelevancia de las elecciones locales y la primacía de los comisarios políticos; la administrativa por la confiscación de sus capacidades para decidir sus planes de desarrollo; y la financiera por la invalidación de las leyes que aseguraban sus ingresos procedentes del Presupuesto de la República.
Sin embargo, aunque las previsiones ya los abocaban a un mayor deterioro, el estallido social de 2018 hizo que todo lo que podía salir mal fuese a peor. A partir de entonces los municipios —es decir, sus Gobiernos— entraron en barrena a medida que el Estado pasaba de ser un Estado en vías de recentralización a un Estado policial. En esta deriva los municipios se convirtieron en el último eslabón del aparato represivo; primero como cantera de los paramilitares y luego como feudos de los mandos locales de la Policía.
Esta bancarrota del municipio –es decir, de su autonomía— ha sido confirmada por el estudio Aquí se obedece. Análisis del poder local, realizado por Urnas Abiertas a partir de las percepciones de la población de 143 de los 153 municipios de Nicaragua. La investigación identificó 12 patrones o formas de ejercer el poder en el ámbito local. Entre los actores asociados a los patrones destacan los secretarios políticos, los jefes de Policía y los alcaldes.
Estos patrones esconden que la política de la represión se ha instalado como la vertebradora del Estado, un rasgo típico de los regímenes policiales que ante las evidencias del rechazo popular optan por organizar el aparato público en torno a los mecanismos de vigilancia y control. La dictadura renunció a políticas públicas y programas de cobertura universal que le retribuyeran algún tipo de consenso como las que ensayó en los primeros años tras su retorno al poder. En vez de ello ha optado por palo y plomo, persecución y cárcel.
En esta lógica los municipios son piezas operativas indispensables para el control de la población y el territorio. Es bien sabido que en los municipios “todo mundo se conoce”, por familias, por la ocupación, por motes y, por supuesto, por la filiación política. En cada cuadra, en cada barrio o comarca se sabe quiénes son opositores, quién tiene un familiar preso o en el exilio, dónde se celebran reuniones sospechosas e incluso lo que se habla en ellas. Lo primordial ya no son los problemas comunales sino la seguridad del régimen y por ende del comandante y la compañera.
Incluso para las actuaciones de la Policía del pensamiento la dictadura necesita a los municipios para localizar a quienes, haciendo uso de su libertad de expresión, emiten opiniones contrarias al régimen en un ámbito tan poco territorial como las llamadas redes sociales. En este caso los Gobiernos locales utilizan las herramientas administrativas a su cargo para castigar a los ciudadanos que considera enemigos con sobrecargas de impuestos, multas, exclusión de servicios municipales y negación de trámites ordinarios, entre otros.
Los patrones identificados por el estudio de Urnas Abiertas también esconden los poderes fácticos, los mismos que mangonean el territorio en sociedades atrapadas por el crimen organizado, por los grupos económicos más poderosos o por caudillos locales. En el caso actual se trata de los secretarios políticos y de los jefes de policías. Ninguno de ambos ha sido electo por el voto popular ni están sometidos antes las autoridades municipales. Unos responden a las estructuras verticales del FSLN y otros al mando jerárquico de la jefatura policial departamental o nacional. Son poderes fácticos en la medida que, actuando al margen de sus actividades y objetivos declarados legalmente, ejercen su influencia y su dominación con el objetivo de doblegar a autoridades electas, en abierta violación de las leyes municipales. En el caso de Nicaragua, se trata de personajes respaldados en el poder del miedo, en la prerrogativa de infundir temor, de meter en la cárcel, de torturar y de asesinar con absoluta impunidad, ante el más cruel desamparo de los ciudadanos.
El hecho de que la población los perciba como agentes de la persecución con fines partidistas y no como servidores públicos, por encima de las autoridades legítimas, es una regresión a las alcaldías del somocismo, cuando desempeñaban papeles de control y de información política, como lo fueron los nefastos jueces de mesta.
Hace cinco años el abismo ante el que asomaban las alcaldías era que terminaran reducidas a cumplir funciones administrativas, a labores de intendencia como el mantenimiento y limpieza de las calles y la gestión de los mercados. Todas bajo la tutela de los operadores del FSLN, encargados de hacer cumplir las órdenes emanadas del poder central en Managua. En ninguna cábala estaba que seis meses después de las elecciones locales de 2017 se convirtieran en el último escalón del aparato represivo de un régimen dictatorial que decidió quitarse la careta.
Por este engendro represivo pretende el orteguismo que los nicaragüense vayan a votar el próximo 6 de noviembre. En vez de elegir al gobierno más cercano a la población, el que conoce y responde a sus demandas, quiere que los reprimidos den su consentimiento para meter a los torturadores dentro de sus casas. Semejante descaro solo podía salir de la cabeza de quienes sabiéndose rechazados por la mayoría social solo tienen la brutalidad y la vigilancia del régimen policial para mantenerse en el poder.