3 de julio 2018
Policías y paramilitares que se desplazan en vehículos Hi-Lux de tina y doble cabina, que la población ha denominado “camionetas de la muerte”, han desatado una escandalosa orgía de sangre, que hasta el 25 de junio pasado había dejado un saldo de 285 personas asesinadas, más de 1,500 heridas y al menos 156 desaparecidas. Ante esa estrategia de terror se han levantado voces que demandan la intervención del Ejército para desarmar a los paramilitares. Es posible que quienes lo exigen lo hagan de buena fe, movidos quizás por un sentimiento de impotencia o por la desesperación provocada por la intensidad y magnitud de la masacre, de la “tragedia que se agiganta”, como la caracteriza monseñor Rolando Álvarez; y además porque Daniel Ortega y Rosario Murillo cínicamente niegan la existencia de esas bandas de criminales que ellos mismo organizaron, armaron y protegen.
Para sustentar la demanda se arguye que “La función del Ejército es […] proteger, en este caso, la vida y los derechos humanos de la población civil frente a los grupos armados irregulares” y que el Ejército “es la única institución armada que puede existir dentro del territorio, porque la Policía no tiene naturaleza militar y el Ejército no puede permitir que esta disposición constitucional sea transgredida por esos grupos que están organizados y usan armas de guerra actuando con impunidad”. También se asegura que “el Ejército de Nicaragua, constitucionalmente, tendría la obligación de desarmar esos señores porque no puede haber tres ejércitos en este país” y que el Ejército “debería intervenir para disolver a las fuerzas irregulares fuera de la ley”.
He leído y releído hasta la saciedad los textos de la Constitución Política de Nicaragua y de la Ley 855, Ley de Reforma y Adiciones a la Ley 181, Código de Organización, Jurisdicción y Previsión Social Militar, y en ninguno de ellos he podido encontrar nada de lo contenido en esas afirmaciones (entrecomilladas en el párrafo anterior). El artículo 92 de la Constitución establece con meridiana claridad que el Ejército “es la institución armada para la defensa de la soberanía, de la independencia y la integridad territorial”. Esta es su función, no otra. Igualmente es preciso aclarar que el Ejército no es “la única institución armada que pueda existir dentro del territorio”. El artículo 95 de la Constitución establece que “No pueden existir más cuerpos armados en el territorio nacional, ni rangos militares que los establecidos por la ley”, pero no indica que “el Ejército no puede permitir que esta disposición constitucional sea transgredida por esos grupos que están organizados y usan armas de guerra actuando con impunidad”. Ahora bien, afirmar que la Policía no tiene naturaleza militar es una auténtica perogrullada, pero el artículo 97 de la Carta Magna claramente le define como “un cuerpo armado de naturaleza civil”.
Tengo la impresión de que quienes demandan la intervención del Ejército desconocen que la institución militar no puede actuar de oficio, es decir, por su cuenta, ni a demanda de un sector de la población por mayoritario que sea y que, además, constitucionalmente no está obligada a hacerlo. La Constitución Política restringe expresamente su participación en el ámbito de la seguridad interior: “Sólo en casos excepcionales, el Presidente de la República, en Consejo de Ministros, podrá en apoyo a la Policía Nacional ordenar la intervención del Ejército de Nicaragua cuando la estabilidad de la República estuviera amenazada por grandes desórdenes internos, calamidades o desastres naturales”. Es decir que, en este caso, es a Daniel Ortega a quien le correspondería ordenar su intervención, en apoyo a la Policía, ante los “grandes desórdenes internos” provocados por la misma Policía y las bandas de paramilitares que han puesto en peligro la estabilidad del país. Indudablemente que la actual situación que vive Nicaragua es excepcional, pero ¿a quién se le ocurre pensar que Ortega ordenará la intervención de los militares para desarmar a los paramilitares si estos y la Policía son los brazos ejecutores de su estrategia de terror?
A mi juicio, quienes proponen la intervención del Ejército, no han reparado o no han podido reparar en al menos tres factores clave concatenados, cruciales para el futuro de la democracia en Nicaragua. El primero es que en el hipotético caso de que el Ejército desarmara a los paramilitares, ello no se traduciría automáticamente en el fin inmediato de la violencia criminal del régimen Ortega-Murillo, ya que quedaría viva la otra parte del cuerpo represivo que le sostiene: la Policía. En consecuencia, para acabar definitivamente con la escalada represiva gubernamental sería necesario también desarmar a la misma Policía, es decir, desmantelar las “fuerzas combinadas” de policías y paramilitares que realizan “operaciones conjuntas” a plena luz del día o amparados en las sombras de la noche. Pero además, no se trata solo de desarmarlos sino de llevarlos ante la justicia para que respondan por sus crímenes.
Igualmente es preciso considerar que para desarmar a esas bandas de paramilitares el Ejército tendría que utilizar todo su poder letal porque es muy probable que su capacidad disuasiva no sea suficiente para que esos delincuentes armados se someterían pacíficamente. En todo caso, una vez resuelta la crisis, las nuevas autoridades tendrían que ordenar al Ejército la conformación de unidades especiales de desarme porque nadie puede dudar que los paramilitares se quedarán con las armas y medios que les entregó el régimen ortegamurillista.
En esa nueva etapa su misión sería desarrollar cierta forma de violencia política armada (asesinatos y/o secuestros políticos selectivos, por ejemplo) con el fin de mantener en zozobra a la población y desestabilizar la gestión de las nuevas autoridades. Pero además, inevitablemente esas bandas de paramilitares tenderán a convertirse a la vez en bandas de delincuentes comunes de alto perfil que incursionarán en el bajo mundo criminal cometiendo delitos de fuerte impacto social como narcotráfico, sicariato, secuestros extorsivos, asaltos a bancos y otras instituciones financieras, así como robo de vehículos y asaltos a establecimientos comerciales y zonas residenciales.
Evidentemente que por su superioridad numérica, de armas, medios y de logística, así como por sus capacidades táctico-operativas, el Ejército sería capaz de someterlos pero a un costo que por ahora no es posible siquiera estimar y tampoco se puede determinar el tiempo que tomaría. Es preciso tener en cuenta que los teatros de operaciones serían las principales ciudades del país, comenzando por Managua, la capital. Así las ciudades, convertidas en campos de batalla, se tornarían completamente inseguras para la población civil que, como siempre sucede en todo conflicto armado, sería la más afectada. Obviamente que no se trataría de un enfrentamiento convencional sino irregular, y en este sentido, la pregunta obligada es: ¿Está preparado y entrenado el Ejército para una guerra irregular en teatros de operaciones urbanos?
El segundo factor, consecuencia directa del anterior, es que al perder los dos brazos ejecutores de su estrategia de terror ―la Policía y los paramilitares―, el régimen Ortega-Murillo colapsaría, y la crisis se solucionaría. El tercero y último, en línea de continuidad con los dos anteriores y siempre desde la misma perspectiva hipotética, es que al poner así fin a la crisis, el Ejército, dotado de un poder político que no le corresponde y que jamás deberá tener, se habría convertido en el “poder moderador”, erigido en “salvador de la Patria” y “ángel tutelar” del nuevo régimen democrático. En consecuencia, se estarían abriendo las puertas al militarismo, quizás un militarismo “democrático”, para decir lo menos, pero militarismo al fin y al cabo.
La posición del Ejército en la crisis que vive el país es sumamente difícil y compleja. Los militares están en una encrucijada, quizás la más difícil y compleja de su relativamente corta vida institucional, pero si algo está claro es que no deambulan ni están confundidos ni perdidos. El dilema, la situación complicada ante la que se encuentran los uniformados solo tiene, aparentemente, dos posibilidades de actuación: si condenan al régimen Ortega-Murillo se convertirían en actores políticos de primera línea. Sin duda que esto sería aplaudido por algunos, quizás muchos, pero la institución se desnaturalizaría porque automáticamente perdería su carácter profesional, apartidista, apolítico, obediente y no deliberante, que son precisamente los atributos que definen su identidad institucional, tal como se establece en el artículo 93 de la Constitución; y si mantienen su posición de silencio, de no intervenir en la crisis, es indudable que no faltarán voces que les condenen y tilden de cómplices del régimen Ortega-Murillo.
Todo indica que hasta ahora los militares parecen estar dispuestos a pagar “los costos del silencio”. Pero su silencio ante la crisis tiene dos aristas adicionales, dos necesidades vitales para la institución, poco exploradas aunque muy importantes por cierto, que quizás puedan ayudar a explicar y entender ―no digo justificar, ni se me ocurre― su “política de no intervención”. De un lado, la necesidad de proteger sus millonarios intereses corporativos administrados por el Instituto de Previsión Social Militar (IPSM), buena parte de los cuales están invertidos en los Estados Unidos; y de otro, la urgente necesidad de sobrevivir como institución en un escenario convulso y altamente polarizado sin ser arrastrados por ninguna de las dos corrientes de la crisis. Se trata sin lugar a dudas de un arriesgado y difícil acto de equilibrismo en una cuerda floja, muy floja, en la que nada ni nadie puede garantizarles que se mantendrán ilesos.
Sin embargo, y más allá de las restricciones que la Constitución establece sobre las actuaciones de los militares en el campo de la seguridad interior ―que son una visión desde la formalidad jurídica―, es importante subrayar que después de su Comunicado del 12 de mayo, casi un mes después de iniciada la masacre en el que expresan su apoyo al Diálogo Nacional, pero no condenan el asesinato de decenas de nicaragüenses, el Ejército se ha encerrado en un mutismo inexplicable y más que preocupante frente la actual crisis, en particular sobre las bandas criminales de paramilitares organizadas, armadas y protegidas por el régimen Ortega-Murillo que, de hecho, operan como un tercer cuerpo armado en el país.
Hay circunstancias en las que es inevitable comparar, y esta es una de ellas, porque el silencio actual del Ejército frente la “orgía de horror, sangre y muerte" desatada por la Policía y los paramilitares del régimen Ortega-Murillo, contrasta, y fuertemente, con la diligencia y “eficiencia” con que la han actuado desde 2010 para eliminar, en particular a sus jefes y en circunstancias aún no esclarecidas, a los grupos de rearmados con motivaciones políticas que operan en el norte y el Caribe del país. Frente a esa incongruencia es preciso preguntarse: ¿Bajo qué normas los militares combaten a esos grupos rearmados y por qué no recurren a las mismas para enfrentar a las bandas de los paramilitares?
Más aún, si bien la Constitución “restringe” la acción del Ejército en materia de seguridad interior, el artículo 2 de la Ley 855, Ley de Reforma y Adiciones a la Ley 181, Código de Organización, Jurisdicción y Previsión Social Militar, establece que una de las funciones del Ejército es “Disponer de sus fuerzas y medios para combatir las amenazas a la seguridad y defensa nacional, y cualquier actividad ilícita que pongan en peligro la existencia del Estado nicaragüense, sus instituciones y los principios fundamentales de la nación”. En consecuencia, en las graves circunstancias actuales de Nicaragua, el Ejército tiene que “disponer sus fuerzas y medios para combatir” a las bandas de paramilitares porque constituyen una amenaza a “la seguridad y defensa nacional” en tanto se han erigido, en abierta violación a la Constitución, como un tercer cuerpo armado y porque las actividades ilícitas que realizan han puesto en situación de peligro a las “instituciones y los principios fundamentales de la nación”. ¿Qué más necesitan los militares para romper su silencio y cumplir con lo que su propia ley orgánica les ordena hacer?
El Ejército tiene que responder porque las dudas sobre su “neutralidad”, sobre su “política de no intervención”, se amontonan y quizás no lo han considerado, pero cada día que pasa los “costos del silencio” son cada vez mayores y al final la institución militar podría resultar muy perjudicada, tanto en sus intereses corporativos como en su legitimidad ante la ciudadanía. No considero que el Ejército esté constitucionalmente obligado a desarmar a los paramilitares, pero sí estoy convencido de que, sin intervenir directamente en la crisis política que vive Nicaragua, desde los fundamentos de la ética militar, el Ejército está moralmente obligado al menos a reprobar públicamente la masacre de los casi 300 nicaragüenses asesinados por el régimen Ortega-Murillo, la Policía y las bandas criminales de paramilitares. Porque como advierte el escritor chileno Fesal Chain en su reciente artículo Nicaragua y la izquierda: “Lo importante es jamás colocarse […] en una posición de extremo cuidado que no sea capaz de denunciar los errores y horrores del neo estalinismo latinoamericano” del que Daniel Ortega y Rosario Murillo son sus exponentes más perversos y criminales. De no hacerlo perderán el respeto que aún les tiene la ciudadanía, que no esperará el veredicto de la historia para señalarlos como cómplices silenciosos del genocidio y declararlos culpables por omisión. Yo pienso que aún están a tiempo. No sé si ellos.
Finalmente, hay un hecho que no puede ni debe soslayarse y que es preciso subrayar y decirlo alto y claro: la crisis política debe ser resuelta por los civiles en el plano político y, en este plano, los militares nada tienen que hacer. ¡Nada! Pero por otra parte, esperar que los militares intervengan para resolver la crisis es, a mi juicio, el más crudo reflejo de las fragilidades y falencias de algunos sectores del liderazgo político civil nicaragüense.
Consultor Civil en Seguridad, Defensa y Gobernabilidad Democrática.