19 de diciembre 2015
Nueva York.– Estados Unidos, la Unión Europea y las instituciones lideradas por Occidente como el Banco Mundial suelen preguntarse por qué Medio Oriente no puede gobernarse a sí mismo. La pregunta es sincera, pero revela poca reflexión. El mayor impedimento al buen gobierno en Medio Oriente ha sido no haber podido gobernarse a sí mismo: las instituciones políticas regionales han quedado incapacitadas por repetidas intervenciones de Estados Unidos y Europa, que se remontan a la Primera Guerra Mundial, y en algunos lugares incluso antes.
Un siglo ya es mucho. El año 2016 debería señalar el inicio de un siglo distinto, con una política de matriz regional que encare con urgencia los desafíos del desarrollo sostenible.
La suerte de Medio Oriente durante los últimos cien años quedó echada en noviembre de 1914, cuando el Imperio Otomano eligió el bando perdedor en la Primera Guerra Mundial. El resultado fue el desmantelamiento del imperio y la imposición de un control hegemónico de sus restos por las potencias vencedoras: Gran Bretaña y Francia. La primera, que ya controlaba Egipto desde 1882, asumió el control efectivo de los gobiernos de lo que hoy son Irak, Jordania, Israel y Palestina, y Arabia Saudita, mientras que la segunda, que ya controlaba gran parte del norte de África, asumió el control de Líbano y Siria.
Para asegurar el dominio británico y francés del petróleo, los puertos, los corredores marítimos y las políticas exteriores de los líderes locales, se apeló a mandatos formales de la Liga de las Naciones y otros instrumentos de hegemonía. En la futura Arabia Saudita, Gran Bretaña apoyó el fundamentalismo wahabita de Ibn Saud contra el nacionalismo árabe del Hiyaz hachemita.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el cetro intervencionista pasó a manos de Estados Unidos, que a un golpe militar con respaldo de la CIA en Siria en 1949 le hizo seguir otra operación de la CIA para derribar a Mohammad Mossadegh en Irán en 1953 (con el objetivo de mantener el control occidental del petróleo iraní). Conducta que continúa hasta el día de hoy, con el derrocamiento en Libia de Muammar el-Qaddafi en 2011, la caída de Mohamed Morsi en Egipto en 2013 y la guerra en curso contra Bashar al-Assad en Siria. Una y otra vez durante casi siete décadas, Estados Unidos y sus aliados intervinieron (o apoyaron golpes internos) para derribar gobiernos que no estuvieran suficientemente controlados.
Además, Occidente le vendió una millonada de dólares en armas a toda la región. Estados Unidos estableció bases militares por todo el territorio, y repetidas operaciones fallidas de la CIA dejaron un arsenal inmenso en las manos de los enemigos violentos de Estados Unidos y Europa.
Así que cuando los líderes occidentales preguntan a los árabes y otros pueblos de la región por qué no pueden gobernarse a sí mismos, ya deberían saber cuál será la respuesta: “Durante todo un siglo, vuestras intervenciones socavaron las instituciones democráticas (al rechazar los resultados electorales en Argelia, Palestina, Egipto y otros lugares); alentaron guerras reiteradas que se han vuelto crónicas; armaron a los yihadistas más violentos para ponerlos al servicio de vuestros cínicos intereses; y crearon un campo de la muerte que hoy se extiende desde Bamako hasta Kabul”.
¿Qué hay que hacer, entonces, para que surja un nuevo Medio Oriente? Yo propongo aplicar cinco principios.
El primero y más importante es que Estados Unidos debe poner fin a las operaciones encubiertas de la CIA para derribar o desestabilizar gobiernos en todo el mundo. La CIA se creó en 1947 con dos mandatos, uno válido (recolección de inteligencia) y el otro desastroso (operaciones encubiertas para derrocar regímenes “hostiles” a los intereses de Estados Unidos). El presidente norteamericano puede y debe cesar por decreto las operaciones encubiertas de la CIA, para así terminar el terrorismo de efecto bumerán y la destrucción que esas operaciones han generado y sostenido sobre todo en Medio Oriente.
En segundo lugar, para promover sus ocasionalmente válidos objetivos de política exterior en la región, Estados Unidos debe apelar al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El método actual de crear “coaliciones voluntarias” lideradas por Estados Unidos no solo fracasó, sino que llevó a que incluso cuando Washington persigue objetivos válidos, como detener a Estado Islámico, las rivalidades geopolíticas impidan concretarlos.
Estados Unidos ganaría mucho si sometiera sus iniciativas de política exterior a la prueba de la votación en el Consejo de Seguridad. Cuando en 2003 este desaprobó la guerra en Irak, Estados Unidos tendría que haberse abstenido de invadir. Cuando Rusia, miembro permanente del Consejo con poder de veto, se opuso al derrocamiento con apoyo norteamericano del presidente sirio Bashar al-Assad, Estados Unidos tendría que haberse abstenido de ejecutar operaciones encubiertas para derribarlo; si lo hubiera hecho, hoy todo el Consejo de Seguridad estaría unido detrás de un plan internacional (no estadounidense) para combatir a Estado Islámico.
En tercer lugar, Estados Unidos y Europa deben aceptar la realidad de que la democracia en Medio Oriente dará muchas victorias electorales a los islamistas. Muchos de esos regímenes fracasarán, como fracasan muchos malos gobiernos, y de cambiarlos se encargarán la siguiente elección, la protesta popular o incluso los generales locales. Pero los repetidos intentos de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos para evitar todo gobierno islamista sólo impedirán la maduración política de la región, sin lograr su cometido ni proveer beneficios a largo plazo.
Cuarto, los líderes locales, desde el Sahel pasando por el norte de África hasta Medio Oriente y Asia central, deben reconocer que el desafío más importante que enfrenta el mundo islámico hoy es la calidad de la educación. La región va muy por detrás de otros países de ingresos medios en ciencia, matemática, innovación tecnológica, emprendedorismo, desarrollo de pequeñas empresas y (por consiguiente) creación de empleo. Sin educación de alta calidad no puede haber prosperidad económica y estabilidad política.
Por último, la región debe resolver su excepcional vulnerabilidad al deterioro medioambiental y su excesiva dependencia de los hidrocarburos, especialmente ahora que el mundo está cambiando a otras fuentes de energía. El territorio de mayoría musulmana que va de África occidental a Asia central es la región de clima seco poblada más grande del mundo: una franja de 8000 kilómetros de escasez de agua, desertificación, temperaturas en ascenso e inseguridad alimentaria.
Estos son los verdaderos desafíos que enfrenta Medio Oriente. La división entre sunnitas y shiítas, el futuro político de Assad y las disputas doctrinales son decididamente menos importantes para la región a largo plazo que la necesidad hoy insatisfecha de tener educación de calidad, una fuerza laboral capacitada, tecnologías avanzadas y desarrollo sostenible. Los muchos pensadores progresistas y valientes del mundo islámico deben ayudar a sus sociedades a despertar a esta realidad, y las personas de buena voluntad de todo el mundo deben colaborar con ellos por medio de la cooperación pacífica y poniendo fin a la manipulación y las guerras de corte imperialista.
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Traducción: Esteban Flamini
Jeffrey D. Sachs es profesor de Desarrollo Sostenible, profesor de Gestión y Política Sanitaria y director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia. También es director de la Red de Soluciones de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.
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