25 de noviembre 2015
Antonio Lacayo fue el desatador de uno de los más intrincados nudos del problema nacional. Durante la transición democrática desató el nudo de la confrontación, una herencia maldita de casi dos siglos en nuestra vida independiente. En 1990 insistió hasta el cansancio en que se "había ganado una elección, no una guerrra", y sentó el precedente de una nueva cultura política en la que el ganador, aún después de un inédito plesbicito fundacional, no se lleva todo ni manda al perdedor al destierro.
A diferencia de Alejandro Magno, que cortó el mítico nudo gordiano con la fuerza de la espada, Toño desenredó el nuestro con las uñas, recurriendo al camino más largo del diálogo y la negociación con mucha paciencia y más determinación. Invocando el liderazgo moral de mi madre, Violeta Barrios de Chamorro y su ideario de democracia y reconciliación refrendado por una sólida mayoría política, adoptó decisiones complejas con la astucia de un ingeniero político democrático, y en los momentos más difíciles se las jugó combinando firmeza y flexibilidad. También se equivocó y cometió errores, como corresponde en todos los grandes emprendimientos de riesgo, pero el balance de la obra, al menos a finales del siglo pasado, era claramente favorable a Nicaragua al grado que algunos logros lucían irreversibles. Se conquistó la paz y el fin de la guerra, se fijó un rumbo de reconstrucción económica --aunque con un enorme déficit social--, y se sentaron las bases de instituciones democráticas, con libertad de prensa y más transparencia que nunca. Sin embargo, ese legado de la "triple transición", no logró alcanzar la etapa de la consolidación democrática y ahora atraviesa por una auténtica regresión autoritaria.
Se descarriló la transición democrática, por los pactos y la corrupción que facilitaron la captura del estado por un liderazgo autoritario que ha demolido las bases más profundas del estado de derecho y el sistema de separación de poderes.
Se abortó la transición militar en el Ejército y la Policía Nacional, al imponerse otra vez el caudillismo político con leyes que eliminan el plazo de los jefes de ambas instituciones en el cargo, subordinando su reelección y permanencia a la discrecionalidad de "El Supremo".
Se perdió la democracia electoral como resultado de los fraudes y la partidización del sistema en todos sus niveles, eliminando las garantías básicas de elecciones libres y transparentes. Y se desmontó un embrionario sistema de autonomía municipal, participación ciudadana y rendición de cuentas, a punta de garrote y cooptación, para sustituirlo por el régimen de ordeno y mando de la pareja presidencial que, apuntalada en el desvío y la apropiación ilegal de la millonaria cooperación venezolana, ha creado un nuevo "orden social" que, irónicamente, excluye el derecho a ejercitar la ciudadanía.
Ciertamente, la macroeconomía funciona y el país mantiene el rumbo hacia el crecimiento económico y la atracción de inversiones, pero bajo un esquema corporativista que prodiga grandes oportunidades al sector empresarial, a costa de transparencia y democracia. Este intercambio entre ventajas económicas sin institucionalidad democrática, bajo una suerte de estabilidad autoritaria, es un mal negocio a largo plazo para las empresas y los países, como lo demuestra exhaustivamente el análisis histórico del profesor James Robinson coautor del libro "Por qué fracasan las naciones", que está siendo debatido en Managua en estos días.
Al conmemorarse los primeros 25 años de las elecciones de 1990, el pasado 25 de febrero Toño publicó un artículo en La Prensa reflexionando sobre este dilema estratégico y la incidencia determinante de los "factores sociopolíticos" en nuestro desarrollo. Vale la pena releer con atención su texto "Los próximos 25 años", que concluye así: "Si los nicaragüenses ahora no tomamos en serio la necesidad de poder elegir libremente, sea quien sea el que elijamos, vamos a haber tirado al traste el inmenso logro de haber derrotado en 1979 una dictadura de 45 años y haber podido elegir libremente nuestras autoridades en 1990. La agricultura moderna, la agroindustria, la pesca, la minería, el turismo y la producción de energías renovables pueden muy bien permitirnos a los nicaragüenses alcanzar dignos niveles de vida. Si vienen los megaproyectos, mejor. Pero debemos convencernos de una vez por todas que el gran megaproyecto de Nicaragua es la democracia, y esta demanda, por encima de todo, elecciones libres".
¿Cómo desatar el nudo del autoritarismo en un régimen que actúa con mentalidad de partido único, manteniendo la formalidad democrática pero sin tolerar la existencia de una oposición democrática beligerante? Esta es sin duda la tarea más acuciante que enfrenta Nicaragua hoy, cuando se invoca con respeto y gratitud la memoria y el legado de Antonio Lacayo, para intentar despejar la incertidumbre del futuro. Un desafío formidable, en primer lugar para todas las fuerzas políticas: independientes, opositores, sandinistas, movimientos sociales, pero también para las élites económicas que tienen igual responsabilidad en la calidad de las instituciones del país. No se trata de que los empresarios sustituyan a la oposición política o renuncien a dialogar con el gobierno, sino que ese diálogo trascienda sus actuales objetivos cortoplacistas y ponga en la agenda nacional el desmontaje gradual del corporativismo autoritario: empezando por restituir el derecho al debate público, terminar con las “misas negras” en que se deciden las leyes al margen del parlamento, poner límites estrictos a los abusos de poder, denunciar la corrupción y restablecer la transparencia pública, y sobre todo priorizar la credibilidad y renovación del sistema electoral.
Pero el clamor nacional por elecciones libres nunca se traducirá en un cambio en las reglas del juego como una concesión del poder, sino únicamente como resultado de la presión de la gente. Y en esos momentos inciertos, cuando la estabilidad autoritaria resulte desbordada por la represión y el chantaje, el imperativo del cambio pacífico demandará en los nuevos líderes del país la misma voluntad y determinación de Toño Lacayo para desatar el nudo autoritario. Ojalá esta vez sea irreversible.