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El derecho a la blasfemia

Salman Rushdie fue sentenciado y atacado por ejercer un derecho que hace posible una real separación entre Iglesia y Estado

El autor Salman Rushdie. Foto: EFE | Archivo

Héctor Schamis

17 de agosto 2022

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Sir Salman Rushdie es un escritor aclamado y premiado. Ya lo era cuando su cuarta novela, Los Versos Satánicos, le otorgó notoriedad más allá de las letras y las artes. Publicada en 1988, Rushdie traza allí una parábola con los dos versos removidos del Corán por el Profeta Mahoma, supuestamente inspirados por el mal. Y dos prostitutas en la narrativa del libro recibieron el nombre de sendas esposas del Profeta, entre otras osadías literarias inadmisibles para el dogmatismo religioso.

De ahí que el libro generara inmediatas reacciones de indignación en buena parte del mundo musulmán, por ejemplo en las comunidades islámicas de Irán, India, Pakistán y el Reino Unido, entre otras. Para mayor violencia, al año siguiente el Ayatollah Khomeini dispuso un decreto—fatwa—ordenando el asesinato del escritor y ofreciendo una recompensa de 3 millones de dólares, luego aumentada a 3.5. ¿Su crimen? Blasfemia.

Desde entonces Rushdie pasó la mayor parte del tiempo oculto y con protección policial según determinó el gobierno británico. Los traductores de la obra de Rushdie al noruego, al italiano y al japonés fueron atacados; este último asesinado en Tokio en 1991.

Después de más de tres décadas de amenazas, Rushdie fue apuñalado en el rostro, el cuello y el abdomen este viernes 12 de julio. Ocurrió en la localidad de Chautauaqua, en el noroeste del estado de Nueva York. Rushdie se aprestaba a brindar una conferencia en la Chautauqua Institution, hito de las artes y las letras que cada verano ofrece seminarios, conferencias y conciertos desde su fundación en 1874.

El imputado, Hadi Matar de 24 años, aparentemente actuó solo aprovechando las laxas medidas de seguridad de la institución. Lo cual es comprensible en un marco pensado para la reflexión y el debate. Nadie imaginaría—hoy sabemos, erróneamente—que tan bucólico espacio podría ser blanco del terrorismo fundamentalista islámico. Según informes de sus voceros Rushdie se recuperará, si bien podría perder un ojo.


Rushdie fue atacado, y antes sentenciado, por ejercer su derecho a la blasfemia; derecho que no existe por un deseo perverso de ofender al creyente. Existe porque sin ese derecho no hay secularización, es decir, no es posible una real separación entre Iglesia y Estado, piedra basal del constitucionalismo liberal. Dicha separación es para el derecho lo que la separación entre el conocimiento derivado de la fe y los hechos objetivos comprobables son para la epistemología, un quiebre cognitivo específico al racionalismo y la Ilustración.

El escritor Salman Rushdie es ayudado por la gente después de ser apuñalado en el escenario.

Es que el derecho a la blasfemia es la libertad de considerar al dogma religioso como una narrativa más, y por ende susceptible a la crítica a la que se somete a cualquier otra. La ironía y el sarcasmo de Rushdie, su cuestionamiento del Islam, son equivalentes a la crítica, la ironía y el sarcasmo ante un texto mediocre, una teoría falaz, o un razonamiento filosófico apócrifo. Simplemente se trata del derecho a rechazar verdades reveladas.

El doble standard del Islam en las sociedades occidentales es flagrante en este sentido. Gozan de los derechos y garantías que les otorga un Estado constitucional, mientras varios de sus miembros—que no son pocos, sean violentos o pacíficos—intentan restringir a otros el ejercicio de esos mismos derechos. El derecho a practicar su religión en libertad, entre ellos, o ninguna religión en absoluto.

En su amplia mayoría, las comunidades musulmanas de Occidente son comunidades inmigratorias. Nótese, en muchas de sus sociedades de origen—donde la sociedad está organizada bajo el paradigma del Islam—los individuos no gozan de las libertades que les garantiza la arquitectura del constitucionalismo liberal. El señor Hadi Matar usó esas libertades para negarle el derecho a la vida a otra persona.

De hecho, todo dogma es proclive a criminalizar la blasfemia, y no solo en el Islam. Sin embargo en el Islam no son pocas las expresiones del fundamentalismo yihadista, a menudo manifestado por medio de la violencia y de manera indiscriminada, o sea, a través de acciones terroristas. Se argumenta con frecuencia que la provocación de la fe precipita esa violencia, como si escribir, disparar y apuñalar, fueran sinónimos.

O ilustrar. El propio papa Francisco lo puso en esos términos en ocasión del ataque a la publicación Charlie Hebdo en enero de 2015 en París. “No puede uno burlarse de la fe de los demás”, dijo entonces. Es un razonamiento peligroso, pues condona la justicia por mano propia, además de absurdo, según lo demuestra la lógica misma del fundamentalismo. Recuérdese que en aquel ataque de enero contra la revista satírica, también fue atacado un mercado, Hypercacher, donde perdieron la vida cuatro personas.

Para que el argumento que la violencia es en respuesta a una provocación anterior sea valido, ello requiere aceptar que ser cliente de un mercado kosher también es una provocación. El absurdo subraya que el terrorismo no necesita motivos reales para matar, por eso es terrorismo. El fundamentalismo siempre es eficaz en fabricar la justificación. Todos los fundamentalismos lo son, confesionales o seculares, idealistas o materialistas.

Rushdie fue apuñalado por ejercer su derecho a la blasfemia. Que no es más que el derecho al disenso, a la heterodoxia, a la libertad de expresión, a cuestionar, a la divulgación de las ideas, al debate, a la creatividad, a la duda y al conocimiento derivado de la razón y no de dogma alguno. En un mundo en libertad no puede haber lugar para fundamentalismo alguno.


Texto original publicado en Infobae

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Héctor Schamis

Héctor Schamis

Académico argentino. Actualmente es profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Georgetown. Es autor de varios libros y articulista de opinión en diferentes medios.

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