12 de septiembre 2020
Las Naciones Unidas cumplen 75 años este otoño; si se tratara de un año normal, muchos de los líderes del mundo se reunirían en la ciudad de Nueva York para celebrar este hito y abrir la reunión anual de la Asamblea General.
Pero este año es cualquier cosa, menos normal. No habrá ninguna reunión debido a la COVID-19, e incluso si la hubiera, no tendríamos mucho que celebrar. Las Naciones Unidas han quedado muy lejos de cumplir sus metas de «mantener la paz y la seguridad internacional», «desarrollar relaciones amistosas entre los países» y «lograr la cooperación internacional para solucionar problemas internacionales».
La pandemia nos ayuda a ilustrar el porqué: el Consejo de Seguridad de la ONU —el componente más importante de su sistema— logró en gran medida tornarse irrelevante; China bloqueó cualquier papel significativo del órgano ejecutivo de la ONU, no vaya a ser que se la critique por la mala gestión inicial del brote y se la responsabilice por sus consecuencias. Mientras tanto, la Organización Mundial de la Salud cedió ante China al principio y se vio aún más debilitada por la decisión de Estados Unidos de abandonarla. El resultado es que las grandes potencias consiguen la ONU que quieren, no la que el mundo necesita.
Nada de esto es nuevo, durante las cuatro décadas de la Guerra Fría, la ONU se convirtió en un escenario para la rivalidad soviético-estadounidense. Que la Guerra Fría no se haya calentado (como ocurrió dos veces antes con la competencia entre las grandes potencias en el siglo XX) se debió menos a lo que tuvo lugar en la ONU que a la disuasión nuclear y a un equilibrio de poder que impulsó una cautela significativa en el comportamiento estadounidense y soviético. La principal ocasión en que la ONU intervino para mantener la paz internacional —comprometiendo una fuerza internacional para revertir la agresión de Corea del Norte contra Corea del Sur— pudo hacerlo porque la Unión Soviética la estaba boicoteando.
Había esperanzas generalizadas de que la ONU pudiera tener un papel mayor después de la Guerra Fría. El optimismo pareció estar justificado en 1990 cuando los países del mundo se unieron a través de la ONU para oponerse y, en última instancia, revertir la conquista Kuwait por Saddam Hussein.
¡Ay!, la guerra del Golfo resultó ser la excepción. La Guerra Fría recién terminaba y las relaciones entre EE. UU. y tanto China como la Unión Soviética eran relativamente buenas. Había poco aprecio por el dictador iraquí, cuya agresión violaba la norma internacional fundamental de no modificar las fronteras a través de la fuerza, y la meta de la coalición liderada por EE. UU. y consagrada por la ONU era limitada y conservadora: echar a las fuerzas iraquíes y recuperar el statu quo en Kuwait, no cambiar el régimen en Irak.
Esas condiciones no se podían repetir fácilmente. Las relaciones entre las grandes potencias se deterioraron significativamente y la ONU se tornó cada vez menos relevante. Rusia —que heredó el puesto de la Unión Soviética en el Consejo de Seguridad— evitó una acción unificada para poner fin al derramamiento de sangre en los Balcanes. La falta de apoyo internacional llevó al gobierno del presidente George W. Bush a saltarse a la ONU cuando entró en guerra con Irak en 2003. La oposición rusa evitó cualquier acción de la ONU cuando ese país anexó ilegalmente a Crimea en 2014.
La ONU tampoco logró evitar el genocidio en Ruanda en 1994. Una década más tarde, la Asamblea General, con la promesa de que nunca eso volviera a ocurrir, declaró que el mundo tenía la «responsabilidad de proteger» o intervenir cuando un gobierno fuera incapaz o no estuviera dispuesto a proteger a sus ciudadanos de la violencia a gran escala.
Esa doctrina fue, en gran medida, ignorada. El mundo se cruzó de brazos en medio de conflictos terribles que causaron cientos de miles de muertes de civiles en Siria y Yemen. El único caso en que se invocó la doctrina, en 2011 en Libia, quedó desacreditada porque la coalición liderada por la OTAN que actuaba en su nombre se excedió: quitó del poder al gobierno existente y luego se detuvo, generando un vacío de poder que sigue asolando al país.
Con todo esto no quiero sugerir que la ONU carezca de valor; constituye un espacio útil donde los gobiernos pueden hablar, ya sea para evitar o calmar una crisis. Las agencias de la ONU han promovido el desarrollo económico y social, y facilitaron acuerdos que van desde las telecomunicaciones hasta el monitoreo de instalaciones nucleares; y sus misiones de paz ayudaron a mantener el orden en muchos países.
Pero, en términos generales, la ONU nos ha desilusionado debido a las rivalidades entre las grandes potencias y la reticencia de los países miembros a ceder libertad de acción. Las propias limitaciones de la organización tampoco ayudaron: un sistema clientelista que asigna demasiada gente a puestos importantes por motivos ajenos a la competencia, la falta de rendición de cuentas y la hipocresía (como cuando los países que ignoran los derechos humanos forman parte de un organismo de la ONU que procura defenderlos).
Una reforma significativa de la ONU no es una opción realista, ya que los cambios potenciales, como alterar la composición del Consejo de Seguridad para reflejar la distribución de poder en el mundo actual, favorecerían a algunos países y pondrían a otros en desventaja. No sorprende que quienes saldrían perdiendo pueden bloquear esos cambios y lo hagan.
Mientras tanto, la Asamblea General, la más «democrática» y representativa de las estructuras de la ONU, carece de poder y es ineficaz ya que cada país tiene un voto, independientemente de su tamaño, población, riqueza o poderío militar.
Lo que convierta esto en una crisis es la gran necesidad de cooperación internacional, no solo enfrentamos el regreso de una gran rivalidad entre potencias, sino también múltiples desafíos mundiales —desde la pandemia y el cambio climático hasta la proliferación de armas nucleares y el terrorismo— para los que no hay respuestas unilaterales.
La buena noticia es que los países pueden crear alternativas —como el G7 y el G20— cuando la ONU no es suficiente. Se pueden formar coaliciones entre los países relevantes, dispuestos y capaces para actuar sobre desafíos regionales y mundiales específicos. Vemos versiones de esto en la política comercial y el control de armas, y tal vez lo presenciemos para la acción climática y la creación de normas sobre el comportamiento en el ciberespacio. Los motivos a favor del multilateralismo y la gobernanza mundial son más fuertes que nunca pero, para bien o mal, tendrán que ocurrir en gran medida fuera de la ONU.
Texto original publicado en Project Syndicate