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El colapso del “país más seguro” de Centroamérica

El uso de fuerzas irregulares para reprimir en nombre del Estado crea las condiciones para más violencia, no solo política sino también criminal.

Comencemos a hacer desde ya una recopilación de las pruebas de toda esta pesadilla que ya pronto vendrá el amanecer.

José Miguel Cruz

4 de septiembre 2018

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Por años, los migrantes centroamericanos han estado al centro de lo que varios gobiernos estadounidenses han llamado “la crisis migratoria”.  Cada año, miles de ciudadanos centroamericanos intentan cruzar la frontera entre México y los Estados Unidos. De acuerdo con el Migration Policy Institute, la mayoría de los migrantes son refugiados de Honduras, Guatemala y El Salvador, que huyen de los elevados niveles de violencia criminal y el caos social en los que están sumergidos estos países.

No obstante, solo un pequeño porcentaje de esos migrantes es originario de Nicaragua. El número de nicaragüenses que intenta cruzar la frontera estadounidense es tan minúsculo que rara vez es mencionado en los reportes periódicos de la patrulla fronteriza de los Estados Unidos.

Sin embargo, en los últimos meses, Nicaragua ha estado inmersa en el caos. Un levantamiento ciudadano en contra del régimen autoritario de Daniel Ortega y su partido el FSLN se ha convertido en un baño nacional de sangre. Al menos, 350 personas han sido asesinadas hasta la fecha, la mayoría en manos de las fuerzas progubernamentales. Esta violencia está forzando a muchos nicaragüenses a escapar de su país también.

El “país más seguro” de Centroamérica

Hasta recientemente Nicaragua había evitado los escandalosos niveles de violencia e inestabilidad política que, por muchas décadas, han agobiado a las sociedades del norte de Centroamérica. Esto, a pesar de que Nicaragua sigue siendo uno de los países más pobres de América Latina. La tasa de homicidios de este país en 2017, por ejemplo, fue de siete asesinatos por cada 100,000 habitantes, una de las más bajas de América Latina. En contraste, en el mismo año, la tasa de homicidios de El Salvador fue de 60 por cada 100,000 habitantes; mientras que la de Honduras fue de 43 por 100,000.


Por tanto, cuando los nicaragüenses migraban, usualmente lo hacían para buscar mejores oportunidades de empleo. Y en lugar de migrar hasta los Estados Unidos, los nicaragüenses se dirigen predominantemente hacia Costa Rica, el país más próspero y estable de la región. Un estimado de 500,000 nicaragüenses viven y trabajan en el vecino país del sur.

Nicaragua en llamas

Este flujo de migración muy probablemente va a cambiar—si no lo ha hecho ya. Mis años estudiando violencia en Centroamérica me llevan a pensar que las mismas condiciones que han provocado que muchos guatemaltecos, salvadoreños y hondureños huyan de sus países, están echando raíces en Nicaragua ahora.

Desde abril, el régimen de Ortega ha intentado aniquilar a un movimiento ciudadano que pide su renuncia y la de su vicepresidenta, Rosario Murillo. Las protestas estallaron el 18 de abril, luego de que el gobierno anunciase un paquete de reformas al Seguro Social, las cuales incrementarían los costos para los trabajadores y los jubilados. La policía reprimió brutalmente las protestas y los estudiantes, en respuesta, se tomaron las calles. Al cabo de pocos días, decenas de miles de nicaragüenses estaban protestando en varias ciudades y pueblos del país.

En respuesta, el régimen desplegó a la policía antidisturbios y enlistó a esbirros y grupos paramilitares financiados por el gobierno para reprimir las protestas. Hasta la fecha, y de acuerdo a Human Rights Watch, las fuerzas orteguistas han asesinado a cientos de personas y herido a más de 2,100.

Delegando la violencia estatal

En su intento por aplacar el alzamiento ciudadano, el gobierno de Ortega ha reforzado sus fuerzas policiales con grupos de simpatizantes, malhechores y escuadroneros. De acuerdo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la cual visitó al país en mayo pasado, el régimen ha delegado las tareas de represión de las protestas a grupos armados irregulares que simpatizan con el gobierno. Estos grupos, llamados paramilitares y parapolicías, y formados por seguidores del partido Sandinista, trabajan en estrecha coordinación con la policía.

La práctica de delegar las tareas de represión y violencia estatal no es una táctica novedosa. En Venezuela, el gobierno autoritario de Nicolás Maduro se ha dado también a la tarea de armar a simpatizantes y de apoyar grupos criminales dispuestos a “defender la revolución”.  Pero es en el norte de Centroamérica en donde esta práctica llevó a abusos considerables y violencia sistémica hace algunos años.

Durante las guerras civiles centroamericanas de los años ochenta, los gobiernos de El Salvador, Guatemala y, también, Honduras usaron también paramilitares, vigilantes y grupos de simpatizantes para reprimir y castigar a los disidentes.

En Guatemala, el ejército enlistó y movilizó cientos de miles de personas en las llamadas Patrullas de Autodefensa Civil (PACs), para apoyar las dictaduras militares. En El Salvador, integrantes del gobierno y de las élites económicas crearon y financiaron escuadrones de la muerte, responsables de la sangrienta represión en contra de cualquier persona sospechosa de estar opuesta al régimen.

Tal y como las comisiones de la verdad y justicia en ambos países documentaron y revelaron luego, muchos de estos grupos y prácticas sobrevivieron luego del fin de los conflictos políticos y se convirtieron —o se asociaron— con grupos criminales.

Hacia finales de los años noventa, los paramilitares y los escuadroneros que operaron durante las guerras civiles usaron su experiencia y sus conexiones en los gobiernos para infiltrar las nacientes instituciones civiles de seguridad. Desde ahí, muchos de ellos llevaron a cabo sus propias actividades criminales y contribuyeron a la impunidad que fomentó más criminalidad.

En general, el aumento del crimen y la violencia en el norte de Centroamérica se suele atribuir a pandillas criminales como la Mara Salvatrucha. Sin embargo, mis investigaciones sugieren que los cimientos de la ola de criminalidad que afecta la región se pusieron en los años ochenta, cuando los gobiernos centroamericanos armaron y utilizaron a sus simpatizantes civiles y a sus matones para reprimir y aterrorizar a la población.

El uso de fuerzas irregulares para reprimir en nombre del Estado crea las condiciones para más violencia, no solo política sino también criminal.

Creando las condiciones para la violencia criminal

Nicaragua había evitado ese caos, en parte, debido a las reformas institucionales que se llevaron a cabo a principios de los años noventa, luego de la derrota de los sandinistas. Los rebeldes sandinistas que derrotaron a la dictadura somocista en 1979 y desmantelaron la brutal Guardia Nacional crearon una nueva policía y un nuevo ejército, que en ese entonces resultaron estar al servicio del partido en el poder.

Luego de que los sandinistas perdieron en las elecciones presidenciales de 1990, las diversas fuerzas políticas se comprometieron a un largo y complejo proceso de reformas institucionales que, entre otras cosas, establecieron límites claros entre la policía, el ejército y los partidos políticos en Nicaragua. La policía dejó de ser utilizada como un instrumento político del Ejecutivo y se dedicó a responder, con relativo éxito, a las demandas de seguridad pública de la población. Esas reformas fortalecieron al Estado nicaragüense de manera tal que ninguna fuerza irregular o paraestatal podía sustituir o desafiar violentamente a las instituciones gubernamentales encargadas de mantener el orden.

Lamentablemente, esa separación entre la política y las fuerzas de seguridad se comenzó a diluir de forma clara cuando Daniel Ortega fue electo en 2006.

Desde la presidencia, Ortega abolió los límites para el ejercicio del poder, colocó a sus aliados en las instituciones claves de justicia y seguridad y neutralizó a sus oponentes políticos. Al hacer esto, Ortega, Murillo y el FSLN erosionaron las instituciones encargadas de proveer seguridad a la población y las reconvirtieron en un instrumento de control político.

Desmantelando al Estado nicaragüense

En el norte de Centroamérica, mientras organizaciones criminales, escuadrones de la muerte y, crecientemente, pandillas juveniles contribuían a los niveles récord de violencia, la criminalidad en Nicaragua se mantenía similar a la de Costa Rica. Pero ahora, las instituciones que habían mantenido a Nicaragua relativamente segura y estable están dedicadas a su colapso.

La evidencia sugiere que grupos de crimen organizado están operando en Nicaragua ahora también, tomando ventaja del caos que envuelve al país. Este deterioro se asemeja al experimentado por Honduras luego del golpe de estado en 2009. Allí, la inestabilidad política luego del golpe fomentó las condiciones para la connivencia entre actores estatales y el crimen organizado.

Ahora muchos jóvenes nicaragüenses están buscando cruzar hacia Costa Rica para huir de la represión paramilitar. Pero Costa Rica, que por mucho tiempo ha intentado limitar la migración nicaragüense por razones económicas, muy probablemente mantendrá sus fronteras bloqueadas.

Por tanto, es probable que muchos nicaragüenses se verán obligados a unirse a otros centroamericanos en el éxodo hacia el norte, buscando refugio en los Estados Unidos, y huyendo del que alguna vez fue el país más seguro de Centroamérica.

*Traducción libre del autor de: “Bloody uprising in Nicaragua could trigger the next Central American refugee crisis”,  artículo publicado originalmente en inglés en The Conversation.

El autor es Director de investigaciones del Centro Green de Estudios Latinoamericanos y del Caribe de la Universidad Internacional de la Florida.


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