15 de julio 2024
El Frente Sandinista iba a ganar. Pocos días antes de las elecciones de 1990, un sondeo realizado por The Washington Post/ABC otorgaba una ventaja de 16 puntos a la fórmula del comandante Daniel Ortega y Sergio Ramírez sobre Violeta Barrios de Chamorro y su compañero de campaña, Virgilio Godoy. Dionisio “Nicho” Marenco (miembro del Gabinete y cuadro importante del partido oficialista) recordaba que el mismo día de las elecciones –25 de febrero de 1990— los oficiales del Ejército Sandinista se reunieron para hacer apuestas sobre el resultado; la pregunta no era si ganarían sino por cuántos puntos de ventaja.
Para consolidar los resultados, el FSLN necesitaba ganar por un amplio margen – y dando una sensación generalizada de legitimidad, respaldada por la plena participación de la oposición, y avalada por miles de periodistas y observadores electorales extranjeros. Los dirigentes sandinistas consideraban que una victoria clara les otorgaría finalmente la estabilidad y legitimidad a nivel interno que requerían para gobernar de manera efectiva. La política exterior de los EE.UU. seguiría representando una amenaza al gobierno, pero seguramente las elecciones constituirían un punto de inflexión en la relación entre ambos países. Mientras los nicaragüenses llenaban las mesas de votación, Daniel Ortega –en un gesto de buena voluntad– invitó al Presidente de los EE.UU., George H.W. Bush, a asistir a su ceremonia de investidura.
Pero con el paso de las horas tal invitación prematura debe haber preocupado a Ortega. En la noche los altos mandos del FSLN fueron convocados a la oficina del comandante Humberto Ortega en la Loma de Tiscapa, que había sido el bunker y residencia del ex-Presidente Anastasio Somoza Debayle. Observadores internos sugerían que Ortega y Ramírez estaban perdiendo incluso en algunos de los bastiones sandinistas; el panorama nacional era igualmente sombrío.
En vista de las cifras (la opositora UNO había captado la mayoría de los votos indecisos; Chamorro terminaría venciendo al Presidente en funciones por 55 a 41%), en la Dirección Nacional apenas si se debatió el reconocimiento de los resultados. Dado que el Frente Sandinista ya había manifestado su incapacidad para continuar la guerra, rehusarse a aceptar la derrota electoral hubiese equivalido a un “suicidio”, recuerda el comandante Luis Carrión. “Lo poco que habíamos ganado”, dijo, “lo hubiéramos perdido por completo”. En mitad de la noche, Ortega aceptó privadamente la derrota, y al amanecer del día siguiente de las elecciones hizo una concesión pública.
Inicialmente, se produjo una conmoción. “Acostado en mi hamaca,” recordaba el ministro de cultura Ernesto Cardenal, “estaba sin poder entender la voluntad de Dios”. Luego hubo una adaptación a la nueva realidad. La intervención militar estadounidense ya no era una amenaza inmediata. George H.W. Bush, quien mantenía una buena relación personal con Chamorro, se comprometió a pedir al Congreso asistencia para la reconstrucción.
Dentro de Nicaragua tuvo lugar un protocolo de transición en virtud del cual los comandantes de la Contra enterraron sus armas en una ceremonia simbólica, mientras que el Ejército Popular Sandinista se reorganizaba en las Fuerzas Armadas Nicaragüenses, quizá las primeras fuerzas armadas independientes en la historia del país. Antonio Lacayo Oyanguren –director de campaña y Jefe de Gabinete de Violeta Chamorro– describió el cambio de mando como una monumental “triple transición”: de la guerra a la paz; de un régimen de partido hegemónico a uno de democracia liberal; y de una economía estatal centralizada a una economía abierta de mercado, acorde al llamado Consenso de Washington. Pero también persistieron algunas figuras importantes. Las instituciones básicas del Estado creadas durante el período revolucionario, incluyendo la Constitución de 1987, mantuvieron su vigencia. Es importante resaltar que el jefe fundador del Ejército Popular Sandinista, Humberto Ortega, siguió al frente del Ejército (René Vivas, el comandante guerrillero a cargo de la Policía, también se mantuvo en su puesto). Y aunque la Administración Chamorro redujo drásticamente la burocracia gubernamental, privatizó empresas estatales y disminuyó en gran medida el gasto social, los acuerdos de transición legalizaron parte de la redistribución de tierras y propiedades que tuvo lugar en la década de 1980. Estas y otras concesiones, como las amnistías para mandos militares de los contras y del EPS, correspondían a la situación de estancamiento estratégico que puso fin a la guerra. En la década de 1990 e inicios del nuevo milenio, sirvieron como la base para un tenso pero sorprendentemente estable período de elecciones libres y cambios de gobierno pacíficos.
La Revolución había terminado. “La gran paradoja”, señaló Sergio Ramírez, “fue que, al fin y al cabo, el sandinismo dejó en herencia lo que no se propuso: la democracia; y no pudo heredar lo que se propuso: el fin del atraso, la pobreza y la marginación”. Cardenal ofrecía una evaluación parecida, al igual que analistas académicos que ostentaban distintos niveles de afinidad con los sandinistas.
Cuando se fundaron y hasta la década de 1980s, los movimientos revolucionarios centroamericanos tenían como principal objetivo alcanzar la justicia social. Con el cabo del tiempo, las prioridades –lo mismo que las realidades en esos países— fueron cambiando. Al momento de su derrota electoral en 1990, la cúpula del FSLN se conformaba con reivindicar la soberanía nacional ante la intervención estadounidense, constituir una democracia electoral, y quizá poner fin a los ciclos históricos de guerra y dictadura en el país. En una entrevista realizada en 2021, Humberto Ortega se refirió en los siguientes términos al “acto revolucionario” que él y sus camaradas habían provocado en 1979: “Su producto más importante fue el haber nosotros abierto, a pesar de todas las limitaciones, el cauce a la democracia”.
El legado de la revolución en Nicaragua
¿Qué legado de cambio dejó el gobierno del FSLN en Nicaragua? Tras derrocar una dictadura personalista en 1979, el Frente Sandinista gestó instituciones representativas y, en última instancia, acató el Estado de derecho. Cuando perdieron las elecciones en 1990, entregaron el poder a una antigua aliada en aquel derrocamiento, en lugar de alguien asociado con el anterior régimen de Somoza. Y más allá de la transformación institucional hacia la democracia electoral, la mayoría de los estudiosos concuerdan en que la cultura política del país cambió como resultado de la participación popular en asuntos políticos, promovida por el gobierno revolucionario. Emilio Álvarez Montalván, intelectual conservador, señaló que si algo logró la Revolución Sandinista fue la introducción, por primera vez en la historia de Nicaragua, de la “compasión por los pobres” en el discurso nacional.
En términos socioeconómicos, los sandinistas trataron de construir la igualdad a través de reformas en las áreas de tenencia de la tierra, vivienda, salud y educación, pero los efectos de sus medidas no fueron tan profundos como habían esperado. Este último aspecto sigue siendo objeto de continuos debates. En promedio, los nicaragüenses terminaron el período revolucionario más pobres de lo que eran antes (en términos de ingreso), pero muchos de ellos disfrutaban de un acceso a la sanidad (en función de la mortalidad infantil y materna, o de la prevalencia de enfermedades infecciosas, por ejemplo) y la educación (véase la tasa de alfabetización o el número de profesores por cada 100,000 habitantes) del cual antes carecían. Aunque durante la década de 1980 tanto la afiliación sindical como la propiedad de bienes se ampliaron, en la década de 1990 y posteriores las relaciones laborales y los modelos de tenencia de la tierra seguían siendo extremadamente desiguales. El gobierno revolucionario también trató de empoderar a las mujeres promulgando políticas sociales progresistas y fomentando la participación de éstas en la política, pero algunas críticas feministas consideraron que la derrota de Ortega a manos de una candidata era consecuencia, en parte, del incumplimiento del programa del FSLN para la liberación de la mujer. En otras palabras, al hacer un balance de la Revolución, todos los rubros contienen ambigüedades.
¿Por qué el gobierno revolucionario perdió el apoyo popular en el transcurso de la década de 1980? Lo mismo que al indagar sobre el historial sandinista, es difícil responder a esta pregunta porque no puede separarse de quién fue responsable de la violencia y la tragedia social asociadas a la guerra — el gobierno, los rebeldes opuestos a éste o los actores extranjeros (especialmente los EE.UU.). Los analistas suelen coincidir en que los votantes indecisos votaron en masa por Chamorro porque creían que su victoria pacificaría el país y estabilizaría su economía. En la medida en que las políticas estadounidenses determinaban las realidades subyacentes a la votación —el conflicto armado y el colapso económico—, Washington podría atribuirse el mérito por provocar la caída del gobierno revolucionario. Pero las decisiones de los EE.UU. no pueden explicar por sí solas lo ocurrido; los efectos buscados por la intervención norteamericana se vieron potenciados o limitados por su interacción con diversas fuerzas políticas al interior de Nicaragua y fuera del país: en América Latina, Europa y el Bloque Socialista.
Debido a la alegría y alivio inmediato que supusieron las elecciones del 90 para una élite económica tradicional previamente cuestionada por el programa del gobierno sandinista, algunos partidarios del FSLN consideraban que la transición a la democracia era simultáneamente una conquista revolucionaria, y un amargo retroceso que evocaba temores previos a 1979 de que el derrocamiento de Somoza condujera simplemente a un "somocismo sin Somoza". A la ambigüedad del resultado se sumaba el hecho de que quien derrotó a los sandinistas en 1990 con el apoyo de los EE.UU. había sido un importante personaje de la alianza anti-somocista en 1979 e integrante de la primera junta ejecutiva del gobierno revolucionario.
Durante la década de 1980, Nicaragua experimentó un fenómeno político común a muchas revoluciones: una vez vencido el antiguo régimen, la coalición insurgente empezó a desmoronarse. Tras realizar un sondeo entre los votantes meses después de la derrota electoral, un centro de investigaciones afín al FSLN (el Instituto para el Desarrollo y la Democracia, IPADE) concluyó que tanto la intervención estadounidense como una larga lista de errores políticos —incluyendo ineficaces controles de precios, enfrentamientos con instituciones cristianas, abusos por parte de los agentes de seguridad, y marginación de sectores populares no integrados formalmente en el Frente Sandinista— se combinaron para que el respaldo al gobierno revolucionario se redujese a menos de la mitad de la población. Esta evaluación a posteriori agrupaba los errores dentro de un marco más amplio: “El modelo que comenzamos a ejecutar, de orientación socialista, se contradijo en la práctica con el programa de reconstrucción y unidad nacional que permitió el derrocamiento de la dictadura somocista”.
Tras el colapso de la Revolución, no quedaba claro quiénes habían sido los vencedores y quiénes los vencidos. Como ninguno había sido derrotado militarmente, tanto los contras como los sandinistas podían atribuirse cierta forma de victoria. Pero también podían sentirse derrotados al no haber cumplido sus verdaderos objetivos. En tal sentido, Nicaragua guardaba relación –y de hecho estaba profundamente vinculada— con las convulsiones contemporáneas de la era de la Guerra Fría en Guatemala y El Salvador. Según señalaba Carlos Vilas, tras décadas de revolución y contrarrevolución era posible que todos se sintieran desencantados: ni las fuerzas de izquierda pudieron mantener el poder y construir un futuro imaginado de justicia social, ni los del otro bando pudieron resistir por completo a la reforma y aferrarse al pasado.
El final de la Guerra Fría
A nivel mundial, la derrota de la Revolución marcó el final de la era de la Guerra Fría. El Acuerdo de Paz de Esquipulas que puso fin a la guerra en Nicaragua había sido facilitado por el fin del conflicto entre las superpotencias (los Estados Unidos y la Unión Soviética, que habían respaldado respectivamente a los contras y a los sandinistas). En términos ideológicos, la trayectoria de la Revolución iba paralela al descrédito del comunismo mundial como alternativa al capitalismo liberal. En determinado momento, Mijail Gorbachov elogió a los revolucionarios nicaragüenses por no declarar el socialismo en Nicaragua.
Fue también el último resuello de la revolución armada en lo que entonces se conocía como el Tercer Mundo –un clímax histórico, como anota en sus memorias Sergio Ramírez, para toda una generación que admiró a Lumumba y Guevara, que leyó Los condenados de la tierra de Fanon, celebró la descolonización en Asia y África, protestó en 1968 y creyó que el socialismo era la clave de la modernidad y el desarrollo. Es más, en 1990 los sandinistas se convirtieron en el primer movimiento socialista del mundo que, habiendo tomado el poder mediante la lucha armada, lo entregaba pacíficamente en elecciones democráticas. Así pues, la Revolución fue un componente único en la ola de transiciones a la democracia electoral que abarcó gran parte de Asia, Europa del Este, África y casi toda América Latina a finales del siglo XX.
El colapso de la dictadura somocista el 19 de julio de 1979 había marcado la primera y única vez, desde la Revolución Cubana 20 años antes, que la izquierda armada capturó el poder en América Latina. Al igual que las revoluciones anteriores en México y Cuba, la nicaragüense contribuyó a marcar la agenda de la política hemisférica: influyó en las luchas revolucionarias-contrarrevolucionarias en el contexto de la Guerra Fría, y configuró una crisis en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina con profundas implicancias para el sistema interamericano en las décadas de 1990 y 2000. Tanto la emergencia como la caída de los sandinistas (en 1979 y 1990, respectivamente), fueron hitos significativos en la evolución de la izquierda latinoamericana contemporánea. Durante ese período, las organizaciones revolucionarias de izquierda en la región abandonaron mayormente la lucha armada y, como el FSLN, se vieron obligadas a adaptarse a la nueva realidad de la política electoral y neoliberalismo en que vivimos actualmente.
El “orteguismo”: una segunda dictadura familiar
Inmediatamente después de salir de prisión y de ser expatriada en 2023, la comandante guerrillera Dora María Téllez reflexionó en términos históricos: “Siento que la convicción democrática de la revolución sandinista no era tan profunda como la de justicia social, pero no me hubiera imaginado que evolucionaba a una dictadura del estilo de la de los Somoza”. El experimento democrático de Nicaragua, iniciado con la caída de Somoza y la celebración de las elecciones en 1984, ampliado con la Constitución de 1987 y consolidado con las elecciones de 1990, ha llegado a su fin.
Naturalmente, el surgimiento de una segunda dictadura familiar ha suscitado interrogantes sobre los legados de la Revolución Sandinista. Específicamente, los observadores han venido debatiendo si la situación política actual puede entenderse como un resultado directo del período revolucionario de la década de 1980. Algunos, como el propio presidente Daniel Ortega, hacen hincapié en las continuidades. En la mitología de la narrativa oficialista, el régimen actual está llevando a cabo una nueva fase de la revolución de 1979 que Ortega y su esposa –la vicepresidenta Rosario Murillo— lideraron en todo momento. Muchos antisandinistas de línea dura comparten el énfasis en la continuidad; pese a las obvias diferencias de contexto, trazan una línea directa entre el violento autoritarismo de Ortega y el régimen sandinista de la década de 1980, al que caracterizan como tiránico, represivo y totalitario.
Mientras tanto, otros nicaragüenses ven una ruptura con el pasado. Los dirigentes sandinistas disidentes, por ejemplo, han tendido a presentar a Ortega como un traidor que usurpó el liderazgo de la causa revolucionaria y traicionó sus valores. Para ellos, poco queda de la Revolución, y resultan más reveladoras las comparaciones con el anterior régimen de Somoza.
En los próximos años, los historiadores deberán abordar estas cuestiones sopesando continuidades y discontinuidades. Éste será probablemente un largo debate, en el cual los estudiosos ubicarán el "lugar" del orteguismo en la historia de la Revolución Nicaragüense, tal como lo hacen con el bonapartismo y el estalinismo en las revoluciones francesa y rusa, respectivamente.
Hay al menos una diferencia clara entre el pasado y el presente. Hoy, los nicaragüenses (quienes en su mayoría nacieron después de la caída de la Revolución) no están acostumbrados a verse en los titulares internacionales. La política centroamericana no destaca especialmente en el escenario internacional. Pero durante las décadas de los 70 y 80, para bien o para mal, Nicaragua fue foco de atención global. Los sandinistas y sus adversarios se hicieron famosos en todo el mundo. Esta internacionalización influyó decisivamente en el drama resultante. Y, a su vez, los nicaragüenses formaron parte —más de lo que hoy podrían reconocer, y pese al pequeño tamaño y los limitados recursos de su país— de una coyuntura crítica de temas globales sobre la cual se construyó el orden post-Guerra Fría.
*Extracto del libro The Sandinista Revolution: A Global Latin American History. © 2024 University of North Carolina Press. Fragmentos publicados con la autorización de University of North Carolina Press. Traducido por Enrique Bossio.