2 de mayo 2020
Siendo el Día del Trabajo, el boticario decidió levantarse tarde, y se dio vuelta en la cama mirando hacia la profundidad de su colchón. Era, como se lo había dicho Álvaro Cunqueiro en Tertulia de boticas y escuela de curanderos, como nadar boca abajo y divisar la eternidad inconmensurable del mar. Aquel mal del sueño, era un problema con la eternidad deseada. El boticario no dormía bien, y los curanderos pensaban que eran males de conciencia. Por eso para “Perrón de Braña”, según Cunqueiro, había que escuchar a los enfermos dormir, antes de emitir un diagnóstico apresurado. “¡Tu duermes mal!”, le dijo sabiendo que ayer también se había cumplido el octavo aniversario del fallecimiento del fundador de todo. Se trataba de “El Viejo” como le decíamos desde que nació, quien no tuvo más remedio ocho años atrás que esperar a morirse y hacer, como dicen sus seguidores, tranquilamente “su tránsito hacia la inmortalidad”.
Ambos, cada quien en su momento, según “Perrón de Braña”, estaban embrujados por la inmortalidad. “El Viejo” fue liberado por el tiempo, pero el boticario persistía en su empeño, hasta que la tarde del 30 de abril pronunció la frase que rompió el hechizo que lo sumía en un insomnio sin fin: “No hay nada eterno”. Pero ni siendo de él la comprendió. Al fin y al cabo él se sentía y era el dueño de Ninguna Parte. Ese era su pueblo y comprendía dos cosas: Que si hubiese sido el Día Internacional de los Trabajadores, él no tenía obligación alguna de siquiera despertarse, pues muy bien sabía que en Ninguna Parte el que reparte y comparte se lleva la mejor parte. Y así, desde que se tiene uso de razón y elección tras elección, compartía lo mejor de la hacienda de aquel pueblo con su familia, para no faltarle al respeto a aquel refrán de repartir y compartir, cumpliendo con su significado al pie de la letra.
“Perrón de Braña” tuvo que explicare las reglas del juego: Para aliviar de sus males a curas y mujeres, debía meterse obligado por la medicina en la cama con ellos, por estar enfermos, para enseñarles cómo debían respirar mientras vivían durmiendo, obligándolos a rezar el Padrenuestro en voz alta, cogiéndolos de la mano, y haciéndoles acompasar su respiración a la suya. Perrón era, por su propia naturaleza, un somnífero. Conocía las enfermedades de sus clientes por la voz, la que según decía tiene nueve tonos, afines al órgano afectado. Por eso es que en su terapéutica pasaba muchas horas a la cabecera de los enfermos para escucharlos dormir. También podía inducir a soñar. Sus argumentos eran irrefutables. Descubrió que el boticario hacía mucho tiempo se aplicaba una fórmula farmacéutica, que alguien en el desconocido Palacio de Ninguna Parte le suministraba sin él saberlo, para evitar morirse como “El Viejo” a la hora de hacer su tránsito a la inmortalidad. Fue así cómo una vez dormido el boticario, Perrón lo hizo soñar en la propia víspera del Día Internacional de los Trabajadores, un sueño de poder y de gloria, para dormir despierto o morir soñando según la preferencia del soñador.
Lo que soñó el boticario, en tono patético intentó decirlo ante el círculo de sus notables bocas abiertas, en aquella víspera del Día Internacional de los Trabajadores, en la que casi aboga en contratar “doblegadores de Pandemia” y “aplanadores de curvas de contagio”, en el mejor estilo de López Obrador. Este era el momento ideal para que su sordera funcionara, y si alguien pretendía interrumpirlo, el pudiera no escuchar. Ahora bien, atrás tenía una intérprete en lenguaje por señas, lo que era útil para que nadie fuera a acertar pensando que aquellos gruñidos provenían de un mudo. El coronavirus y el covid-19, a esas alturas, eran ya un producto del “capitalismo salvaje” que maltrataba y lanzaba al desempleo a los trabajadores en su Día Internacional. Yo estaba pensando que sería muy bueno que el boticario, aunque fuera en sueños, se convirtiera en un ferviente admirador de Juan Pablo II, como un primer paso de acercamiento al Cardenal Brenes y a los obispos de la Conferencia Episcopal. Además, porque fue el 1° de mayo de 1991 (también Día Internacional de los Trabajadores), cuando aquel Papa Juan Pablo II en su Centésimus annus), critica el capitalismo salvaje –como el capitalismo salvaje del propio boticario-, proclama que todo capitalismo es salvaje y ateo, y que la solución marxista (¿como la de Cuba y Venezuela?), ha fracasado. Esta discrepancia del boticario con Cuba y Venezuela, es interesante en términos ideológicos, no así religiosos como se verá en su sueño, cuando el boticario se convierte en Jesús, y a punta de latigazos (saca del templo) y recluta a fariseos y doctores de la Ley para su Asamblea Nacional. Le sale del alma su Sermón de la Montaña; una manada de camellos que por irse por veredas intentan pasar por el ojo de una aguja para irse al cielo o a lo mejor a Ninguna Parte; la empresa privada mandada al infierno o a El Chipote; y sepulcros blanqueados en tumulto en procesiones partidarias.
El boticario, consciente de estar sordo para escuchar la agonía de su pueblo, y mudo ante sus demandas, y viendo caer como moscas a los contagiados por el covid-19, le pidió a “Perrón de Braña” que lo liberara de aquel sueño que lo hacía ser todo lo contrario de lo que en realidad era, como decir Jesús. Y así fue que se sintió que era el capitalista más salvaje de Ninguna Parte. Que su sueño lo había conducido a la inmortalidad que tanto ansiaba. Que esa inmortalidad se llamaba “la no existencia”. Inútilmente intentó verse en un espejo. No había imagen visible. No había alguien que valiera la pena de ver. Nadie.