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El antimperialismo fósil

En la situación de Cuba también pesa el acomodo de la clase gobernante a un modelo dependiente del combustible de un gran aliado geopolítico

Varias personas hacen fila para comprar alimentos en un negocio en un pueblo de Mayabeque, Cuba.

Varias personas hacen fila para comprar alimentos en un negocio, el 22 de octubre de 2024, en el pueblo de Bejucal (a 26 km al sur de La Habana), provincia Mayabeque (Cuba). // Foto: EFE / Yander Zamora

Rafael Rojas

25 de octubre 2024

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Cuba atraviesa desde hace días un virtual colapso energético. Millones de familias están sin electricidad, luz y transporte. Las clases y el trabajo se han suspendido por incapacidad de funcionamiento operativo y falta de ventilación, refrigeración y preparación de alimentos. Una buena parte de las interpretaciones de la crisis, que leemos en la prensa de la izquierda latinoamericana, localiza las causas y responsabilidades en el embargo comercial que Estados Unidos aplica a la isla desde hace más de sesenta años.

Y sí, las sanciones de Estados Unidos tienen un peso enorme en la crisis cubana. Pero hay algunos antecedentes que tendrían que involucrarse en una comprensión del colapso eléctrico, si se aspira a un juicio que no sea la explotación ideológica del drama de la mayoría del pueblo de la isla.

Desde principios del siglo XXI, Cuba, entonces gobernada por Fidel Castro, optó por abandonar la producción azucarera como fuente fundamental de ingresos de la economía nacional. Bajo la presión del enorme volumen energético que se requería para mantener los ingenios funcionando, que se unió a la depreciación del azúcar en el mercado mundial, el Gobierno cubano decidió desmantelar su gran industria azucarera.

El entonces presidente de Brasil, Lula da Silva, sugirió a Cuba que, en vez de paralizarla reorientara su potencial azucarero en favor de producción de combustibles alternativos. Lula ponía como ejemplo el etanol, que puede obtenerse de la fermentación del azúcar de caña. Hace unos meses, en Guariba, Lula inauguró una planta que produce 82 millones de litros de etanol y ofrece a la industria brasileña una fuente de energía renovable.


A la propuesta de Lula, Fidel Castro respondió con una negativa que muchos entendimos como una respuesta favorable a la industria petrolera de Hugo Chávez en Venezuela y su dependencia creciente desde Cuba. En tono grandilocuente, Fidel aseguró que la creación de biocombustibles significaría la “condena a muerte por hambre y sed de tres mil millones de personas en el mundo”.

La defensa del etanol por parte de Lula molestó profundamente a Hugo Chávez y a Fidel Castro, también, porque fue defendida por el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush. Lo que Brasil y Estados Unidos estaban diciendo era que era urgente avanzar hacia un modelo menos extractivista, dependiente de la producción masiva de combustibles fósiles, como el petróleo.

Esos debates, de hace veinte años, dejan claro que la situación a la que se ha llegado en Cuba no se explica únicamente por las sanciones de Estados Unidos contra la isla, cuyo desastroso impacto en la economía, la sociedad y la política es innegable. También pesa, en la actual catástrofe, el acomodo de la clase gobernante cubana a un modelo dependiente del combustible de un gran aliado geopolítico, llámese Rusia o Venezuela, que con sus energías fósiles ayuda a la isla a resistir la voracidad del “imperialismo yanqui”.

*Este artículo se publicó originalmente en La Razón, de México.

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Rafael Rojas

Rafael Rojas

Historiador y ensayista cubano, residente en México. Es licenciado en Filosofía y doctor en Historia. Profesor e investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) de la Ciudad de México y profesor visitante en las universidades de Princeton, Yale, Columbia y Austin. Es autor de más de veinte libros sobre América Latina, México y Cuba.

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