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El antiimperialismo, enfermedad infantil del izquierdismo aislado

El furor de Ortega contra el injerencismo se olvida de Mauricio Funes, Mohamed Lashtar, Paul Oquist, y Mauricio Gelli.

La Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (Alba)

José Luis Rocha

29 de enero 2021

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Los rutilantes discursos antiimperialistas del Gobierno rojinegro casan mal con la que ha sido su práctica desde que llegó al poder. A la vuelta de la esquina está la invitación que la pareja presidencial extendió a Ralph Drollinger, el predicador evangélico del Capitolio, para participar en la celebración del 40 aniversario de la Revolución sandinista. Encaramado en la tarima, el gigantesco exjugador de basquetbol y ahora difusor del fundamentalismo bíblico, se codeó con el ala mejor remunerada de la sedicente izquierda latinoamericana y ofreció hacer de Celestino para propiciar una cita de reconciliación biconyugal entre los Pompeo y los Ortega, un encuentro a todas luces desproporcional porque la señora Pompeo jamás pretendió ejercer de vicesecretaria de Estado.

Un poco más atrás está la perniciosa y servil política de muro de contención que al orteguismo le valió los aplausos de la anterior embajadora de los Estados Unidos, indiferente a las tragedias de miles de migrantes africanos y latinoamericanos que en espera de refugio se acumularon en la frontera del lado de Costa Rica. Y hay más: están los intercambios militares y otros nexos con el Comando Sur, la colaboración con la Administración para el Control de Drogas –DEA, por sus siglas en inglés–, el apoyo de USAID a programas de seguridad, la donación de camionetas a la Policía Nacional que debieron ser devueltas cuando esa institución se quitó la careta y se reveló como Policía Orteguista… Repentinamente toda esta trayectoria fue ignorada u olvidada –no reconocida ni repudiada– porque el gobierno estadounidense se volvió malo, como ocurre en los cuentos de hadas cuando la dulce madre biológica es sustituida por una agria madrastra con intenciones homicidas. El psicólogo Bruno Bettelheim dijo que la madre y la madrastra son la misma persona que la mente infantil disocia para interpretar una conducta no siempre gratificante y acorde con su egocentrismo. Y ese apotegma psicoanalítico aplica a este caso sin restricciones.

El imperialismo estadounidense se volvió súbitamente malo cuando empezó a repartir sanciones y el Gobierno de Ortega, más súbitamente aún, enfermó de nacionalismo antiimperialista. El rechazo a Estados Unidos salpicó todos los discursos de Ortega y su aplanadora de diputados aprobó el 15 de octubre de 2020 la ley de regulación de agentes extranjeros para «preservar, promover, mantener la independencia, soberanía y autodeterminación de nuestro país».

La más reciente modalidad de este nacionalismo xenofóbico es el acoso a extranjeros que son citados repentinamente ante la Dirección General de Migración y Extranjería donde los fotografían e interrogan. Personas con treinta años de vivir en Nicaragua y que conforme a la ley debían renovar su permiso de residencia cada cinco años, ahora deben hacerlo cada tres meses. Son las nuevas disposiciones, les dicen. Con el fin de darle un barniz legitimador a estos actos de intimidación y en general a toda la reciente política de rechazo a lo foráneo, el medio oficialista El 19 Digital dio a conocer una encuesta de M&R Consultores donde el 61.6 por ciento de los entrevistados desaprueba la injerencia de países extranjeros en asuntos internos de Nicaragua y un porcentaje mayor rechaza las sanciones y la intromisión de los Estados Unidos. A propósito de estas cifras, uno de los plumíferos del régimen habló de «alto espíritu nacionalista», y dijo mejor que supo, porque su metáfora nos remite al ámbito de lo religioso. Bien dicho, porque el nacionalismo es confesional. No tengo explicación para el adjetivo «alto». La estatura de los espíritus no debe ser fácil de medir. Si las encuestas lo hacen, 62 o incluso 75 por ciento no me parece mucha altura. En El Salvador hay un espíritu bukelista bastante más elevado que nuestro nacionalismo.


El nacionalismo es un artefacto cultural que tiene múltiples usos. «El nacionalismo es la vergüenza política más cabal del siglo XX –nos dice el politólogo John Dunn-; pero también constituye la tela misma del sentimiento político moderno, la disposición política más difundida, más irreflexiva y más inmediata de todas.» Su «espíritu» encarnó en numerosas campañas independentistas y reaparece en fiestas y propaganda estatal con un ánimo celebratorio. Su rostro más tenebroso lo muestra la xenofobia, sin importar en nombre de qué se ejerza: la soberanía nacional –como en Nicaragua– o la seguridad nacional, como en Estados Unidos. La modalidad de nacionalismo que proclama el antiimperialismo ha sido la menos consistente en la historia de Latinoamérica.

Los militantes del antiimperialismo han sido una especie muy voluble. Tal vez ninguno lo es a tiempo completo. Una especie de efecto pendular los ha llevado a someterse a fuerzas imperiales alternativas. La periferia ha intentado cambiar de centro, pero no apuesta a dejar de ser periferia. En un arrebato voluntarista, varios gobiernos latinoamericanos han querido decidir en torno a qué masa orbitar, haciendo caso omiso de miles de condicionamientos, que en ocasiones –como en el caso del Gobierno del FSLN con Estados Unidos– ni siquiera intentaron modificar sustancialmente: Estados Unidos compra la mitad de nuestras exportaciones y desde sus tierras nos llegaron en 2020 remesas familiares por un valor que supera los mil setecientos millones de dólares, es decir, un valor casi equivalente al del 70 por ciento de las exportaciones. Este año recién pasado fue el primero en que el oro encabezó la lista de productos de exportación. Estados Unidos compró la totalidad de ese oro. Si se cumplen los deseos de Ortega y se desaparece el imperialismo yanqui, ¿a qué imperio le venderemos ese oro, cuya extracción el gobierno socialista del FSLN ha promovido más que ningún otro en la historia? ¿A China?

Cuando los países de la periferia capitalista han optado por otro centro, la elección –si en verdad puede llamarse así– de la contraparte imperial alternativa se ha sustentado en genuinas, fingidas o forzadas afinidades ideológicas. La intensidad de la pasión nacionalista paradójicamente se ha tornado más febril cuanto más explícito es el nexo cultivado.

Empecemos por México: Para sacudirse el yugo español, en un postrer intento después de muchas batallas perdidas, el cura Hidalgo envió a un agente con una petición de auxilio al gobierno estadounidense. Cuando finalmente México obtuvo su independencia, su primera Constitución fue en gran parte un calco de la muy republicana constitución de los Estados Unidos, salvo en su explícita prohibición de la esclavitud, para tomar distancia de la monarquía española. Pasaron los años, durante los cuales el vecino del norte dio abundantes muestras de una voraz geofagia. Sin embargo, Benito Juárez recurrió al gobierno estadounidense para sacudirse al imperialismo francés y consiguió que lo reconociera como mandatario legítimo, le otorgara refugio para su esposa e hijos, enviara más de cien mil soldados a la frontera como medida de amedrentamiento y abriera un frente de presiones diplomáticas en París. Curiosamente a Porfirio Díaz, uno de los generales de Juárez y después presidente de México por siete períodos, se le atribuye la frase: «Pobre México. Tan lejos de Dios, tan cerca de Estados Unidos». Podría haber dicho: «Tan lejos de España…»

Bajemos a Argentina: Juan Domingo Perón intentó formar en Latinoamérica un bloque favorable a Hitler para debilitar a los yanquis y liberarse de una vez por todas del yugo del Destino manifiesto. Los aliados derrotaron al Tercer Reich antes de que Perón alcanzara el éxito, pero entonces modificó su estrategia sin cambiar el objetivo: fortalecer a su país con tecnología alemana. Deslumbrado por el fascismo desde sus días como agregado militar en la Italia de Mussolini, decidió montarse sobre la ola de una supuesta fuga de cerebros que no era más que una estampida de criminales y terminó haciendo de Argentina un santuario de nazis y fascistas italianos.

Naveguemos hasta Cuba: Fidel Castro lanzó a «su» isla en los brazos de la URSS para emanciparse del imperio vecino. El precio por librarse del águila fue un sometimiento absoluto a la hoz y el martillo. Ningún país latinoamericano en el siglo XX ha conocido un vasallaje tan absoluto hacia una potencia imperial como la que Cuba experimentó por voluntad de Castro. La oposición a ese sometimiento fue cobrada en vidas y cárcel de muchos valientes.

Parece que a la periferia le es permitido cambiar de yugo, pero nunca emanciparse de todo yugo. Todos esos experimentos de nacionalismos han sido fatales y no solo por culpa de los nacionalistas que los emprendieron. Un autor tan poco antiimperialista y tan distante del comunismo a la cubana como es Mario Vargas Llosa, afirma en su novela Tiempos recios que «otra hubiera podido ser la historia de Cuba si Estados Unidos aceptaba la modernización y democratización de Guatemala que intentaron Arévalo y Árbenz.»

Ortega ha buscado otros yugos. A imagen y semejanza del equipamiento con fusiles Mauser y cañones Krupp del ejército peronista, los militares de Ortega compran AKs-47 y tanques de la Federación Rusa. Nuestro comercio con ese socio ha ido creciendo, pero no es demanda para ninguno de nuestros veinte productos más importantes. Más peso tiene China porque adquiere el 0.1 por ciento de nuestro café y porque de ahí salió el millonario al que Ortega le cedió el país para la construcción de un canal interoceánico, según la aún vigente ley no.800. Ante la imposibilidad de medir espíritus, sabemos que el canal iba –va, porfía el Gobierno- a tener una extensión de 278 kilómetros de largo. Esa es la estatura que tiene el espíritu del filoimperialismo prochino.

El corazón es un músculo muy flexible, dice Woody Allen en uno de sus filmes. El nacionalismo lo es más. Se estira y encoge: su cacería se ensaña en ciertos aliens y deja a otros fuera de su radar. De otro modo no se explica que la ley de regulación de agentes extranjeros y su furor contra el injerencismo se olvide que el expresidente de El Salvador y ahora prófugo de la justicia Mauricio Funes –nacionalizado in extremis en septiembre de 2020– ejerce injerencismo desde su puesto en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Nicaragua, que el gringo y sancionado Paul Oquist ostenta en todos los documentos oficiales el desopilante título de Secretario Privado para Políticas Públicas de Nicaragua –podría ser también archipámpano de las Indias–,  que el italiano Mauricio Gelli es el embajador de Ortega en Canadá, que el libio Mohamed Lashtar es el embajador en Kuwait y Egipto… y un larguísimo etcétera de este chacuatol antiimperialista donde lo único que se saca en limpio es que la decisión de quién es agente extranjero y un peligro para la nación es potestad y oportunidad del ejercicio del poder soberano en su versión dictatorial.

El autor es investigador asociado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador y autor de Autoconvocados y conectados. Los universitarios en la revuelta de abril en Nicaragua, UCA Editores-Fondo Editorial UCA Publicaciones, Managua, 2019.


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José Luis Rocha

José Luis Rocha

Escribió en CONFIDENCIAL entre 2026-2021. Doctor en Sociología por la Philipps Universität de Marburg (Alemania). Se desempeñó como investigador asociado en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y del Instituto Brooks para la Pobreza Mundial de la Universidad de Manchester. Fue director del Servicio Jesuita para Migrantes en Nicaragua.

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