5 de agosto 2018
Lo que en un principio fue una escaramuza comercial –en la que el presidente norteamericano, Donald Trump, impuso aranceles al acero y al aluminio- parece estar transformándose aceleradamente en una guerra comercial hecha y derecha con China. Si la tregua acordada por Europa y Estados Unidos se mantiene, Estados Unidos estará peleando principalmente con China, en lugar de con el mundo (por supuesto, el conflicto comercial con Canadá y México seguirá cociéndose a fuego lento, dadas las demandas estadounidenses que ninguno de los dos países puede o debe aceptar).
Más allá de la afirmación verdadera, pero por ahora perogrullesca, de que todos saldrán perdiendo, ¿qué se puede decir sobre los posibles resultados de la guerra comercial de Trump? Primero, la macroeconomía siempre prevalece: si la inversión doméstica de Estados Unidos sigue superando a sus ahorros, tendrá que importar capital y tener un déficit comercial enorme. Peor aún, debido a los recortes impositivos implementados a fines del año pasado, el déficit fiscal de Estados Unidos está alcanzando nuevos récords –recientemente se proyectó que superará 1 billón de dólares en 2020-. Esto significa que el déficit comercial casi con certeza aumentará, más allá de cuál sea el resultado de la guerra comercial. La única manera de que esto no suceda es si Trump lleva a Estados Unidos a una recesión, en la que los ingresos decaigan tanto que la inversión y las importaciones se desplomen.
El “mejor” resultado del enfoque limitado de Trump sobre el déficit comercial con China sería una mejora de la balanza bilateral, acompañada de un incremento de igual cantidad en el déficit con algún otro país (o países). Estados Unidos podría vender más gas natural a China y comprar menos lavarropas; pero les venderá menos gas natural a otros países y le comprará lavarropas o cualquier otra cosa a Tailandia u otro país que ha evitado la ira irascible de Trump. Pero, como Estados Unidos interfirió en el mercado, pagará más por sus importaciones y recibirá menos por sus exportaciones que si ése no hubiera sido el caso. En resumen, el mejor resultado significa que Estados Unidos estará peor que hoy.
Estados Unidos tiene un problema, pero no es con China. Es en casa: Estados Unidos ha venido ahorrando demasiado poco. Trump, como tantos de sus compatriotas, es inmensamente corto de miras. Si entendiera un ápice de economía y tuviera una visión a largo plazo, habría hecho todo lo posible para aumentar los ahorros nacionales. Eso habría reducido el déficit comercial multilateral.
Existen soluciones rápidas y obvias: China podría comprar más aceite norteamericano y vendérselo a otros. Esto no implicaría ni la más mínima diferencia, más allá de, quizás, un leve incremento en los costos transaccionales. Pero Trump podría bramar que logró eliminar el déficit comercial bilateral.
En verdad, reducir significativamente el déficit comercial bilateral de una manera relevante resultará difícil. En la medida que disminuya la demanda de productos chinos, el tipo de cambio del renminbi se debilitará –aún sin ninguna intervención del gobierno-. Esto compensará en parte el efecto de los aranceles estadounidenses; al mismo tiempo, aumentará la competitividad de China con otros países –y esto será así inclusive si China no utiliza otros instrumentos en su haber, como controles salariales y de precios, o presiona fuertemente por aumentos de la productividad-. La balanza comercial general de China, al igual que la de Estados Unidos, está determinada por su macroeconomía.
Si China interviene más activamente y toma represalias de manera más agresiva, el cambio en la balanza comercial de Estados Unidos y China podría inclusive ser menor. El dolor relativo que cada uno infligirá en el otro es difícil de precisar. China tiene más control de su economía y ha buscado virar hacia un modelo de crecimiento basado en la demanda doméstica más que en la inversión y las exportaciones. Estados Unidos simplemente está ayudando a China a hacer lo que ya ha intentado hacer. Por otro lado, las acciones estadounidenses se producen en un momento en el que China intenta manejar el exceso de apalancamiento y de capacidad; al menos en algunos sectores, Estados Unidos dificultará estas tareas mucho más.
Hay algo que está claro: si el objetivo de Trump es impedir que China lleve adelante su política “Hecho en China 2025” –adoptaba en 2015 para impulsar su objetivo de 40 años de achicar la brecha de ingresos entre China y los países avanzados-, casi sin duda fracasará. Por el contrario, las acciones de Trump no harán más que fortalecer la decisión de los líderes chinos de impulsar la innovación y alcanzar la supremacía tecnológica, en tanto tomen conciencia de que no pueden depender de los demás y de que Estados Unidos es actuando de una manera hostil.
Si un país entra en guerra, comercial o de otro tipo, debería estar seguro de que hay buenos generales a cargo, con objetivos claramente definidos, una estrategia viable y un respaldo popular. Es aquí donde las diferencias entre China y Estados Unidos parecen tan grandes. Ningún país podría tener un equipo económico menos calificado que Trump y una mayoría de los norteamericanos no respaldan la guerra comercial.
El respaldo público se desvanecerá aún más en tanto los norteamericanos tomen conciencia de que pierden por partida doble con esta guerra: los empleos desaparecerán, no sólo por las medidas en represalia que tome China, sino también porque los aranceles estadounidenses harán subir el precio de las exportaciones de Estados Unidos y las tornarán menos competitivas; y los precios de los productos que compren aumentarán. Esto puede obligar a que caiga el tipo de cambio del dólar, haciendo subir la inflación aún más en Estados Unidos –dando lugar a una oposición aún mayor-. La Fed probablemente suba entonces las tasas de interés, lo que conducirá a una inversión y a un crecimiento más débiles, y a más desempleo.
Trump ya ha mostrado cómo responde cuando sus mentiras quedan expuestas o sus políticas fracasan: redobla la apuesta. China ha ofrecido en repetidas ocasiones maneras de salvar las apariencias para que Trump abandone el campo de batalla y declare la victoria. Pero él se niega a aceptarlas. Quizá se pueda encontrar esperanza en tres de sus otros rasgos: su foco en la apariencia sobre la sustancia, su imprevisibilidad y su amor por la política de “grandes hombres”. Tal vez en una reunión importante con el presidente Xi Jinping, puede declarar que el problema está resuelto, con algunos ajustes menores en los aranceles aquí y allá, y algún gesto nuevo hacia la apertura de mercado que China ya había planeado anunciar, y todos se pueden ir a casa contentos.
En este escenario, Trump habrá “resuelto”, de manera imperfecta, un problema que él mismo creó. Pero el mundo luego de su tonta guerra comercial, será diferente: más incierto, menos confiado en el régimen de derecho internacional, y con fronteras más duras. Trump ha cambiado el mundo, permanentemente, para peor. Inclusive con los mejores resultados posibles, el único ganador es Trump –con su ego sobredimensionado inflado un poco más.