10 de noviembre 2020
La elección presidencial de 2020 en EE. UU. pone en tela de juicio —de hecho, debiera despejar completamente cualquier duda al respecto— la noción popular de que el presidente Donald Trump es un lacayo del presidente ruso Vladímir Putin. Incluso si Trump pierde, su desempeño —recibió millones de votos más que en 2016— sugiere que él es el maestro de la propaganda y Putin debiera tomar nota. De hecho, la campaña de mentiras de Trump bien podría ser el nuevo modelo a través del que las democracias deterioradas (y las autocracias que se hacen pasar por democracias) eligen a sus líderes en el siglo XXI.
No se puede negar la maestría de Trump en las redes sociales, donde publica un flujo predecible de retórica semicoherente y cargada de emociones para generar dudas sobre verdades comprobadas, mientras difama a sus oponentes y se da bombo a sí mismo. Esta magia negra digital —que las plataformas líderes de redes sociales, al igual que Fox News, amplifican como corresponde en busca de beneficios— se ha convertido en el elemento central del estilo de «liderazgo» de Trump. Frente al continuo declive de su popularidad, Putin bien podría tratar de reproducirla.
Más allá de los métodos característicos de Trump de autoexaltación y subterfugios democráticos, está su inigualable uso de la propaganda para evitar absolutamente cualquier tipo de rendición de cuentas. Es cierto, difícilmente se puede tildar de novatos a los demás autócratas del mundo a la hora de manipular la opinión pública. El presidente turco Recep Tayyip Erdoğan usa hologramas para aparecer, como si fuera Alá, en múltiples mitines simultáneamente. El primer ministro indio Narendra Modi ha usado chaquetas a medida cuyas rayas son bordados con su nombre completo. Y todo el mundo ha visto las fotos orquestadas de Putin cabalgando con el torso desnudo.
Trump, sin embargo, eclipsó todos esos esfuerzos con su enfoque de la propaganda que adopta una forma contemporánea y universal de «posverdad». Aprovechó y al mismo tiempo fomentó una cultura política que está floreciendo, en la cual todos los debates, conversaciones o eventos se enmarcan recurriendo a las emociones y se desconectan completamente de la información objetiva. En este caso, no hay ningún mago tras bambalinas; Trump es un mago en el centro del escenario y a casi la mitad de los votantes estadounidenses les gusta lo que ven... o prefieren la ilusión a la realidad.
Pensemos en los exitosos esfuerzos de Trump para reducir el apoyo de los hispanos a Joe Biden. En Florida, Trump se las ingenió para hacer creer a parte de la población latina (como hizo antes con los blancos pobres) que es su única esperanza. Trump identificó las brechas entre la izquierda progresista y del centro en la coalición demócrata y se centró en la gran población de inmigrantes cubanos y venezolanos del Condado de Dade con sombrías descripciones de Biden como un caballo de Troya del «socialismo», aprovechando el profundo odio hacia los regímenes de La Habana y Caracas.
Aunque Biden de todas formas se quedó con la mayoría de los votos hispanos del Estado, Trump logró convencer a un segmento significativo de que solo él defendería la libertad cubana y venezolana. Citando la política de acercamiento a Cuba del gobierno de Obama, la campaña de Trump sugirió que Biden traicionaría a los cubano-estadounidenses recompensando a la isla paria.
En términos más amplios, Trump intensificó con maestría el enojo y el resentimiento entre la población blanca —especialmente de quienes no cuentan con un título universitario— tuiteando con frecuencia declaraciones que se asemejan mucho a incitaciones a la violencia contra los afroamericanos, los políticos demócratas y los funcionarios electorales. Su continua «revelación de pensamientos íntimos» otorgó a millones de estadounidenses una licencia para actuar según sus impulsos más racistas y extremos.
Trump también liberó a sus partidarios de la carga de considerar los hechos científicos, o incluso el pensamiento racional. Gracias al ejemplo que dio Trump, solo en Estados Unidos hay dudas acerca de la necesidad de usar tapabocas y mantener el distanciamiento social durante una pandemia. Solo en Estados Unidos tomar las precauciones necesarias para protegerse a uno mismo y a los vecinos se percibe como un signo de debilidad o «socialismo». El virus es tanto una «patraña» como una amenaza real de la cual solo China es responsable. No importa que la gestión de la pandemia por el gobierno de Trump haya sido peor que la de cualquier otro en el planeta y haya causado casi 240 000 muertes (hasta la fecha).
Por supuesto, todos los políticos tienen la tentación de culpar a otros por su fracasos. La Unión Soviética solía culpar por su obvia decadencia al corrupto deseo de sus ciudadanos de usar jeans y escuchar jazz como los americanos. En vez de solucionar sus propias falencias después de las elecciones de 2016, los demócratas prefirieron echar todas las culpas por la derrota de Hillary Clinton a Putin y la interferencia rusa en las elecciones; pero EE. UU. no destruyó a la Unión Soviética, el sistema soviético se destruyó a sí mismo, y el Kremlin no eligió Trump, los votantes estadounidenses lo hicieron.
El recuento de votos de 2020 deja completamente en claro este hecho básico. A pesar de todas las predicciones de una «ola azul# que aplastaría el reinado de corrupción, falsedad e incompetencia de Trump, los márgenes en los estados decisivos han sido ínfimos y sus secuaces republicanos en el Congreso sobrevivieron, incluso ganaron terreno en la Cámara de Representantes. Resulta que casi la mitad del público estadounidense prefiere el estilo divisorio y antidemocrático de Trump a las afirmaciones del propio Biden sobre su competencia, experiencia y decencia.
Cuando escribió sobre Estados Unidos en 1986, el filósofo lingüista Jean Baudrillard describió una suerte de «hiperrealidad» en la que el mito, el desempeño y la simulación se tornan indistinguibles del mundo real. La visión fantasiosa y nostálgica de que América «vuelva a ser grande» descansa precisamente en este tipo de colapso epistémico. Trump es el rey de la hiperrealidad posverdad: conjura un mundo en el cual sus partidarios son víctimas de diversas conspiraciones y designios malignos contra su estilo de vida, de los cuales solo Trump puede salvarlos.
Todos tenemos deseos oscuros, por supuesto, pero la mayoría nunca los llevaríamos a la práctica. Podría decirse que ese autocontrol es la característica que define a una persona civilizada, pero Trump ha convencido ahora a decenas de millones de estadounidenses para que abracen a sus demonios internos: al diablo con la verdad, la decencia y la democracia. El nihilismo se posó sobre la república y los estadounidenses son los únicos culpables.
Nina L. Khrushcheva es profesora de Asuntos Internacionales en The New School. Su último libro, escrito en colaboración con Jeffrey Tayler, es In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones [Tras las huellas de Putin: en busca del alma del imperio a través de los once husos horarios de Rusia]. Copyright: Project Syndicate, 2020.