13 de diciembre 2017
A menos de cien metros de mi casa hay una la iglesia evangélica en la que la feligresía canta con buen ritmo y acompañándose con palmas: La palabra tiene poder, tiene poder, tiene poder. Se refieren a la palabra de Jesús, pero lo dicho vale para lo humano y lo divino. Cada vez que publicamos una noticia, una entrada en Facebook, o una opinión en una publicación, estamos jugando a ser divinidades creando mundos a nuestra imagen y semejanza.
Con la palabra se fortalecen, se crean o recrean visiones del mundo, se transmiten significados o conceptos; en el caso de las relaciones entre mujeres y hombres, estos incumben el deber ser para cada quien. Por ejemplo, circulan significados que asocian virilidad con brutalidad, acción y dominación; mientras que vinculan lo femenino con sometimiento, pasividad, humildad, recato y pudor, entre otros aspectos.
Stuart Hall, ese genial teórico cultural y sociólogo jamaiquino, dice que “representar implica conectar significado y lenguaje. Cuando representamos estamos mostrando el mundo a otras personas”. Con la palabra se describe, y a partir de similitudes, se traen a la mente o a la imaginación sentidos o significados que no son la cosa en sí, pero toman el lugar de lo que se quiere representar. Por ejemplo, la foto de los años 80 que muestra a una joven mujer campesina amamantando mientras carga un fusil AK 47, representa para muchas personas la integración de las mujeres madres, esposas en la defensa de la nación. La imagen toma el lugar del nacionalismo.
Cuando un hombre mata o le pega a una mujer se activan estos significados y se termina legitimando la acción masculina brutal de un hombre contra las mujeres. Y ¿cómo ocurre esto? Ocurre porque en el procesamiento del pensamiento se decodifica la percepción visual en términos de los conceptos que ya tenés en la cabeza, éstos activan emociones, y las emociones se reflejan en hábitos que a su vez se reflejan compartimientos. De esta manera, en la comunicación se emiten comentarios que son unas “perlas” terribles como:
- Qué desgracia de mujer, se metió con un policía y le pegó, se metió con otro y la mató.
- Además era el querido, ni siquiera el oficial el que la mató.
- ¡Qué culpa del sistema! ni nada. Nadie le puso una pistola para que se metiera con él, ella escogió mal.
- ¿Por qué no lo dejó? Yo, a la primera lo dejo.
- ¿Por qué se quedó callada y no lo dijo en su momento? (ante acoso o abuso sexual o laboral).
- ¿Cómo te enamoraste de ese imbécil?
- ¿Dónde estaba la madre?
- Se lo buscó
- Por no hacer caso a los padres, o a las madres.
- ¡Eso deja la vaguería!
Por ese mismo mecanismo de representación a través de la palabra, que despierta la emoción, y resulta en juicio, es que estas expresiones recondenan a las víctimas. Por eso ya sea como periodistas cumpliendo el deber de informar bien, o como personas emitiendo juicios es importante poner en el centro del debate el delito cometido contra la mujer.
En lugar de hacer un juicio fácil sobre la conducta de la víctima, habrá que centrarse en el delito del agresor. Por ejemplo, usar "Hombre asesina", lo que denuncia el acto cometido por el criminal, y no "Mujer muere" (no morimos, nos matan). Y no es asunto de forma, es que no es justo juzgar y hundir a la víctima. La palabra tiene poder. Al emitir ese tipo de juicios, lo que resulta es la justificación de los agresores. Ahí se salen los micromachismos.
No es “crimen provocado por celos”, es fe-mi-ci-dio. Repitamos, fe-mi-ci-dio. Y, queridos progres, aunque los descalificativos malagradecida, intolerante, y feminazi les brinquen en la punta de la lengua, no los dejen salir. Ayuden, que nos están matando y no puede haber una sociedad democrática basada en la opresión de las mujeres y la violencia. La palabra tiene poder, no dejemos que estas perlas se escapen de la preciosa concha de sus cerebros.