15 de mayo 2018
Cada día que pasa hay nuevos asesinados y heridos, y contra ello nace una nueva oración de ira sagrada cada día, mientras el diálogo solo asoma su máscara demagógica ante las demandas populares de justicia, cese a la represión, urgentes cambios democráticos y de renovación de las jefaturas del poder político y su orientación de la economía hacia bolsillos privilegiados y deshonestos.
Las causas son más que obvias. Y el grito de una voz anónima entre la multitud, frente al Policía-deportista Julio Sánchez, señaló una causa más: “Daniel olvidó la historia, y el que olvida la historia… ¡está condenado!”. Sánchez calló, pues ¿qué iba a decir?
Todo se traduce en que, por sanidad pública e histórica, Daniel debe dejar el poder lo más pronto posible. Ante tantas muertes, ya no caben las digresiones vacías y las rogativas a Dios por la paz mientras hacen la guerra y quieren lograr la estabilidad matando a quienes enarbolan la verdad. Es lo que hace también la vicepresidenta, quien con ojos y oídos cerrados a la hora de los disparos, invoca a Dios y a la paz en vano. Un escarnio a la memoria de los asesinados y al dolor de sus familiares.
Como nada viene solo y sin causa, la crisis política que vive Nicaragua está haciendo morir esquemas políticos y poniendo en ridículo el uso mecánico de las frases hechas. Desde la izquierda, se margina el método marxista de análisis de nuestra realidad y, con ello, se emparejan objetivamente con los enemigos de las causas de los pueblos. Quienes, desde izquierda, no alcanzan a ver en Nicaragua más allá del magro y anquilosado discurso de Daniel Ortega y del mesiánico, alucinado y pseudo místico discurso de su mujer, hermanan con quienes desde la derecha reciclan viejos esquemas anticomunistas.
Cierta izquierda tiene una óptica ilusoria de nuestro país, por ello falsa, y repiten que aquí existe un estado socialista. Lo pregona el orteguismo con descaro: “Nicaragua, socialista, cristiana y solidaria”. ¿Será difícil desnudar esa falsedad? No, si se fundamentaran en el examen de la realidad, pero imposible cuando echan a un lado el análisis marxista, o la simple objetividad de los hechos. Es curioso (lo menos que se puede decir) que dirigentes de los gobiernos de Cuba, Venezuela, Bolivia y otros se solidaricen con Ortega y su revolución “socialista”, en coincidencia contra natura con el vicepresidente de Donald Trump, Mike Pence, quien el 07/05/18 en la OEA, dijo: “En Nicaragua, cientos de miles de personas tomaron las calles para exigir reformas a su estado socialista” (¿?).
Es sorprendente el hecho de que, aun con intereses políticos opuestos, gobernantes capitalistas y revolucionarios mientan por igual sobre el mismo caso. Nicaragua nunca ha sido, menos ahora, un país socialista. Y para comprobarlo, no hay que recurrir a esquemas políticos ni filosóficos, sino a los hechos: en nuestro país, no hay socialismo, sino el sistema de la propiedad privada sobre los medios de producción más importantes, comenzando por la tierra, y sus relaciones sociales son contradictorias por las profundas desigualdades económicas que generan.
Esta realidad no cambia, por lo que digan los oportunistas en el poder. Aquí se ha privatizado empresas del Estado –de comunicaciones y del servicio eléctrico, por ejemplo—; se desarrollan medidas neoliberales conforme orienta el FMI (como la reforma al Seguro Social que hizo estallar el actual incendio social y político). La exoneraciones de impuestos al gran capital y de las zonas francas donde las fábricas golondrinas explotan a cientos de miles trabajadores de ambos sexos, son políticas de las cuales Daniel Ortega se enorgullece. Así lo confesó él en la segunda de las únicas tres apariciones en público que tuvo a mediados de abril, a raíz de haber causado la muerte de los primeros.
Las consecuencias principales de la estructura económica y social capitalista vigente, son harto conocidas: enriquecimiento y pobreza en los polos sociales extremos; en el Estado no funcionan los poderes de modo independiente, sino monopolizados por dos personas desde el Ejecutivo; la Constitución Política se reforma o se omite según el interés personal de Ortega, procesos electorales amañados, enriquecimiento familiar y elitista con negocios hechos a la sombra del Estado. Todo eso, son prácticas normales de este gobierno. La represión mortal contra la juventud, es más que una expresión de crueldad y ceguera política por conservar el poder: es también el amor y el temor enfermizos y desesperados que la cúpula orteguista tiene por los bienes materiales que ha venido acumulando ilegalmente durante más de once años. Es como la pasión del avaro financiero por los intereses acumulados contra la ley, sobre la base de la usura y la falta de ética.
Estas son partes de las causas que han hecho implosión en abril pasado de forma espontánea, pero solo en apariencia y en el sentido de no haber sido organizada ni planificada por ninguna fuerza política de izquierda, centro o derecha. Al respecto, otra visión mecánica, es la que ve a la derecha como autora de la insurrección popular. Ese es un mérito que la derecha no se ha ganado, porque no tiene la fortaleza orgánica ni la maestría ideológica de las derechas sudamericanas. Ante estas derechas, la derecha local aparece provinciana y, por conservadora y pro yanqui, sus partidos carecen de la influencia política que Ortega (aun sabiéndolo) le atribuye para conducir este movimiento popular.
Las masas sublevadas y encabezada por el estudiantado, están superando la desorganización inicial, y les sobra una elevada moral combativa, altos valores éticos, la claridad de sus objetivos, el espíritu de sacrificio y la honestidad de lo mejor y más sano de nuestra sociedad: la juventud estudiantil y trabajadora. ¿O no “sabían” que la mayoría trabaja y estudia, y procede de hogares pobres y medios, y que con ellos hacen causa común estudiantes de todos los orígenes sociales?
Ese hecho hace resaltar otra diferencia entre la juventud de los años setenta con la actual juventud: aquella moría combatiendo con armas en la mano frente a la dictadura somocista, la juventud de ahora está sacrificándose en una lucha desigual, carentes de armas de fuego. Apoyarla para salvarla y para salvarnos, es el deber que otras generaciones de nicaragüenses patriotas están cumpliendo, como ya lo hizo frente a la anterior dictadura.