28 de abril 2018
La matanza perpetrada por las fuerzas paramilitares al servicio del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo y tropas antimotines de la Policía Nacional, ha provocado el peor baño de sangre de la historia de Nicaragua en los años de post guerra. Desde que terminaron los combates en la guerra entre el Ejército Popular Sandinista y la Contra en 1990, nunca se había producido una pérdida de vidas humanas semejante, en solamente una semana, como resultado de una acción de la cual es directamente responsable el Estado que, en nuestro caso, es el sistema Estado-Partido-Familia.
El horror y estupor que ha causado la muerte de 38 personas a causa de la represión --la mayoría jóvenes estudiantes-- solo es comparable con la masacre ejecutada por la dictadura de Somoza contra la población civil el 22 de enero de 1967. Igual que en esa ocasión, en que nunca se pudo determinar la cantidad exacta de las víctimas, ahora está pendiente una investigación exhaustiva para establecer la verdad, en hospitales, morgues, y el Instituto de Medicina Legal, en los que el régimen ha impuesto el control y la bota del secretismo.
En un régimen democrático, no haría falta esperar el conteo definitivo de las muertes, para reconocer la gravedad de esta masacre y establecer de inmediato las responsabilidades de los culpables, para que sean sometidos a la justicia. En una dictadura, en cambio, el manual le ha orientado a Ortega activar el sistema de encubrimiento e impunidad, para que cómo en la historia de El Gatopardo “todo cambie, para que todo siga igual”.
Desde que se produjeron los primeros tres muertos, entre ellos un policía, el pasado 19 de abril durante el segundo día de la protesta, Ortega como Jefe Supremo de la Policía Nacional, debió haber cesado la represión, ordenando la suspensión de los policías involucrados para someterlos a una investigación. Pero el gobernante ausente y su omnipresente vicepresidente, no solamente intentaron descalificar la protesta llamando a los jóvenes estudiantes “grupos minúsculos”, “vampiros chupasangre”, y “pandilleros”, sino que ordenaron arreciar la represión hasta provocar una verdadera masacre. Solo así se explica la irracionalidad en el uso excesivo de la fuerza policial y paramilitar para sofocar una protesta social, que Ortega advirtió como una amenaza política al monopolio que ejercía sobre el control de las calles.
Durante más de una década, la Policía Nacional ha sido una institución sometida la instrumentalización política partidaria de Ortega, con la complicidad de los jefes policiales Aminta Granera, Róger Ramírez, y Francisco Díaz. Ellos han sido, en diferentes etapas del régimen, corresponsables de los actos delincuenciales en que se vio involucrada la Policía, la represión, y las torturas. Diseñaron una institución sin autoridad ni jefe institucional, para que fuera teledirigida desde El Carmen por Ortega y Murillo, hasta que desembocó en la matanza. En consecuencia, no solamente todos los altos jefes de la Policía deben ser separados de sus cargos y sometidos a una investigación, sino también sus máximos responsables Ortega y Murillo. El presidente y su esposa vicepresidenta tienen las manos manchadas de sangre, y si antes estaban cuestionados en su legitimidad constitucional, ahora también están moralmente inhabilitados para gobernar. Este es el punto medular del Diálogo Nacional al que ha convocado el Gobierno con la mediación de los obispos de la Conferencia Episcopal. No existe ninguna separación entre el clamor nacional de verdad, justicia y castigo a los culpables de la masacre, y la salida inmediata del poder de Ortega y Murillo. Ambos representan las dos caras de la moneda del mismo problema nacional, el nudo de la crisis de desgobierno que hay que desatar para dar paso a una reforma política que permita convocar a elecciones anticipadas, con plenas garantías para todos.
¿Cómo establecer la verdad y la justicia, bajo una dictadura que se burla de la sangre de los caídos al ofrecer un remedo de investigación a cargo de su Fiscalía y su Parlamento? Nicaragua urge una Comisión de la Verdad independiente, liderada por la CIDH-OEA para esclarecer los crímenes causados por la represión, identificar a los responsables y someterlos a la justicia. En septiembre de 1978, después del genocidio perpetrado por la Guardia Nacional contra la población civil, Somoza aceptó la visita de la CIDH de la OEA para investigar y documentar las violaciones a los derechos humanos. Ortega tampoco puede rehusarse a aceptar la visita de la CIDH, si los Gobiernos del continente demandan la aplicación de los mecanismos contemplados en la Carta Democrática.
La salida de la dictadura por la vía pacífica solo será posible si a la par del diálogo nacional se mantiene el estado de movilización que ha liderado el movimiento estudiantil autoconvocado. Pero se necesita también el concurso de las fuerzas económicas empresariales, de los sandinistas que aspiran a reformar al partido FSLN secuestrado por el orteguismo, y la presión de la comunidad internacional. Después del dolor de la matanza, está naciendo una esperanza de unidad para honrar la deuda del país con el legado de mi padre, asesinado hace 40 años, para que Nicaragua vuelva a ser República. Ese también debe ser nuestro homenaje con la memoria de todos los que han muerto bajo la nueva dictadura.