4 de septiembre 2024
La lectura cruzada de panfleto “Alianza de Asociación” con la nueva oleada de cancelaciones de las organizaciones sin fines de lucro tiene un mensaje de fondo sobre las relaciones Estado-sociedad civil que receta la dictadura orteguista: propone retornar al viejo corporativismo, el sistema de representación de intereses de los ochenta en el que predominaron las organizaciones sectoriales verticales. Para hacerlo posible, antes necesitaban arrasar con cualquier vestigio de la acción colectiva que brotó de manera autónoma después de 1990.
Según la teoría de la acción colectiva, esta implica al menos tres condiciones: un grupo de personas con intereses u objetivos comunes; la posibilidad de que cada una de ellas decida libremente participar o no en la acción; y que el beneficio de los resultados de la misma vaya más allá del grupo que la ha impulsado. Es decir: voluntad asociativa, libertad de elección y solidaridad.
Estos elementos se encontraban presentes en buena parte -si no en la mayoría- de las más de 5,000 organizaciones sociales a las que el orteguismo ha cancelado su personalidad jurídica desde 2018 y, de paso, confiscado sus bienes materiales y saqueado sus cuentas bancarias. Sin embargo, la motivación política de esta razzia ha sido menos evidente pero ha quedado al descubierto por el ordeno de la Alianza de Asociación. Lo que se pretende es arrancar de raíz cualquier forma de autoorganización del tamaño que sea, cualquier forma embrionaria de acción colectiva que nombre, diagnostique, gestione o reivindique un problema social que contienda o pueda contender con el régimen, al margen de las organizaciones oficiales o sindicatos blancos, o sea el viejo corporativismo también conocido como corporatismo.
Y como decir acción colectiva también es decir sociedad civil, es fácil rastrear el odio hacia cualquier expresión organizada de la sociedad de parte del régimen. Desde su regreso al poder en 2007, la regente del orteguismo desató una feroz campaña en contra de las organizaciones y los movimientos que habían florecido a partir de 1990. Imposible olvidar que a estos ataques también se sumaran connotados ex ideólogos de la sociedad civil que con el retorno de Ortega plegaron velas y prefirieron verter su virulencia en las cloacas del oficialismo. Fue el efecto de las expectativas frustradas: el orteguismo y sus voceros creyeron que como la mayor parte de las nuevas organizaciones sociales, en especial las ONG, estaba compuesta por personas de origen sandinista o de izquierdas, estas volverían al redil para aceptar mansamente las órdenes del líder renacido y su sacerdotisa. Pero no fue así, lo que obtuvieron fue una contestación rotunda hacia las primeras medidas con que inauguró su andadura el ortegato.
La realidad indicaba que entre 1990 y 2003 en el MIGOB estaban inscritas más de 3000 con sus personalidades jurídicas, correspondientes a un amplio abanico de tipologías, que por obligación de la Ley 147, sobre Personas Jurídicas sin Fines de Lucro, tenían que inscribirse como oenegé aunque en rigor no correspondieran a tal categoría. De aquel universo, aproximadamente el 84.0% tenía como línea de trabajo la incidencia política, el 50.0% prestaba algún tipo de servicios sociales, igual porcentaje practicaba la extensión comunitaria y cerca del 37.0% realizaba capacitaciones en el área de construcción de ciudadanía referida a las normas que regulaban el ámbito municipal. En cuanto a la gobernanza interna, la mayoría de las organizaciones contaban con sus órganos de control interno, realizaban asambleas periódicas para aprobar sus estrategias de trabajo y para elegir sus juntas directivas. Es decir, habían avanzado en su autonomía política, aunque el formato predominante de oenegé generaba una fuerte dependencia financiera de la cooperación internacional.
Ante escenario, era impensable que no se crearan puntos de fricción (en lo financiero, en la intermediación de intereses sociales y en la movilización política) entre un régimen autoritario en ciernes y una sociedad civil que había ido ganando músculo en los años precedentes. Su implantación territorial y social, así como la experiencia acumulada en distintas formas de acción colectiva no pudieron ser contrarrestadas por los nuevos engendros del verticalismo, llámense CPC o gabinetes de familia.
Las arremetidas contra la sociedad civil desde 2007 finalmente derivaron en una guerra abierta a finales de 2018 no por el estallido de abril, sino por las secuelas de paranoia que dejaron las protestas en la dictadura. Sin nadie en particular a quién imputar los orígenes de la rebelión, el régimen decidió actuar oportunistamente en contra de sus viejos enemigos: las organizaciones de la sociedad.
El horizonte no puede ser más negro: el exterminio o la sumisión. Los números indican que de las 7227 organizaciones no gubernamentales que había en 2018, han sido ilegalizadas 5158. Esto quiere decir que todavía quedan en pie aproximadamente 2000. Pero ninguna de estas puede estar segura de que cualquier día, por el capricho que sea, no les recibirán los informes en el Ministerio, les caerá la guillotina y pasarán a engrosar la lista negra.
La otra opción es someterse al modelo de Alianza de Asociación y pasar de organismos no gubernamentales a convertirse en agentes paraestatales, y entregar los últimos restos de autonomía aceptando que el régimen decida qué temas o proyectos trabajar, dónde trabajar y a quiénes contratar. El paso siguiente será el nombramiento de las juntas directivas “por orientaciones de arriba” y, por qué no, colocar en las oficinas un altar para glorificar al comandante y a la mil veces fiel compañera.
Entonces se habrá consumado el retorno a los aparatos de masas del viejo corporativismo, al corporatismo de Estado (Schmitter) con sus estructuras verticales y excluyentes de representación de intereses. Sin embargo, como ha ocurrido en el pasado dentro y fuera de Nicaragua, una cosa serán los arreglos institucionales del régimen, y otra muy diferente las dinámicas comunitarias que se moverán como lo han hecho siempre para salir al paso de sus necesidades, agrupándose en la modalidad que mejor les convenga. Incluso bajo un régimen tan arbitrario como el orteguismo, nadie necesita permiso para organizarse, desde una kermese hasta un comité para obras comunitarias. Incluso se puede recurrir a la figura de las asociaciones de pobladores que todavía están establecidas bajo el capítulo IV de la Ley de Participación Ciudadana.
Recientes estudios en el ámbito municipal revelan que no por mucho arrasar el campo de la sociedad civil se ha exterminado el germen de la acción colectiva. Hay memoria, hay voluntad asociativa, hay destreza y hay experticia social, y a esto le teme la tiranía. La disposición a encontrar salidas a los problemas de la comunidad apunta a un futuro mejor y es más fuerte que las imposiciones burocráticas de un régimen anclado en el pasado.