18 de agosto 2022
El Chipote es hoy uno de los lugares más emblemáticos de Nicaragua. Allí van a dar para ser torturados disidentes, defensores de derechos humanos, jóvenes inconformes e incluso viejas glorias de la revolución que se han atrevido a levantar su voz contra el ominoso régimen de Daniel Ortega-Rosario Murillo.
Los casi 200 presos políticos, los 355 asesinados documentados por fuerzas policiales y paramilitares y los más de 200 000 exiliados son apenas una muestra de lo que está sucediendo en ese país, lo que se suma al acoso y la persecución a la prensa –incluyendo al escritor Sergio Ramírez, uno de nuestros columnistas–, a las artes, a las organizaciones no gubernamentales y ahora a la Iglesia católica, que tiene a uno de sus obispos, Rolando Álvarez, confinado en su diócesis, a varias parroquias cerradas celebrando misa en la calle, y a las hermanas misioneras de la Caridad huyendo a pie hacia Costa Rica.
La razón es que para Murillo, primera dama, vicepresidenta y portavoz del Gobierno, las críticas de los obispos son “delito” y un “pecado de lesa espiritualidad”. El dúo presidencial ya controla prácticamente la totalidad de las vidas de los nicaragüenses en un vertiginoso proceso que se aceleró tras las protestas de 2018 que dejaron 355 muertos, y las presidenciales de 2021, en las que Ortega encarceló a siete de sus rivales.
Por todo esto y más resulta incomprensible y desafortunada la ausencia de Colombia en la sesión extraordinaria de la Organización de Estados Americanos en la que se aprobó una resolución de condena al régimen de Managua por el “hostigamiento” a la Iglesia católica, la persecución a la prensa y a las ONG y que, además, exigió la liberación de los presos políticos. El texto contó con la aprobación de 27 países de los 34 miembros activos, uno en contra (San Vicente y las Granadinas) y cuatro abstenciones (Bolivia, El Salvador, Honduras y México). Obviamente, además de Colombia, Nicaragua también se ausentó.
Ante lo sucedido, y dada la gravedad del tema, es oportuno esperar las claras y necesarias explicaciones de la Cancillería colombiana sobre el episodio en la OEA y una declaración sin ambigüedades sobre cuál será la posición de Bogotá respecto a lo que sucede en el país centroamericano. En el momento de escribir estas líneas, solo el designado embajador ante la OEA, Luis Ernesto Vargas, se había pronunciado: “Nos culpan como funcionarios sin que aún lo seamos”, trinó en alusión a que no ha sido nombrado ni ha presentado documentos. En efecto, el anterior embajador, Alejandro Ordóñez, dimitió antes del cambio de administración, lo que no justifica que el país no tenga representación o que se ausente de citas tan importantes para la defensa de los derechos humanos.
Es cierto que con la asunción de Gustavo Petro Colombia cambió el tono diplomático frente a Venezuela y Nicaragua en aras de retomar unas relaciones históricamente convulsas, marcadas, en este último caso, por el diferendo en la delimitación en aguas del Caribe. Lo que no significa, de manera alguna, mirar para otro lado ante la brutalidad de lo que sucede con los nicaragüenses. Hacer silencio es sentar un inquietante precedente para nuestra diplomacia. En esto, Colombia no puede estar del lado equivocado de la historia.
Editorial del diario colombiano El Tiempo