25 de junio 2022
Los recientes procesos judiciales contra el artista visual Luis Manuel Otero Alcántara y el rapero Maykel Castillo Pérez, en La Habana, son un autorretrato del régimen cubano. Todo puede leerse ahí: los límites a la libertad de asociación y expresión, la captura ideológica del Estado de derecho, el uso de la represión con fines de seguridad nacional y presión internacional, el racismo y la exclusión como prácticas cotidianas.
Los juicios se producen cuando ambos artistas cumplen casi un año recluidos, sin garantías mínimas de debido proceso. Desde los meses que precedieron a sus arrestos, en 2021, los medios oficiales y las redes sociales de funcionarios y propagandistas del gobierno cubano los han presentado, no como artistas, sino como delincuentes, contrarrevolucionarios, traidores y apátridas.
Otero y Castillo son miembros del Movimiento San Isidro, comunidad de artistas y activistas, en un barrio pobre de La Habana, destacada en la resistencia pacífica contra limitaciones a derechos civiles y políticos que, por medio de una serie de decretos (349, 371, Ley de Símbolos Nacionales), se han implementado en Cuba. Ellos mismos, con su arte, su poesía y su música oficialmente negadas, personifican la discrecionalidad y el absurdo de esos límites.
Durante años, Otero y Castillo han sido presentados, en la esfera pública oficial cubana, no sólo como delincuentes sino como agentes del imperialismo, es decir, como activistas financiados y dirigidos por Estados Unidos. Sin embargo, en los juicios en su contra no se presentó prueba alguna de ese vínculo y, de hecho, no se les levantó cargos por traición a la patria.
A pesar de que el Estado los asume como enemigos, los delitos que les imputa son comunes: atentado, desacato, desorden público, ultraje de símbolos patrios, difamación de instituciones y autoridades del gobierno. Los dos últimos, que en el caso de Otero aluden a su serie de performances Drapeau (2019), con la bandera cubana, y en el de Castillo a críticas en redes sociales al presidente y el primer ministro por la falta de medicinas en la pandemia, son los que más se acercan a delitos políticos, pero tampoco lo son en sentido estricto.
La criminalización mediática, que en cualquier proceso judicial con un mínimo de garantías, sería un atenuante, en Cuba forma parte de los usos y costumbres de la ideología de Estado. Una criminalización que apela, de manera cada vez más desinhibida, a resortes excluyentes como el racismo, el elitismo y la condena de la marginalidad en nombre de la “decencia”, la “identidad”, los “valores” y la “cultura”.
Como hace veinte años, cuando los arrestos y procesos contra los 75 opositores pacíficos del Movimiento Cristiano de Liberación Nacional, en la Primavera Negra, estos juicios son, a la vez, espectáculos ejemplarizantes, que buscan intimidar a la creciente juventud inconforme, que salió a las calles el 11 y el 12 de julio del año pasado. Las más de mil personas encarceladas y juzgadas por aquel estallido social, en Cuba, son una advertencia poderosa contra el derecho a la protesta.
Y como hace veinte años, estos procesos son mecanismos de presión a Estados Unidos, la Unión Europea y la comunidad internacional para que adopten la única política que tolera La Habana. Una política que no se basa, centralmente, en el levantamiento del embargo, sino en un tipo de flexibilización de sanciones, que dé acceso a créditos e inversiones al gobierno y, a la vez, excluya el tema de los derechos humanos de las agendas bilaterales.
El eje de la política exterior cubana no es el levantamiento del embargo, sino la “lucha contra el bloqueo”, que es otra cosa. Para que esa “lucha” sea posible, a nivel nacional e internacional, es necesario el “bloqueo” mismo. Una trampa que sirve de coartada a la represión y, a la vez, hace de la impunidad una maniobra de chantaje contra cualquier intento de distensión del conflicto.
*Este artículo se publicó inicialmente en La Razón