10 de julio 2024
Casi todo el mundo coincide en el desempeño del presidente estadounidense Joe Biden durante el debate con Donald Trump fue horrible y aumentó la probabilidad de que los republicanos ganen las elecciones presidenciales de noviembre. Trump mintió y despotricó, pero lo hizo con vigor, y aunque algunos de los comentarios de Biden fueron acertados, transmitió la imagen de un anciano apabullado.
Al final, es posible que esos comentarios no influyan demasiado. Como escribió Frank Luntz —un veterano de la política electoral republicana— en The New York Times: no son “los hechos ni las políticas... ni siquiera la superioridad” de uno u otro lo que importa, sino “cómo hacen que se sientan los votantes”... y no hay dudas de que los demócratas se sintieron mal después del desastroso debate.
Biden reconoció su tropiezo, pero sigue afirmando que un segundo Gobierno de Trump constituiría una amenaza existencial para la democracia estadounidense. Una democracia liberal no puede funcionar sin un Poder Judicial independiente, libertad de prensa y una burocracia gubernamental apartidaria, y Biden cree en esos pilares democráticos clave; Trump, por su parte, planea llenar al funcionariado con sus partidarios, pretende usar al Poder Judicial y el Departamento de Justicia como herramientas políticas contra sus enemigos, odia a la prensa y coquetea con la violencia de la turba.
Entonces, si la amenaza que Trump implica contra la democracia es real —y creo que lo es—, los estadounidenses a quienes les importa su sistema de gobierno seguramente preferirían a un temblequeante anciano demócrata antes que a un agitador autoritario. Incluso si Biden se bajara de la campaña, el peligro de un segundo y destructivo Gobierno de Trump seguiría presente con la misma intensidad.
Es posible que muchos, especialmente quienes se sienten atraídos por la demagogia trumpista, consideren que la democracia ya está, de todos modos, agotada, y es un sistema corrupto gobernado por élites egoístas que solo fingen preocuparse por la gente común. Son sentimientos extendidos entre los blancos de mediana edad que asisten a los mítines de Trump con gorras rojas del movimiento “Que América vuelva a ser grande” (MAGA, por su sigla en inglés); pero también hay negros y latinos, al igual que algunos votantes jóvenes desafectos, con opiniones similares. Sienten que los demócratas, que incumplieron sus promesas, los traicionaron.
Pero una encuesta reciente a los votantes en los estados clave sugiere que a los estadounidenses, de hecho, sí les importa la democracia: el 61 % cree que las amenazas contra la democracia del país son extremadamente importantes. Lo sorprendente es que el 44 % de esos votantes piensa que Trump lidiará mejor con ellas (el 33 % confía más en Biden).
Esto nos lleva a preguntarnos qué es la democracia para la gente. En una democracia liberal con buen funcionamiento, los votantes eligen a políticos que representan sus intereses. Los ganadores tienen derecho a gobernar, pero no a dar órdenes desde lo alto; eso significa que los líderes políticos deben considerar el bienestar de quienes votaron por los partidos perdedores, o quienes no votaron en absoluto, y solucionar la contraposición de intereses con debates y negociaciones. Biden es de la vieja escuela: aún cree en la negociación y está dispuesto a darle una palmada en la espalda al disidente, susurrar en los oídos adecuados... y hasta torcerle el brazo a quien sea necesario para lograr algún tipo de acuerdo.
Para quienes tienen otra idea de la democracia, esta puede parecer la forma en que habitualmente actúan las élites corruptas: sienten que no los escuchan, que los líderes políticos no son capaces de tomar decisiones, que se incumplen las promesas y que el cambio radical es imposible. Quieren una “democracia directa” en la que un líder fuerte, libre de los obstáculos que implican los congresistas egoístas, represente al pueblo.
El fascismo es un ejemplo de democracia directa, el “decisionismo”: el líder decide, fue la frase utilizada en la Alemania nazi y la Italia de Mussolini. Se consideraba democrático porque el líder es el representante directo y único del pueblo; está, de manera muy real, por encima de la ley. Carl Schmitt, el jurista alemán que justificó este tipo de Gobierno, escribió sobre Hitler que el führer “crea la ley en virtud de su liderazgo y condición de juez supremo”.
El comunismo, que se posicionó como enemigo implacable del fascismo, fue otra variante de la democracia directa: el partido, y especialmente su líder, era la voz del pueblo o proletariado. Tanto el fascismo como el comunismo deseaban abolir el conflicto político mediante la imposición violenta de un Estado monolítico en lugar de negociar. Los comunistas propugnaban la eliminación de los enemigos de clase para dejar solo al proletariado, mientras que los nazis buscaban una sociedad “racialmente pura”.
La mayoría de los votantes estadounidenses que creen que Trump es el mejor defensor de la democracia no son fascistas ni, mucho menos, comunistas; la propia idea los horrorizaría, pero seguramente tienen una opinión firme sobre quiénes son el verdadero pueblo estadounidense: trabajadores dedicados, temerosos de Dios... y probablemente blancos. Y los preocupa que los inmigrantes ilegales estén desplazando a ese estadounidense común y que las nuevas ideas sobre género, raza y sexualidad que surgen de las universidades de élite amenacen su estilo de vida.
Trump alienta esos miedos y exagera esas amenazas. Su discurso de que los tribunales estadounidenses no solo lo atacan a él sino a cada uno de los estadounidenses que piensa lo correcto es espantosamente eficaz. Como sus seguidores lo consideran el representante verdadero del pueblo, es el demócrata más puro... y por eso es posible que la democracia liberal no soporte otros cuatro años de su Gobierno.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.