11 de febrero 2016
Nueva York.– Alexis de Tocqueville, un aristócrata liberal francés, visitó Estados Unidos en 1831 con la aparente intención de escribir un estudio de su sistema penitenciario "iluminado" (encerrar a la gente en un confinamiento solitario como monjes penitentes era la última idea moderna). De este viaje surgió la obra maestra de Tocqueville, La democracia en América, en el que expresaba admiración por las libertades civiles norteamericanas y describía a la primera democracia liberal genuina del mundo de manera favorable en comparación con las instituciones del Viejo Mundo.
Sin embargo, Tocqueville también tenía serias reservas. El mayor peligro para la democracia estadounidense, a su entender, era la tiranía de la mayoría, la asfixiante conformidad intelectual de la vida norteamericana, la sofocación de la opinión de las minorías y el disenso. Estaba convencido de que cualquier ejercicio de poder ilimitado, ya sea por parte de un déspota determinado o de una mayoría política, irremediablemente termina en desastre.
La democracia, en el sentido de régimen de la mayoría, necesita limitaciones, al igual que cualquier otro sistema de gobierno. Es por ese motivo que los británicos han combinado la autoridad de los políticos electos con la del privilegio aristocrático. Y es por eso que los norteamericanos todavía están muy a gusto con la separación de los poderes gubernamentales de su Constitución.
Por el contrario, en el sistema republicano francés, el estado representa la llamada voluntad del pueblo. En consecuencia, su autoridad está menos limitada, lo que puede explicar la mayor frecuencia de manifestaciones callejeras y hasta de violencia colectiva en Francia. Por cierto, estas agitaciones pueden actuar como controles informales del poder oficial.
Tocqueville identificó otra fuente de limitación en el sistema estadounidense: el poder de la religión. La codicia humana, así como la tentación de ir a los extremos, estaba atemperada por la influencia moderadora de una fe cristiana compartida. La libertad, en Estados Unidos, estaba indisolublemente entrelazada con la creencia religiosa.
El espectáculo de la política estadounidense hoy parecería poner en duda la observación de Tocqueville. O, más bien, la retórica de muchos republicanos que aspiran a ser presidente suena como una perversión de lo que él vio en 1831. Religión y libertad aún hoy se pronuncian de manera inseparable, pero muchas veces para promover opiniones extremas. A las minorías religiosas se las denuncia. A los temores apocalípticos se los atiza. A la intolerancia se la promueve. Todo en nombre de Dios.
Por supuesto, Estados Unidos no es el único país donde hoy existen demagogos radicales que contaminan la política tradicional. El lenguaje religioso se escucha con menos frecuencia en Europa occidental, pero cada vez más en ciertas partes de Europa del este, Turquía e Israel. Y el mensaje del populismo es similar en todas partes en el mudo democrático: hay que culpar a las elites liberales por todos nuestros males y ansiedades, desde la crisis de refugiados de Europa hasta las desigualdades de la economía global, desde el "multiculturalismo" hasta el ascenso del Islam radical.
El populismo está causando un daño considerable, sobre todo porque los políticos tradicionales parecen cada vez menos capaces de encontrar una manera convincente de frenar su ascenso. A aquellos a quienes les preocupa, y con razón, la política del miedo les gusta suponer que el populismo es una amenaza para la propia democracia. La desconfianza de las elites alimenta la desconfianza en el sistema y el anhelo de grandes líderes que nos liberen del egoísmo de los políticos profesionales conducirá a nuevas formas de tiranía.
Eso puede terminar siendo cierto. Pero, en verdad, no es realmente la democracia lo que hoy está bajo amenaza. En algunos sentidos, muchas sociedades son más democráticas de lo que eran antes. El fenómeno Donald Trump, cuanto menos, muestra que los antiguos establishments partidarios pueden ser eludidos por desconocidos que se tornan populares. Las redes sociales también permiten evitar los filtros tradicionales de la autoridad, como los periódicos y los canales de televisión serios, y emitir cualquier punto de vista de manera directa.
El poder de las fortunas privadas para influir en la opinión pública, especialmente en Estados Unidos, también trastoca el orden tradicional. El anti-elitismo puede estar alentado por una enorme riqueza individual, porque el elitismo no está tan definido por la influencia financiera como por la educación.
A la gente furiosa que se deja influenciar por el mensaje populista la enfurecen más los profesores liberales, los banqueros inteligentes o los periodistas escépticos que los multimillonarios. (Es la educación elitista del presidente Barack Obama y el color de su piel -o, más bien, la combinación de ambos- lo que generó tanta ira).
A la vez, la gente tiene más poder que antes para elegir a estafadores sedientos de poder. Como las opiniones entusiastas y vagas que pululan por Internet, esos personajes ya no pueden ser mantenidos a raya por las elites de los partidos tradicionales.
Lo que se viene desmoronando ininterrumpidamente no es la democracia, sino las limitaciones que, para Tocqueville, eran esenciales para que la política liberal funcionara. Cada vez más los líderes populistas consideran que haber sido electos por la mayoría de los votantes equivale a una licencia para aplastar todo disenso político y cultural.
La pesadilla de Tocqueville todavía no se hizo realidad en Estados Unidos, pero está cerca de lo que vemos en Rusia, Turquía, Hungría y quizá Polonia. Hasta Israel que, a pesar de sus muchos problemas obvios, siempre ha tenido una democracia sólida, está avanzando en esta dirección en tanto los ministros de gobierno exigen pruebas de "lealtad al estado" de parte de escritores, artistas y periodistas.
Cuesta ver de qué manera las elites tradicionales van a recuperar alguna autoridad. Aun así, pienso que Tocqueville tenía razón. Sin editores, no puede haber un periodismo serio. Sin partidos liderados por políticos experimentados, las fronteras entre espectáculo y política desaparecerán. Sin límites a los apetitos y prejuicios de la mayoría, la intolerancia reinará.
No es una cuestión de nostalgia o esnobismo. Tampoco es un exhorto a confiar en cualquiera que tenga un aire creíble de autoridad. La furia contra las elites no siempre es injusta. La globalización, la inmigración y el cosmopolitismo han servido a los intereses de una minoría altamente educada, pero a veces a expensas de la gente menos privilegiada.
Sin embargo, el problema identificado por Tocqueville en los años 1830 es más relevante hoy que nunca. La democracia liberal no se puede reducir a un certamen de popularidad. Las limitaciones al régimen mayoritario son necesarias para proteger los derechos de las minorías, ya sean étnicas, religiosas o intelectuales. Cuando esa protección desaparezca, terminaremos todos perdiendo las libertades que la democracia supuestamente tenía que defender.
---------------------------------------------------
Ian Buruma es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College, y es el autor de Year Zero: A History of 1945.
Copyright: Project Syndicate, 2016.
www.project-syndicate.org.