25 de febrero 2020
Ninguna buena o mala causa política puede ser correctamente entendida, si se desligan de su contexto histórico. Es decir, cuando esas causas se apartan, o se ponen por encima, de la experiencia historia, en su origen y en su proceso.
Y, así como toda causa política tiene origen y desarrollo, cada una expresa las contradicciones sociales nacidas de los intereses políticos, económicos, sociales y culturales en ella representadas. Como, además, cada causa política tiene sus propios exponentes y seguidores, son inevitables las confrontaciones entre sus respectivas representaciones individuales.
En el presente, un presente difícil como pocos en nuestro calendario, y crucial porque enfrentamos –quizá en forma definitiva— a la última dictadura. Es una coyuntura en la que participa una mayoría opositora dividida en múltiples modos de organización, con diferentes y opuestos criterios políticos.
De ahí nace la necesidad de trascender la dispersión ideológica para poder alcanzar la unidad en la acción y enfrentar las tareas hasta alcanzar el objetivo de acabar con la dictadura. Algo más que difícil de lograr y, como en política tampoco hay cosas absolutas, cuando no es posible lograr la unidad en la acción con todos, se sustituye con la unidad de la mayoría.
Tener conciencia de ello, ya es un paso adelante, y conocer la vía para lograrlo el paso lo daremos más rápido. Comencemos por reconocer que, en el terreno político, las luchas tienen expresiones individualizadas en donde entran –y adquieren carta de ciudadanía— las descalificaciones del otro, las críticas mal sanas y otras formas de irrespetos mutuos. Algo inevitable, pero también combatible.
Es lo que trata de hacer el decálogo que monseñor Rolando Álvarez, propuesto a los políticos con el interés de evitar la confrontación improductiva de las ofensas entre los diferentes líderes de la oposición. Porque, obviamente, entorpecen la unidad en la acción que se pretende conseguir por medio de una Coalición Nacional frente la dictadura. Esta, nacerá hoy precisamente (23/02/2020).
El decálogo tiene propósitos necesarios y es urgente tenerlos en cuenta, dada la gran diversidad política ideológica entre todas las organizaciones políticas y sectores sociales. Nada extraño, además, es que cada quien tenga su particular criterio sobre las propuesta del obispo de Matagalpa.
Y también, hay quienes no le hacen caso y hasta quienes siguen practicando lo contrario a lo que propone el decálogo de monseñor Álvarez; y por otra parte, el anarquismo dundo de los que quieren hacerlo todo desorganizadamente, y cuando les da la gana.
En verdad, el decálogo es válido tanto para el creyente que puede considerar positiva la no descalificación del otro como una versión cristiana del “amaos los unos a los otros”, como para el no creyente que pudiera considerarlo una versión ética de sus concepciones filosóficas.
Lo importante, lo esencial de los mensajes del decálogo, es que valen para todo ciudadano que honestamente enfrenta las represiones dictatoriales y que, además, puede moralizarlo en su decisión patriótica de no cejar en su empeño liberador. Pero, está a la vista, que algunos políticos conservadores –como Noel Vidaurre--, para quienes, presentando caras de opositores, cristianos y demócratas, no les vale nada el decálogo y ninguna otra propuesta patriótica, porque les dan más valor –o quizá sea el único valor que reconocen en política— a sus intereses económicos e ideológicos.
Nada hay, absolutamente nada, de qué sorprenderse. El fin de toda unidad en la acción política tiene un carácter muy particular para mayoría de los nicaragüenses, que es liberar al país del estancamiento político, económico, social y cultural para hacerlo derivar a otra etapa histórica superior.
Pero no solo superior, sino también en libertad y con derechos democráticos con el mutuo respeto según las normas éticas, como las que propones el decálogo de monseñor Álvarez. Normas que, reitero, para unos pueden ser principios cristianos para una convivencia pacífica, de hermandad, y para otros puede ser principios éticos de solidaridad, pero ambas humanizan la convivencia, incluso, habiendo contradicciones sociales.
Viendo que los intentos de multiplicar la división –independiente de quiénes la promueven— son hechos propios de las diferencias políticas e ideológicas de toda sociedad en conflictos, se nota que, al final de cuentas, es mejor que se estén manifestando ahora y no después. ¿Por qué? Porque, si en las circunstancias actuales, el divisionismo es inconveniente, en un futuro proceso de reconstrucción nacional posdictadura sería más perjudicial, y hasta destructivo.
Cuando el pueblo unido logre derrotar la opresión, sin duda que se enfrentará a una tarea muy más complicada pero, para entonces, es bueno que tenga definida la identidad del adversario y esa experiencia le permitirá neutralizar sus malas intenciones, pues ya será a un pueblo liberado y consciente de su responsabilidad en la reconstrucción democrática del país.
A nadie se le pide olvidar nada, porque sería necio, por ejemplo, pedirle a una persona que olvide los motivos políticos e históricos que ahora condicionan sus posiciones e identidades políticas. Al antisandinista no se le puede pedir que olvide las injusticias de las que pudiera haber sido víctima de parte del gobierno sandinista de los ochenta; pero él no tiene razón ni derecho de hacer responsables de ello a todos los sandinistas de entonces, menos a los que ahora hacen oposición y sufren igual represión dictatorial del orteguismo como la sufre cualquier otro político opositor.
Igual de absurdo sería pedirle a un sandinista, no orteguista, que olvide las consecuencias de las acciones destructivas –y por encargo ajeno, además— de los antisandinistas armados, ayudados por políticos civiles de todas las corrientes políticas existentes antes y ahora, por el tonto propósito de no reconocerlos hoy como víctimas de la represión dictatorial orteguista y potenciales aliados. Y, por añadidura, cometería la torpeza de rechazar su acompañamiento en las luchas por la liberación y por sus derechos democráticos de todos los nicaragüenses.
Por donde se mire nuestro común problema, si se hace con honestidad, se verá el sectarismo divisionista del tipo que promueve el conservador Vidaurre, disfrazado con el elegante pero, en Nicaragua, muy extraño “centro derecha”.
También se puede mirar la enorme soledad que le acompaña a Vidaurre en su labor, pero, aunque impopular, el motivo que lo mueve no se puede dejar de lamentar, porque en este largo y cruento camino frente a la dictadura orteguista (lo diré con un refrán de los abuelos) ¡hasta de las piedras se necesita!