16 de julio 2021
He tenido la suerte de conocer muchos jóvenes europeos que lucharon por el triunfo de la Revolución Sandinista a finales de los setenta del siglo pasado. Su entrega a una causa tan lejana como justa, me recordaba a la de tantos jóvenes del mundo entero que vinieron a España a defender la República en la Guerra Civil Española (1936-1939) integrando las conocidas “Brigadas Internacionales”. Eran jóvenes, unos y otros, movidos por un impulso de justicia y solidaridad con una causa elemental de libertad y democracia frente a la dictadura y el fascismo. A algunos de aquellos jóvenes que lucharon contra Somoza los he visto después en organizaciones de cooperación con Nicaragua radicadas en Alemania, Holanda, España. Uno de ellos, Javier Nart, me acompañó a Managua como parlamentario en la misión del Parlamento Europeo en enero de 2019. Todos ellos lamentaban la deriva actual de aquel movimiento que triunfó en 1979.
Me cuesta reconocer a algunos de aquellos revolucionarios de los ochenta como dictadores hoy. Me apena que los ideales de su lucha se hayan transformado en viles ansias de poder. Me entristece que la izquierda política protagonice la represión, olvidando que la democracia tiene reglas infranqueables y que la Constitución y el Estado de Derecho no son un medio instrumental para fines ideológicos, pretendidamente superiores. Olvidando que no hay socialismo sin libertad, que socialismo es libertad.
Los acontecimientos de abril de 2018 mostraron la imagen más repulsiva de un Gobierno incapaz de entender las razones de las protestas, las ansias de libertad, las exigencias democráticas y sociales de la sociedad nicaragüense. El recurso a la represión fue una reacción un tanto asustadiza, sorprendida, de un Gobierno incapaz de entender siquiera que una parte de su pueblo expresaba quejas y demandaba cambios. En estos tres años, hemos vivido pendientes de un proceso que unas veces se hundía en las tinieblas de la represión, y otras, alumbraba esperanzas de diálogo y de elecciones libres. A comienzos de este año vivíamos con esta ilusión.
En múltiples conversaciones con líderes nicaragüenses les he mostrado mi opinión. Favorable a la participación electoral como única forma de transformar las quejas y las aspiraciones de la Nicaragua de 2018 en poder político y en representación democrática. Mi criterio era que el boicot como estrategia conduce a la inacción, a la desaparición, a la división interna, a la frustración de tantos anhelos de tantos ciudadanos que esperaban -y esperan- las elecciones democráticas como la oportunidad de recuperar un país en libertad y de construir sobre la democracia un futuro en paz y en progreso.
Creía que Ortega confiaba en su victoria tras la falta de unidad de la oposición y permitiría así la participación electoral de sus rivales para demostrar que cuenta con la mayoría de apoyo popular. Suponía que aceptaría unas elecciones en condiciones muy favorables a su candidatura y a su partido, pero que trataría de obtener un cierto reconocimiento internacional, al menos para no ver cuestionada abiertamente su legitimidad política.
Me equivoqué. Fui un ingenuo al creer que Ortega estaba dispuesto a asumir un mínimo riesgo de derrota. Las detenciones de todos los candidatos de la oposición —incluso los más próximos al Gobierno—, la apertura de causas penales totalmente artificiosas y falsas, la ilegalización de varios partidos políticos, la negativa a dialogar sobre la Ley Electoral, la imposición de un Consejo Electoral totalmente afín al Gobierno, el acoso y la persecución de los medios de comunicación críticos al Gobierno, la negativa a admitir misiones internacionales y organizaciones de derechos humanos, configuran un país sin libertades, un Gobierno autoritario y totalitario que elimina a la oposición, que niega el pluralismo, que coarta la libertad y el pluralismo.
¿Qué hacer, entonces?
Ortega no nos deja salida. Si no hay elecciones libres, la comunidad internacional, no podrá reconocerle. La exigencia de unas elecciones auténticamente democráticas deberá pesar, como espada de Damocles, sobre su Gobierno desde el primer día de su nuevo mandato. Será la primera exigencia del mundo entero al día siguiente de su amañado triunfo electoral.
Las sanciones internacionales deberán incrementar su potencia y un marco acordado entre Unión Europea, OEA y Estados Unidos debería buscar la máxima eficacia en su implementación.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Oficina Regional para Centroamérica del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos deberían iniciar los trámites para elevar al Tribunal Penal Internacional acusaciones contra los responsables nicaragüenses de esta represión que ambos organismos han denunciado.
Todavía estamos a tiempo de parar esta locura que hunde Nicaragua en un pozo negro de represión y miseria. Pero si el Gobierno no permite elecciones libres, la comunidad internacional debe sancionar severamente a Ortega y a su Gobierno.
*Exparlamentario del Partido Socialista Obrero Español en la Unión Europea. Presidió la comisión del Parlamento Europeo que visitó Nicaragua en enero 2019