21 de septiembre 2018
A veces, solo a veces, la política se eleva al nivel del arte. Esto ocurre cuando un líder ocupa el escenario de la historia y se reconoce a sí mismo como un instrumento de los tiempos, cuando se descubre a sí mismo al centro de las dinámicas del presente y comprende cuál es el rol histórico que debe cumplir.
Esta noción de la política no tiene nada que ver con cargos públicos, sino con oportunidades únicas. En ocasiones, esta oportunidad política cae en el regazo de una persona sencilla que decide, de una vez por todas, no renunciar a su dignidad. Rosa Parks, por ejemplo. Ella fue la mujer que rehusó entregar su asiento en un autobús, en Montgomery, Alabama, en 1955, cuando las personas de origen africano eran segregadas y discriminadas de manera sistemática.
Menciono a Rosa Parks, la “primera dama” de los derechos civiles en los Estados Unidos, porque sin personas sencillas como ella, que rehusaron renunciar a su dignidad e hicieron política por medio de actos simbólicos, Barack Obama no habría tenido el más mínimo chance de convertirse en el primer presidente afroamericano de los Estados Unidos.
En el último año de su vida, uno de los más famosos escritores de los últimos tiempos, y también un intelectual con un aguzado filo ético como pocos, José Saramago, escribió sobre la dignidad histórica en la izquierda. Sorprendido por la paradójica fascinación que Obama causaba entre los políticos “progresistas, socialistas y comunistas”, Saramago les recordó a todos ellos que Obama no era un izquierdista, sino un presidente tratando de “salvar los muebles de un capitalismo sin reglas que estuvo a punto de devorarse a sí mismo”. Obama, estoy seguro, estaría de acuerdo porque ya le he escuchado declarar con orgullo su rol en rescatar la economía de los Estados Unidos de su más peligrosa crisis en un siglo.
Apenas tres meses antes de que escribiera sobre la paradoja de Obama, Saramago y su esposa, Pilar del Río, recibieron una pieza de correspondencia de El Salvador. La carta provenía de Vanda Pignato, quien les informaba que Mauricio Funes, su esposo, había ganado la presidencia. Pignato pretendía, entonces, recopilar palabras de elogios de los más famosos izquierdistas del mundo, para celebrar la victoria del nuevo presidente salvadoreño. Lo que Funes recibió de Saramago, en cambio, fue una advertencia (“Funes & Funes”).
Saramago había conocido a Funes en 2005, la primera vez que visitó El Salvador. Funes fue uno de los tantos periodistas que lo entrevistó. Saramago lo recordaba porque tuvo la grata sorpresa de encontrar en él “a un interlocutor culto e informado de todo cuanto atañía, no solo al largo martirio sufrido por el pueblo, sino también sobre la problemática posibilidad de un cambio que todavía no parecía vislumbrarse en el horizonte social y político en la sociedad salvadoreña”.
Este reconocimiento, que a todas luces parece un simple elogio, es la base de su advertencia, la cual se resume así: no olvides el largo martirio de tu pueblo y resguarda su memoria. Ese 23 de marzo de 2009, Saramago le recordó al futuro presidente de El Salvador a ese otro Funes, “el memorioso”, personaje de un famoso cuento de Jorge Luis Borges, un “hombre dotado de una memoria que lo absorbía todo, todo lo registraba, hechos, imágenes, lecturas, sensaciones, la luz de un amanecer, una onda de agua en la superficie de un lago”.
“No le pido tanto al presidente electo de El Salvador”, escribió Saramago, refiriéndose a Mauricio Funes, “salvo que no olvide ninguna de las palabras que pronunció la noche de su triunfo ante los miles de hombres y mujeres que habían visto nacer finalmente la esperanza. No los desilusione, señor presidente, la historia política de América del Sur transpira decepciones y frustraciones, de pueblos enteros cansados de mentiras y engaños. Es hora, es urgente cambiar todo esto. Para Daniel Ortega, ya basta con uno.”
Que ahora, en perspectiva, podamos ver cuánta razón tenía Saramago, no nos sorprende, porque no debería de sorprendernos. En primer lugar, del pensamiento crítico de un intelectual no podía venir un elogio incondicional. Ese no es el rol de un intelectual. Ya antes he argumentado que el rol social de un intelectual es ser un freno a los abusos del poder. Pero tampoco debería sorprendernos porque lo único que puede ubicar a un político ante el umbral de la historia es un pueblo consciente de su propio rol, como guardianes de la democracia.
No fueron los medios de prensa los que faltaron a su misión durante la presidencia de Funes, tan a menudo señalado por numerosas irregularidades. Fue la izquierda misma la que no se dio el lujo de cuestionar lo que a todas luces era cuestionable del Gobierno del primer presidente de izquierda en la historia de El Salvador, un político que, como ninguno, desaprovechó una oportunidad histórica irrepetible para reclamar y otorgar la dignidad que los menos favorecidos, los más olvidados y los más necesitados de verdad requerían.
Hoy en día, Funes está acusado de ejecutar el mayor desvío de fondos públicos en la historia de El Salvador, uno de los más grandes de América Latina: más de 350 millones de dólares. El grado de corrupción de la que se le acusa a Funes supera la de Antonio Saca, el primer presidente salvadoreño de la posguerra condenado a prisión por corrupción. Saca llegó a la presidencia con el partido de derecha; Funes, con el de izquierda, lo cual anula la noción de que un partido o ideología hegemoniza los principios.
Que ahora Funes esté asilado bajo la sombra protectora de Daniel Ortega, un rufián del terrorismo de Estado y la corrupción, no es una ironía tanto como un escarnio a la necedad de tantos seguidores dóciles. “Así como no se debe tomar el nombre de Dios en vano”, le sentenció Saramago a una audiencia de estudiantes en la Universidad de El Salvador en 2005, “la democracia no debe ser nombrada en vano”.
Cada vez que leo a un escritor, a un periodista o a un intelectual que cree que tiene la superioridad moral para juzgar, para negar o para elogiar a un partido político sobre otro, recuerdo que la memoria no debería permitirnos tomar preferencias a favor de partidos políticos, sino a favor de la dignidad de las personas sencillas y las causas sociales que más les afectan, como mínimo.
Ante las mentiras y los engaños de los políticos en Centroamérica, los intelectuales no tenemos más opción que ser escépticos y permanecer vigilantes.
*Escritor salvadoreño, director de la revista cultural lazebra.net