28 de marzo 2018
En 1967, estallaron disturbios en ciudades de todo Estados Unidos, desde Newark, Nueva Jersey, hasta Detroit y Minneapolis en el Medio Oeste -dos años después de que explotara la violencia en el vecindario de Watts en Los Ángeles-. En respuesta, el presidente Lyndon B. Johnson nombró una comisión, encabezada por el gobernador de Illinois Otto Kerner, para investigar las causas y proponer medidas para abordarlas. Hace cincuenta años, la Comisión Nacional de Asesoramiento de Desórdenes Civiles (más conocida como la Comisión Kerner) emitió su informe, que ofreció una descripción cruda de las condiciones en Estados Unidos que habían conducido a los desórdenes.
La Comisión Kerner describió un país en el que los afronorteamericanos enfrentaban una discriminación sistemática, padecían una educación y una vivienda inadecuadas y carecían de acceso a oportunidades económicas. Para ellos, no existía ningún sueño americano. La raíz del problema era "la actitud y el comportamiento racial de los norteamericanos blancos hacia los norteamericanos negros. El prejuicio racial ha definido decisivamente nuestra historia; ahora amenaza con afectar nuestro futuro".
Yo integré un grupo convocado por la Fundación Eisenhower para evaluar qué progreso se había hecho en los cincuenta años subsiguientes. Tristemente, la línea más famosa del informe de la Comisión Kerner -"Nuestra nación está avanzando hacia dos sociedades, una negra, una blanca, separadas y desiguales"- sigue resultando válida.
El libro basado en nuestros esfuerzos, Healing Our Divided Society: Investing in America Fifty Years After the Kerner Report (Curar a nuestra sociedad dividida: invertir en Estados Unidos cincuenta años después del Informe Kerner), recientemente publicado y editado por Fred Harris y Alan Curtis, es una lectura desoladora. Como escribí en mi capítulo, "Algunas áreas problemáticas identificadas en el Informe Kerner han mejorado (la participación en la política y en el gobierno de los norteamericanos negros, simbolizada por la elección de un presidente negro), algunas se han mantenido igual (las desigualdades en materia de educación y empleo) y algunas han empeorado (la desigualdad en materia de salud y de ingresos)". Otros capítulos discuten uno de los aspectos más perturbadores de la desigualdad racial de Estados Unidos: la desigualdad para acceder a la justicia, reforzada por un sistema de encarcelamiento masivo que apunta mayormente a los afronorteamericanos.
No cabe ninguna duda de que el movimiento por los derechos civiles de hace medio siglo marcó una gran diferencia. Una variedad de formas abiertas de discriminación hoy son ilegales. Las normas sociales han cambiado. Pero arrancar de cuajo un racismo muy arraigado e institucional ha resultado difícil. Peor aún, el presidente Donald Trump ha explotado este racismo y atizado las llamas de la intolerancia.
El mensaje central del nuevo informe refleja la gran lucidez del líder por los derechos civiles Martin Luther King, Jr.: el logro de justicia económica para los afronorteamericanos no puede estar desvinculado del logro de oportunidades económicas para todos los norteamericanos. King calificó su marcha de agosto de 1963 en Washington, a la que me sumé y en la que él pronunció su inolvidable y grandilocuente discurso "Tengo un sueño", como una marcha por empleos y libertad. Y, sin embargo, la división económica en Estados Unidos se ha ampliado mucho, con efectos devastadores en quienes no tienen una educación universitaria, un grupo que incluye a casi tres cuartas partes de los afronorteamericanos.
Existen, sin embargo, algunas luces de esperanza. Primero, nuestro entendimiento de la discriminación ha mejorado mucho. En aquel entonces, el economista y premio Nobel Gary Becker podía escribir que, en un mercado competitivo, la discriminación era imposible; el mercado haría subir el salario de cualquier persona que estuviera mal paga. Hoy, entendemos que el mercado está plagado de imperfecciones -inclusive imperfecciones de información y competencia- que ofrecen una gran oportunidad para la discriminación y la explotación.
Es más, ahora reconocemos que Estados Unidos está pagando un precio alto por la desigualdad, y un precio especialmente alto por su desigualdad racial. Una sociedad marcada por estas divisiones no será un modelo para el mundo, y su economía no florecerá. La verdadera fortaleza de Estados Unidos no es su poder militar sino su poder blando, que ha resultado muy erosionado no sólo por Trump, sino también por la discriminación racial persistente. Todos saldremos perdiendo si esto no se resuelve.
La señal más alentadora es la efusión de activismo, especialmente de parte de los jóvenes, que toman conciencia de que es hora de que Estados Unidos esté a la altura de sus ideales, expresados tan noblemente en su Declaración de Independencia, de que todos los hombres han sido creados iguales. Un siglo y medio después de la abolición de la esclavitud, el legado de ese sistema perdura. Llevó un siglo poder sancionar legislación que garantice iguales derechos; pero hoy, las cortes controladas por los republicanos y los políticos suelen renegar de ese compromiso.
Como concluí mi capítulo: "Un mundo alternativo es posible. Pero 50 años de lucha nos han demostrado lo difícil que es alcanzar esa visión alternativa". Un mayor progreso exigirá determinación, sostenida por la fe expresada en las palabras inmortales del espiritual que se convirtió en el himno del movimiento por los derechos civiles: "Venceremos".