Guillermo Rothschuh Villanueva
28 de enero 2018
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La aventura emprendida por Guelfenbein termina de igual forma: rompe los muros. Sorteó escollos y se deslizó como experta bailarina.
La aventura emprendida por Guelfenbein termina de igual forma: rompe los muros. Sorteó escollos y se deslizó como experta bailarina sobre una pista de
“—Vas a ser excelente escritor—afirmé enérgica.
—¿Por qué estás tan segura—Tenía una expresión
incrédula y a la vez esperanzada.
—Porque sabes mentir”.
Carla Guelfenbein
Hay escritores que apuestan por seducirnos, hacen malabarismos técnicos y asumen audacias insospechables. Desafíos que se imponen con la intención de mostrar agudeza y perspicacia. Caminan sobre el filo de la navaja conociendo el riesgo de caer al vacío. Tropezar equivaldría hacer el ridículo. Aspiran escalar el más escarpado de los caminos o cruzar ríos embravecidos. Si fracasan generarán dudas sobre su ingenio literario. Máxime cuando su obra gira alrededor de una palabra a la que consagran su escritura y esperan embriagarnos con el embrujo de su sinfonía. Entre más extenso el viaje, mayores probabilidades de precipitarse y menores posibilidades de salir airosos. El recorrido pone a prueba su creatividad. Al asumir los riesgos saben que no podrán evadir el juicio inapelable de críticos y lectores.
Después de transitar de nuevo por el mundo fantasmal de Juan Rulfo, encontré en los socavones, pepitas de oro y abundantes pedrerías. Sus muertos no están muertos. Acabo de escucharles hablar y discernir, en un tiempo sostenido fuera del tiempo. El mexicano camina dentro de un universo donde otros tendrían que hacerlo a tientas. Sus muertos viven en nuestros recuerdos. Jamás mueren. Su parquedad forma parte de un paisaje enajenante. En las subidas y bajadas de ese mundo, desata vientos que hacen remolinos y se esparcen con furia hiriendo la piel. Vientos que llevan y traen voces por caminos insospechados. Vientos que expanden los sonidos haciéndoles rebotar contra los paredones. Vientos cómplices que traen voces de nuevo a la vida. ¿Solo un subterfugio? ¡Eso y más! ¡Mucho más!
Sobrecogido por la forma que Rulfo hace que el viento suba las cuestas más empinadas, me lancé a la mar en busca de peces dorados y una que otra sirena. ¿Sería capaz Carla Guelfenbein de conducirme hacia la otra orilla del mar? ¿Tendría aliento suficiente para que en mi velero de alas rápidas lograse navegar sin sucumbir ante el reto de mostrarnos las mil caras del silencio? ¿Estaba convencida que no iba a perecer en este viaje largo y azaroso? Tenía los ojos abiertos. No estaba dispuesto a que me ocurriera lo que me pasó con El ruido de las cosas al caer (Alfaguara, 2011). Juan Gabriel Vázquez no logró nunca que el ruido desprendido de sus páginas aturdiera mis oídos. No fue capaz de hacerme detener la mirada para sentir regusto por su intrepidez retórica. Un viaje a medias. Un tanto forzado.
Me fui internando en las aguas de Guelfenbein y sentí goce ante la manera que atrapa el silencio y lo atesora. Supo desde el inicio que para lograr esta hazaña tenía que recurrir al monólogo interior. Cada personaje —especialmente Tommy y Alma— valoran el lenguaje de los gestos y señas. Sobre este eje la novelista teje su relato. Juan interpone un muro para que no se filtren las palabras. Creyó que de esta manera asimilaría su desgracia. Su hijo Tommy vive de milagro. La muerte de Soledad lo consume en el silencio. Su primera mujer se entregó a su hijo Tommy para poder sobrellevar la vida. En vez de acercarse a Alma —acreditado cirujano del corazón— Juan buscó refugio en la medicina. Alma es con quien Tommy logra entenderse. Ambos acuden muchas veces al lenguaje de los sordomudos.
Una familia donde todos hablan consigo mismo, piensan y conversan en un viaje hacia el pasado. Pocas veces dialogan. Ensimismados, se vuelcan hacia dentro. Alma sabe que “el silencio tiene tantos matices como el habla”. Los silencios de su marido constituyen fragmentos de una rabia que no está segura conocer. Cada evocación de los personajes permite enterarnos de sus penas y angustias. Para remontar las alturas, Guelfenbein opta de nuevo por el micro relato. Esta fue la mejor manera de imprimir velocidad narrativa al encuentro y desencuentro entre Diego, Sophie y Morgana, en Nadar desnudas (Alfaguara, 2012). En El resto es silencio (Alfaguara, 2015), nada sobre las mismas aguas. Solo una vez lleva el relato hasta las catorce páginas. Se aferra a su estilo. No lo suelta. Pequeños trozos de oro.
Juan conoce su mutismo y se interroga, ¿cuánto tiempo he deambulado por la cámara oscura de los recuerdos? Nada cambia. Sigue metido en un silencio sedicioso. Tommy por el contrario posee una conciencia esclarecida. Su enfermedad no lo inhibe de percibir todo lo que acontece a su alrededor. En algún momento me atreví a comparar su lucidez e intuiciones, con la madurez de Julius, el niño prodigio que todo lo sabe y observa. Sentí la tentación de reencontrarme otra vez con él. Alfredo Bryce Echenique, logró en Un mundo para Julius, (Alfaguara, 2010, Edición Conmemorativa 40 años), una obra fulgurante. Julius consentido por Juan Lucas, segundo marido de su madre, Tommy, hijo de Soledad, siempre lo fue de Alma, segunda esposa de su padre. Viven en una casa habitada por el silencio.
Para vencer la apatía y salir del mundo enconchado que la asfixia, Alma se precipita en el peor de los deslices. Tommy fue el primero en darse cuenta que había traspasado el umbral. Su cariño se trasmuta en rechazo. Alma era la única capaz de comprenderlo. El rechazo visceral por Maná, obedece a sus frecuentes amoríos. ¿La infidelidad de su madre está en su piel? Maná termina encamada con Leo, su primer amor, a quien ve acostando con ella. Al rendirse ante Leo, Alma piensa haber heredado de su madre esa parte que tanto detestaba. Su madre decía que la “fidelidad era un invento de los seres humanos para reprimir el más poderoso de sus pathos y, por ende, el más amenazante: el deseo de poseer lo ajeno”. Una caída producida por el desaliento y el silencio que consume sus días con Juan. Se justifica.
Oprimiendo las palabras en el pecho, impidiendo que bajen en cascadas, evitando que fluyan para escuchar su canto, la fractura de la relación amorosa entre Alma y Juan era previsible. Atormentado por el fallecimiento de Soledad —nombre justo— Juan se refugia en el silencio. Para rumiar su desdicha debe romper su retraimiento. Entre más sumergido en el silencio, menos chance tenía de evitar el naufragio. Numerosos desencuentros matrimoniales tienen origen en la peor peste: en la falta de comunicación emocional. Una enfermedad terminal de la que se puede escapar únicamente invocando la magia incandescente de las palabras. Los gestos, miradas y caricias, no bastan. El amor para sobrevivir exige hacerse sentir, como también dejarse escuchar. Al principio y al final de toda relación amorosa está el verbo.
Su vida, ¿era vida? Vivían en un entorno donde todos preferían callar. Un mundo cargado de pausas, ausencias, titubeos y rencores. ¡En no decir nada! Se negaban a expresar sus sentimientos. Las evocaciones, un pretexto de Guelfenbein para dejar que cada quien rememore su pasado. Desde el momento que Juan conoce a Alma en Barcelona, sus diálogos fueron parcos. Ambos permanecieron la mayoría del tiempo mirando en otra dirección. Alma siempre estuvo consciente que la vida de Juan estaba hecha de silencios. La cena “careció de toda connotación erótica. Comprendió que Juan no era un hombre de palabras agudas y locuaces”. Jamás sospeché que las relaciones tormentosas madre—hija—Alma—Maná, terminarían como en esas películas a las que nos tiene acostumbrado Hollywood: un final feliz.
El comportamiento de Tommy también me llevó a evocar a Garcín. Un impulso irrefrenable. El día de cumpleaños de su abuelo paterno, Tommy abrió la puerta de la jaula para liberar a las aves de la cárcel, en que este las mantenía retenidas. Sintió el deber de abrirles el camino hacia la libertad. Así imaginó Darío en Azul… (1888), a Garcín. Tommy deseaba volar “como el pájaro azul que habitaba en el cerebro” de Garcín. Vivía doblemente enclaustrado. Temeroso por su salud, su padre nunca fue partidario de que se agitara. Era prisionero de sus prejuicios médicos. Para obtener respuestas, Tommy volaba hacia afuera. Burlaba los cerrojos de la casa. Cada vez más expandía sus alas. El silencio de su padre, una cárcel. Como ocurrió a Garcín, el último viaje le condujo a la muerte. Siempre quiso saber quién era su madre.
La aventura emprendida por Guelfenbein termina de igual forma: rompe los muros. Sorteó escollos y se deslizó como experta bailarina sobre una pista de hielo. ¡Pasa la prueba! Los dibujos de Tommy adquieren sentido. Ante la dificultad de comunicarse con los demás, dibujaba criaturas que otorgaban sentido a su vida. Valiéndose de una grabadora armó el rompecabezas que lo redimió del olvido. Venció al Minotauro. El hilo sirvió para que sus padres pudieran salir del laberinto. ¡Se reencontraron! El resto es silencio, pertenece por derecho propio, a esas novelas donde el escritor arrima a buen puerto. Todo lo que ahí ocurre es pasado. El presente existe solo en función del ayer. Todo viaja hacia atrás. Nos instala en un presente que hace ya rato dejó de ser. El verbo cobra vida. El silencio deja de ser.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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