7 de septiembre 2023
Aunque Donald Trump ostenta el dudoso mérito de ser el primer expresidente estadounidense en postularse nuevamente al cargo mientras enfrenta cargos penales, no es el primer candidato político en la historia del país en ser acusado, condenado o, ni siquiera, encarcelado. El secretario de energía de Trump y exgobernador de Texas, Rick Perry, por ejemplo, estaba acusado de abuso de poder cuando se postuló brevemente como candidato a presidente por el partido republicano en 2016.
Tenemos también a Eugene Debs, quien se postuló a presidente en 1920 desde la prisión federal de Atlanta mientras cumplía una sentencia de 10 años por infringir la Ley de Sedición de 1918 con un discurso en el que se opuso a la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Debs, candidato del Partido Socialista, no ganó la presidencia, pero recibió casi 1 millón de votos (récord de los socialistas en elecciones presidenciales estadounidenses).
Algunos candidatos incluso llegaron a ganar la contienda: Marion S. Barry, Jr. consiguió un cuarto período como alcalde de Washington D. C. en 1994 a pesar de haber pasado seis meses en prisión por posesión de drogas cuatro años antes.
Aunque no es frecuente que los candidatos acusados o encarcelados consigan puestos de gobierno destacados en los países democráticos, hay antecedentes de ello. A veces es algo que acompaña al proceso de democratización: Nelson Mandela ganó las primeras elecciones libres sudafricanas en 1994 tras pasar 27 años encarcelado por el régimen del apartheid; y recientemente el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva logró la victoria en 2022 después de ser condenado a 12 años de prisión por corrupción, de los cuales pasó menos de 2 en la cárcel hasta que anularon la condena.
Otros obtuvieron beneficios políticos gracias al tiempo que pasaron tras las rejas: Adolf Hitler es el ejemplo más infausto. Antes del fracaso del golpe de Estado que orquestó en Múnich en 1923, Hitler era un agitador relativamente desconocido, que lanzaba sus discursos en cervecerías y tenía antecedentes penales. Fue sentenciado a cinco años de prisión por el llamado «golpe de estado de la Cervecería», pero no sin antes llegar a las noticias nacionales cuando jueces sorprendentemente comprensivos le permitieron presentar sus argumentos políticos.
Hitler solo pasó nueve meses en la prisión de Landsberg, durante los que escribió su manifiesto antisemita Mi lucha. Para cuando lo liberaron, ya era famoso. Menos de una década después, el agitador se había convertido en el Führer alemán.
Otro ejemplo es el del ex primer ministro japonés Kishi Nobusuke, abuelo del fallecido primer ministro Abe Shinzō. A diferencia de Hitler, Kishi pertenecía a la élite burocrática de su país.
Después de graduarse en la Universidad Imperial de Tokio (actualmente, Universidad de Tokio) entre los mejores de su camada, Kishi rápidamente ascendió en la burocracia gubernamental. Sorprende que aún no había cumplido los 40 cuando le encomendaron la supervisión de la economía de Manchukuo, el Estado títere japonés en Manchuria, donde gobernó un imperio industrial basado en el trabajo esclavo chino. Durante la guerra del Pacífico Kishi se desempeñó como viceministro de municiones.
Podemos comparar a Kishi con Albert Speer, el arquitecto y ministro de armamentos de Hitler, que recibió una condena de 20 años de prisión en los Juicios de Nuremberg —principalmente por haber explotado mano de obra esclava—, pero a pesar haber sido arrestado por crímenes de guerra en 1945 y haber pasado en prisión tres años y medio, Kishi nunca fue formalmente juzgado y condenado.
Durante el encarcelamiento Kishi planeó el regreso político junto con sus compañeros de prisión, entre ellos, un conocido gánster y destacado fascista japonés. Cuando los estadounidenses decidieron que oponerse al comunismo chino y soviético era más importante que enjuiciar a los criminales de guerra japoneses, decidieron que Kishi era exactamente el tipo de persona que necesitaban. Kishi se postuló para el máximo cargo poco después de su liberación y retribuyó la confianza de los estadounidenses consolidando al Japón como un aliado anticomunista incondicional de EE. UU. Se desempeñó como primer ministro del Japón entre 1957 y 1960.
Trump no es ni un dictador ni un criminal de guerra, sino alguien malévolo que intenta autopublicitarse aprovechando sus problemas legales para conseguir beneficios políticos y financieros. Se autoproclamó como ajeno al establishment y convirtió las acusaciones en activos políticos, presentándose como un mártir perseguido por las arraigadas y corruptas elites políticas.
Al menos hasta ahora, la estrategia parece funcionar: cada nueva acusación impulsó su popularidad entre los votantes republicanos y atrajo más contribuciones a su campaña presidencial. Con sus desfiles y discursos incendiarios en los que ataca a jueces y fiscales, y se burla de ellos, sus apariciones en público son espectáculos mediáticos sensacionales. Cuando entra a los tribunales —especialmente en el condado de Fulton, Georgia, donde se televisará y transmitirá en vivo su juicio por interferir en las elecciones— Trump indudablemente disfrutará la oportunidad de hacer campaña desde el banquillo de los acusados.
Nada de esto implica que vaya a tener éxito. Hitler, por ejemplo, perdió las elecciones presidenciales de 1932 frente al estimado, pero envejecido, capitán general Paul von Hindenburg. Hindenburg, de 84 años de edad, tenía cierto parecido con el presidente estadounidense Joe Biden, al menos en un aspecto: los moderados e izquierdistas lo votaron solo para evitar que su oponente demagógico llegara al poder. Pero los nazis se habían convertido en el mayor partido del Reichstag, y los industrialistas, empresarios y políticos conservadores cometieron el error fatal de apoyar a Hitler como nuevo canciller en 1933. Se equivocaron al creer que podían limitar las ambiciones de Hitler y eso aceleró la caída de la democracia alemana.
Por supuesto, los EE. UU. actuales no son la República de Weimar y Biden no es Hindenburg. La violenta retórica de Trump y sus amenazas contra los rivales son preocupantes, especialmente porque muchos de sus partidarios están armados, pero sin el apoyo de las fuerzas armadas y Wall Street es difícil que logre llegar al poder a la fuerza. En un sistema electoral decrépito que favorece a las zonas rurales más que a las urbanas es posible, por supuesto, que consiga suficientes votos como para convertirse en presidente, incluso dirigiendo la campaña desde una celda en prisión.
La victoria Trump no se parecería en nada al golpe de Hitler de 1933, pero sería suficientemente mala y, seguramente, mucho peor que el Japón de Kishi a fines de la década de 1950. Quienes cuentan con que las acusaciones le impedirán ganar se equivocan tanto como los conservadores cuando pensaron que podían domar a Hitler. Como nos muestra la historia, a veces el crimen sí paga.
*Texto original publicado por Project Syndicate