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Crear un mundo post‑pandemia no será fácil

En el mundo post-pandemia se profundizará la división entre los que se preocupan por el fin del mundo y los que se preocupan por llegar a fin de mes

Un hombre camina frente a un graffitti en una calle de Santiago de Chile, durante la cuarentena obligatoria decretada para el centro de la capital chilena como medida para frenar el COVID-19. // Foto: EFE/Alberto Valdés

Jean Pisani-Ferry

4 de mayo 2020

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PARÍS – Para los ecologistas a ultranza es obvio que la crisis de la COVID‑19 no hace más que fortalecer la necesidad urgente de acción climática. Pero los industrialistas a ultranza están igualmente convencidos de que nada puede ser más prioritario que remediar los daños a la economía, posponiendo de ser necesario la imposición de normas ambientales más estrictas. La batalla ya está en marcha, y su resultado definirá el mundo post‑pandemia.

La crisis sanitaria y la crisis climática resaltan los límites del poder de la humanidad sobre la naturaleza. Ambas nos recuerdan que el Antropoceno puede terminar mal. Y ambas nos enseñan que conductas cotidianas inocentes pueden generar resultados catastróficos.

La pandemia y el cambio climático desafían el razonamiento lineal: nos obligan a adaptarnos a situaciones en las que un poco más de tolerancia puede provocar mucho más daño. Como  el economista del clima Gernot Wagner, en cierto sentido la pandemia es el cambio climático a más velocidad. Tal vez esto explique por qué la opinión pública considera mayoritariamente que el calentamiento global es una amenaza tan grave como la COVID‑19 y quiere que en la recuperación, los gobiernos presten especial atención a la acción climática.

La pandemia también nos dio un curso acelerado de las consecuencias colectivas de la conducta individual. Cada uno de nosotros ha tenido que reconocer que nuestras responsabilidades hacia la comunidad son más profundas que el mero hecho de pagar impuestos y hacer alguna que otra donación. La actitud de «pago y me olvido» es claramente inadecuada en una crisis sanitaria, y también en una crisis climática.


Además, las últimas semanas han puesto de manifiesto la estrechez de la perspectiva «Estado contra mercado» en relación con el desafío que enfrentamos. Como sostienen los economistas Samuel Bowles y Wendy Carlin, la solución no vendrá de alguna combinación de decretos gubernamentales e incentivos del mercado. Una parte indispensable de la respuesta es una comunidad cuyos miembros actúen con responsabilidad y gratitud mutua. El aporte fundamental del capital social y de las normas sociales no aparece en la contabilidad nacional, pero lo reconocemos cada vez que aplaudimos al personal sanitario y a otros trabajadores esenciales. Y otra vez, esto también se aplica al cambio climático.

Pero aunque es preciso reconocer estas importantes semejanzas, no hay que pasar por alto los obstáculos que la crisis de la COVID‑19 crea a la transformación del modelo económico. En cualquier caso, las dificultades para la acción climática serán todavía más formidables después de la pandemia que hace unas pocas semanas.

En primer lugar, la acción climática es inherentemente global, mientras que la lucha contra una pandemia tiene un carácter mucho más local. La emisión de una tonelada de carbono dondequiera que sea produce el mismo efecto sobre la temperatura de la Tierra; por eso el combate al cambio climático demanda acuerdos globales.

Pero no sucede lo mismo con la pandemia. La conducta individual prudente beneficia a la propia familia más que a los vecinos, a los vecinos más que a otros residentes de la misma ciudad, y a los compatriotas más que a los extranjeros.

De modo que la protección del clima y la protección de la salud pública apelan a impulsos básicamente diferentes. Uno nos lleva a vernos como ciudadanos responsables del mundo, el otro nos retrotrae a nuestras raíces locales y al refugio (a menudo imaginario) de las fronteras nacionales.

Por ejemplo, hoy un 84% de los ciudadanos franceses está a favor de mantener las fronteras del país cerradas a los extranjeros. Nada asegura que después del trauma de la COVID‑19, la gente se muestre más dispuesta a cambiar de conducta en beneficio de la humanidad y de las generaciones futuras. Esta es una primera fuente de tensión.

La segunda tensión grave surgirá en el frente económico. Cuando las medidas de confinamiento terminen, las autoridades darán cada vez más importancia a revitalizar el crecimiento económico y el empleo. Como es entendible, la prioridad principal de todos los gobiernos será minimizar las cicatrices socioeconómicas de la crisis, garantizando que toda empresa que pueda reiniciar sus actividades lo haga.

Y es una prioridad indiscutible, por más que les pese a quienes quisieran recrear más que remediar. En una emergencia, la provisión de garantías crediticias y de ayuda económica a los trabajadores suspendidos sólo puede ser universal, no condicionada a promesas de determinada conducta futura. Con los aviones en tierra y sin pasajeros, ningún gobierno está dispuesto a condicionar el apoyo financiero a las aerolíneas a que estas hagan cambios fundamentales. Es tiempo de bomberos, no de arquitectos.

El momento correcto para influir en la marcha de la economía vendrá después, cuando se reanuden las inversiones y se extienda el horizonte temporal. Es de suponer que las empresas estarán dispuestas a oír la voz de quienes las ayudaron a sobrevivir.

Pero surgirá una tercera tensión cuando nos demos cuenta de cuánto más pobres nos dejó la crisis. Muchas empresas habrán quebrado y muchos trabajadores se habrán quedado sin empleo. Habrá que destinar más recursos a reforzar industrias y sistemas sanitarios, a costa del consumo actual. Y la deuda pública (a la que también llaman impuestos futuros, o alternativamente, inflación futura) habrá aumentado unos 20 o 30 puntos porcentuales del PIB.

Es probable que ciudadanos más pobres pongan reparos a soportar el costo de reemplazar el capital obsoleto «sucio» incorporado a sistemas de calefacción, autos y máquinas con capital más limpio pero costoso, por temor a destruir una proporción todavía mayor de los viejos empleos y reducir aún más los ingresos disponibles para el consumo inmediato. En cualquier caso, se profundizará la división entre los que se preocupan por el fin del mundo y los que se preocupan por llegar a fin de mes.

Los ecologistas tienen razón: una vez terminadas las acciones para remediar la crisis inmediata, la mayor conciencia colectiva creada nos dará una oportunidad de transformar las economías y cambiar nuestro modo de vida que no debemos desaprovechar. Pero tampoco deben ocultar la magnitud de los obstáculos ni presuponer que alguna nueva escuela de «economía vudú» hallará el modo de superar los dilemas que se presentarán. El único modo de tener más chances de éxito es reconocer la magnitud del desafío.

Este artículo se publicó en Proyect Syndicate.

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Jean Pisani-Ferry

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