MADRID – Algunos años apenas merecen una mención en los libros de historia; otros inspiran capítulos enteros. El año que pasó parece más bien de los segundos, y no hay duda de que la pandemia de COVID‑19, lo mismo que la de gripe española en 1918‑20, será recordada por mucho tiempo. Pero la notoriedad de un año no depende de su desarrollo en sí, sino de los cambios que produce. Un año anómalo después del cual todo sigue igual que antes es mucho menos significativo, desde un punto de vista histórico, que un año de inflexión: en el que se produce una gran transformación y comienza una nueva era para la humanidad. ¿A cuál de las dos clases pertenecerá 2020?
Hay buenos motivos para pensar que este año el mundo ha experimentado un cambio irrevocable. En particular, es muy posible que los hechos de los últimos doce meses hayan desencadenado un proceso fundamental de reformulación y recomposición de la relación entre el Estado y la sociedad, sobre todo en las democracias liberales de Occidente.
Desde el final de la Guerra Fría, se ha producido un creciente desequilibrio en los modelos sociales y económicos de las democracias occidentales. El libre mercado, visto en otros tiempos como un poderoso medio para el fortalecimiento de la democracia liberal (mediante la creación de una clase media demandante de derechos) se convirtió en un fin en sí mismo, un sujeto que es preciso sostener sin importar el coste.
Y el coste ha sido alto. Tal como requería la ortodoxia libremercadista, la globalización trajo consigo menos control de capitales, más apertura de fronteras, privatización a gran escala y desregulación. La gobernanza se transformó en una actividad más limitada y técnica, mientras actores privados cada vez más influyentes asumían un papel público.
Así pues, las corporaciones se sumaron a la nómina de los actores globales más poderosos, y se volvió más difícil para los gobiernos cobrarles impuestos y regularlas. En algunas áreas vitales (desde la difusión de desinformación en las redes sociales hasta la sostenibilidad ambiental) básicamente se ha dejado a las corporaciones regularse a sí mismas.
Si bien ha habido intentos de recuperar un poder de supervisión sobre el sector privado, estos no han provenido del Estado, sino de otros actores. Un ejemplo es la demanda de incluir en los informes no financieros obligatorios de las corporaciones las cuestiones «ambientales, sociales y de gobernanza». La presión pública y un creciente interés de los inversores alentaron a las empresas a mostrar avances en estas áreas. Pero al tiempo, estos criterios todavía adolecen, desde su formulación misma, de serios problemas en cuanto a transparencia y concreción. En todo ello, es evidente la ausencia del Estado.
Para muchos ciudadanos de a pie, la actuación del Estado en las últimas décadas se asemeja cada vez más a la de un proveedor de servicios privado; y mientras esto sucedía, la percepción respecto de las desigualdades intrasociales ha ido en aumento. Las derivaciones de la crisis financiera global de 2008 (a la que los gobiernos en general respondieron con soluciones parciales que apuntalaran los sistemas financieros y evitaran otra debacle) destruyeron la idea de que la democracia liberal es garantía automática de estabilidad y prosperidad, mientras China promovía un modelo propio alternativo, con un Estado central fuerte imbricado con el mercado. Quedaron así sentadas las bases de la competencia ideológica presente.
Del terremoto de la crisis financiera nació una oleada de populismo y nativismo que asoló gran parte de Occidente. El percibido aumento de la desigualdad y el escaso esfuerzo por enmendar la relación entre la ciudadanía y el Estado han ido debilitando la confianza en las instituciones, y las demandas de cambio radical (y a menudo reaccionario y contrario al Estado) van ganando resonancia.
Pero la pandemia de COVID‑19 ha originado un cierto regreso del Estado. Paralizadas las economías, los gobiernos canalizan inmensas sumas de dinero público para sostener la industria privada y evitar despidos. Y en Europa, a las intervenciones nacionales se suma el inédito fondo de recuperación Next Generation EU, con una dotación de 750 000 millones de euros (918 000 millones de dólares).
Además, la interrupción de cadenas de suministro genera expectativas de que el Estado garantice la provisión de productos estratégicos esenciales. Los llamamientos a relocalizar procesos productivos no sólo se han intensificado, sino que hoy connotan una reafirmación del control soberano sobre bienes estratégicos.
Asimismo, los gobiernos han reactivado (por primera vez en una generación) el ímpetu regulatorio, sobre todo en relación con las megatecnológicas, cuyo poder distorsionador del mercado va en aumento. Hace poco la Comisión Europea presentó nuevas normativas de carácter histórico (la Ley de Servicios Digitales y la Ley de Mercados Digitales) que buscan limitar el poder de estas empresas, y anunció otros proyectos de defensa de la competencia. En Estados Unidos, Alphabet (la empresa matriz de Google) y Facebook enfrentan demandas de la Comisión Federal de Comercio y gobiernos de estados por abuso de poder de mercado: crece la posición favorable a la división de estas megaempresas.
La pandemia ha mostrado que no es posible confiar en la «mano invisible» del mercado para la provisión de bienes públicos, menos aún para la defensa del interés público. Se necesita la presencia de la mano visible del Estado, a través de instituciones funcionales y eficaces y una buena gobernanza.
En un plano más básico, las medidas sanitarias y de protección de la seguridad pública actúan como recordatorio tangible y constante de la presencia del Estado, tan ausente estos últimos años. La opinión pública está dividida en cuanto al balance coste-beneficio de las medidas invasivas del espacio individual de privacidad y libertad; pero el papel del Estado es evidente para unos y otros. Se está produciendo un cambio de sensibilidades, que puede ser fundamento de transformaciones más amplias del modelo democrático liberal.
Nada asegura que 2020 no termine siendo sino una interrupción transitoria. Superada la pandemia gracias a la vacunación a gran escala, personas, corporaciones y gobiernos podrían regresen al statu quo previo. Sin encarar problemas fundamentales.
Si es así, la pandemia será recordada como otra tragedia, memorable, terrible, pero básicamente un hecho aislado. La disrupción de 2020 debería alentar una reflexión más profunda sobre la relación entre gobierno y gobernados, y un genuino fortalecimiento de las instituciones de la democracia liberal.
MADRID – Algunos años apenas merecen una mención en los libros de historia; otros inspiran capítulos enteros. El año que pasó parece más bien de los segundos, y no hay duda de que la pandemia de COVID‑19, lo mismo que la de gripe española en 1918‑20, será recordada por mucho tiempo. Pero la notoriedad de un año no depende de su desarrollo en sí, sino de los cambios que produce. Un año anómalo después del cual todo sigue igual que antes es mucho menos significativo, desde un punto de vista histórico, que un año de inflexión: en el que se produce una gran transformación y comienza una nueva era para la humanidad. ¿A cuál de las dos clases pertenecerá 2020?
Hay buenos motivos para pensar que este año el mundo ha experimentado un cambio irrevocable. En particular, es muy posible que los hechos de los últimos doce meses hayan desencadenado un proceso fundamental de reformulación y recomposición de la relación entre el Estado y la sociedad, sobre todo en las democracias liberales de Occidente.
Desde el final de la Guerra Fría, se ha producido un creciente desequilibrio en los modelos sociales y económicos de las democracias occidentales. El libre mercado, visto en otros tiempos como un poderoso medio para el fortalecimiento de la democracia liberal (mediante la creación de una clase media demandante de derechos) se convirtió en un fin en sí mismo, un sujeto que es preciso sostener sin importar el coste.
Y el coste ha sido alto. Tal como requería la ortodoxia libremercadista, la globalización trajo consigo menos control de capitales, más apertura de fronteras, privatización a gran escala y desregulación. La gobernanza se transformó en una actividad más limitada y técnica, mientras actores privados cada vez más influyentes asumían un papel público.
Así pues, las corporaciones se sumaron a la nómina de los actores globales más poderosos, y se volvió más difícil para los gobiernos cobrarles impuestos y regularlas. En algunas áreas vitales (desde la difusión de desinformación en las redes sociales hasta la sostenibilidad ambiental) básicamente se ha dejado a las corporaciones regularse a sí mismas.
Si bien ha habido intentos de recuperar un poder de supervisión sobre el sector privado, estos no han provenido del Estado, sino de otros actores. Un ejemplo es la demanda de incluir en los informes no financieros obligatorios de las corporaciones las cuestiones «ambientales, sociales y de gobernanza». La presión pública y un creciente interés de los inversores alentaron a las empresas a mostrar avances en estas áreas. Pero al tiempo, estos criterios todavía adolecen, desde su formulación misma, de serios problemas en cuanto a transparencia y concreción. En todo ello, es evidente la ausencia del Estado.
Para muchos ciudadanos de a pie, la actuación del Estado en las últimas décadas se asemeja cada vez más a la de un proveedor de servicios privado; y mientras esto sucedía, la percepción respecto de las desigualdades intrasociales ha ido en aumento. Las derivaciones de la crisis financiera global de 2008 (a la que los gobiernos en general respondieron con soluciones parciales que apuntalaran los sistemas financieros y evitaran otra debacle) destruyeron la idea de que la democracia liberal es garantía automática de estabilidad y prosperidad, mientras China promovía un modelo propio alternativo, con un Estado central fuerte imbricado con el mercado. Quedaron así sentadas las bases de la competencia ideológica presente.
Del terremoto de la crisis financiera nació una oleada de populismo y nativismo que asoló gran parte de Occidente. El percibido aumento de la desigualdad y el escaso esfuerzo por enmendar la relación entre la ciudadanía y el Estado han ido debilitando la confianza en las instituciones, y las demandas de cambio radical (y a menudo reaccionario y contrario al Estado) van ganando resonancia.
Pero la pandemia de COVID‑19 ha originado un cierto regreso del Estado. Paralizadas las economías, los gobiernos canalizan inmensas sumas de dinero público para sostener la industria privada y evitar despidos. Y en Europa, a las intervenciones nacionales se suma el inédito fondo de recuperación Next Generation EU, con una dotación de 750 000 millones de euros (918 000 millones de dólares).
Además, la interrupción de cadenas de suministro genera expectativas de que el Estado garantice la provisión de productos estratégicos esenciales. Los llamamientos a relocalizar procesos productivos no sólo se han intensificado, sino que hoy connotan una reafirmación del control soberano sobre bienes estratégicos.
Asimismo, los gobiernos han reactivado (por primera vez en una generación) el ímpetu regulatorio, sobre todo en relación con las megatecnológicas, cuyo poder distorsionador del mercado va en aumento. Hace poco la Comisión Europea presentó nuevas normativas de carácter histórico (la Ley de Servicios Digitales y la Ley de Mercados Digitales) que buscan limitar el poder de estas empresas, y anunció otros proyectos de defensa de la competencia. En Estados Unidos, Alphabet (la empresa matriz de Google) y Facebook enfrentan demandas de la Comisión Federal de Comercio y gobiernos de estados por abuso de poder de mercado: crece la posición favorable a la división de estas megaempresas.
La pandemia ha mostrado que no es posible confiar en la «mano invisible» del mercado para la provisión de bienes públicos, menos aún para la defensa del interés público. Se necesita la presencia de la mano visible del Estado, a través de instituciones funcionales y eficaces y una buena gobernanza.
En un plano más básico, las medidas sanitarias y de protección de la seguridad pública actúan como recordatorio tangible y constante de la presencia del Estado, tan ausente estos últimos años. La opinión pública está dividida en cuanto al balance coste-beneficio de las medidas invasivas del espacio individual de privacidad y libertad; pero el papel del Estado es evidente para unos y otros. Se está produciendo un cambio de sensibilidades, que puede ser fundamento de transformaciones más amplias del modelo democrático liberal.
Nada asegura que 2020 no termine siendo sino una interrupción transitoria. Superada la pandemia gracias a la vacunación a gran escala, personas, corporaciones y gobiernos podrían regresen al statu quo previo. Sin encarar problemas fundamentales.
Si es así, la pandemia será recordada como otra tragedia, memorable, terrible, pero básicamente un hecho aislado. La disrupción de 2020 debería alentar una reflexión más profunda sobre la relación entre gobierno y gobernados, y un genuino fortalecimiento de las instituciones de la democracia liberal.