28 de julio 2016
Fuí concebida en acto de apasionada joven de diecisiete años. Según me cuentan, me deslicé imperceptiblemente a la vida una fría madrugada en Matagalpa, rodeada de tías abuelas, vírgenes virtuosas que afanadas bañaron mi cuerpo de aceites y agua tibia y perfumada.
Me bautizaron con un nombre poético y vital, combinación del de mi madre: Vida, sinónimo de Eva, la mujer expulsada del paraíso y del que aparecía el 28 de mayo de 1944, en el Almanaque de Bristol: Luz, de Nuestra Señora de la luz, mujer elegida entre todas las mujeres para Madre de Dios.
Según la ubicación de los astros a la hora de mi nacimiento, pertenezco al signo Géminis, por lo tanto soy pagana y mística, terrestre y celeste, versátil, con talento para ser muchas cosas, pero fundamentalmente poeta.
Acorde a la cultura a la que pertenezco, mi padre me dió el apellido con el que me incorporé a la vida civil y más tarde a la literaria.
Fuí una niña quieta y ensimismada, con algunos pocos focos de atención, por ejemplo, el momento en que la vieja tía Elvira, abría su cofre de madera y exponía la miscelánea de: vestidos doblados, novenas, rosarios, estampas de Primera Comunión, Recordatorios de difuntos y dentro de un sobre, discretamente reposando, una foto amarillenta por el paso de los años de un galán en pose de Rodolfo Valentino, dedicada amorosamente a ella en hermosa letra Spencer .
Me dormía con los cuentos de la tía Adelina y me despertaba bajo la cariñosa mirada de ojos verdes de la tía Pastora. Rezaba por todas las causas justas del mundo y por las ánimas del purgatorio a quienes las tías sacaban de pena cada año en la Cuaresma, entrando y saliendo del Templo en un rito simbólico. Quise ser querubín, me gustaba sentirme elegida.
En mi infancia, las tías me contaron las maravillas del paraíso terrenal despertándome la vocación de santa, de tal manera que a los siete años me quedaba hipnótica y de rodillas, bajo los fulgurantes rayos de oro que circundaban la hostia expuesta en el altar los días Jueves, o atorozonada contemplaba el cuerpo de un Cristo con expresión agónica:
“Ël hombre quebrantado sufre y calla/La corona de espinas lo lastima/No lo alcanza la befa de la plebe que ha visto su agonía tantas veces”.
Los primeros catorce años los viví en ocho ciudades, donde nuestra familia compuesta de seis hermanos con los que jugué a la pequeña madre, se trasladaba de acuerdo a los transferimientos que ordenaban a nuestro padre militar; de esa manera absorbí la geografía de mi patria, arraigándome en ella con la fuerza de una planta simbiótica.
Parte de los estudios primarios los realicé en el Colegio Ramona Rizo de Matagalpa, donde su Directora, Lucidia Mantilla, mujer soltera, de recia personalidad, era a la vez fogosa líder del partido conservador y se caracterizaba por el dominio de la oratoria; a ella debo mis primeras composiciones literarias y la fuerte emoción que todavía me provocan las marchas entonadas por las Bandas de Guerra los días patrios.
Los estudios secundarios los realicé en el Colegio de la Asunción, donde santas mujeres me fomentaron la idealización de la realidad, la radicalidad del Evangelio, la honestidad personal. A los catorce años en vez de escribir el diario como lo hacían mis contemporáneas, empecé a escribir poemas con versos rimados. De Rubén Darío recuerdo a mi padre con la voz engolada leyéndome “La cabeza del Rawí” a la altura de mis diez años; Amado Nervo y Gustavo Adolfo Bécquer fueron mi inseparable compañía. Me estremecía escuchar a una compañera de estudios declamando “Entierro de pobres”, de Azarías H. Pallais.
En el romanticismo de los dieciséis años me acompañaron “Los veinte poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda. Los poetas de la vanguardia nicaraguense, la poesía norteamericana completaron los libros amigos.
A los diecinueve años me conquistó quien iba a ser mi esposo durante trece años. Fuimos felices diez de ellos, tuvimos cuatro hijos que adoro. A los trece años nos divorciamos por motivos ideológicos, la revolución estalló con fuegos pirotécnicos en mi pueblo y en mi corazón; me entregué a ella apasionadamente. Leí entonces a los poetas cubanos y a Mayakovsky. Descubrí a Ana Ajmátova, a Rosario Castellanos y las biografías de Frida Kalho, Tina Modotti; “Ël cuarto propio” de Virginia Woolf; Elena Poniatovska.
Viví a fondo el compromiso social como expresión de la fe que se me había enraizado desde la infancia y encontré a Cristo encarnado en la historia. Me afirmé mujer como ser histórico con derechos y oportunidades iguales.
Fuí capaz de encontrar el amor de nuevo a los cuarenticinco años y de contar con la audacia de mi compañero de igual edad, para asumir la convivencia cotidiana. Este compromiso espontáneo lo renovamos día a día, sorteando las mil y una trampas de la vida, resolviendo la mutua entrega y posesión a la vez que la libertad de los espacios de cada uno. Amo su alegría y vitalidad, su abrazo poderoso.
Continúo encontrando causas por las cuales luchar y vivír, me enorgullecen mis hijas y mis amigas, mujeres crecidas, extraordinarias y me enternecen mis hijos y los amigos varones que tratan de crecer aún contra sus propios intereses y de transformar la realidad para construir un mundo para todos (as).
Una vez dije que no podía separar la revolución, la fe y la poesía, sigo pensando igual, porque el centro de todo es el AMOR.
Publicado por la Asociación Nicaragüense de Escritoras.