5 de enero 2022
De vez en cuando el periodismo europeo se interesa en América Latina, casi siempre por violencia, narcotráfico, migrantes, golpes de Estado, dictaduras, catástrofes naturales, etc., y pocas veces la mirada es a la inversa, y es lo que me propongo hacer desde Managua a propósito de los negacionistas antivacunas de todo tipo y color, un fenómeno masivo –aunque minoritario-- en varios países del Viejo Continente, y que, francamente, no consiento, y por tanto rechazo.
Casi cada semana estos europeos que parecieran contradecir la buena imagen de pueblo culto cuidadosamente tejida durante muchos años, se manifiestan en las principales ciudades en contra de la vacunación, del pasaporte covid y de medidas restrictivas, y yo solo pienso –no sin cierta indignación- que millones de latinoamericanos necesitan con urgencia las vacunas que, como si fueran cretinos, ellos están rechazando.
El principal argumento antivacunación no es religioso, pero existe en europeos atrapados en el fanatismo y el apasionamiento de este tipo. En Nicaragua tengo una hermana que es “Testigo de Jehová” --una de las sectas más reaccionarias y antisociales que, entre otras cosas, se opone a las transfusiones sanguíneas incluso cuando son necesarias para salvar vidas--. Pero ella se vacunó. Recibió dos dosis más una de refuerzo.
En Europa millones de practicantes de alguna religión se oponen de manera militante a las vacunas, exportando al mundo una imagen de ignorancia y fanatismo medieval que no concuerda con el estereotipo de pueblo altamente educado y amante de los descubrimientos científicos y de los nuevos derroteros que la ciencia abre a favor de la humanidad.
También hay quienes tienen una concepción “naturalista” basada en la capacidad de por sí --sin necesidad de algún agente externo-- que supuestamente tiene el cuerpo humano para rechazar cuantos virus osen atacarlo. Andan perdidos estos señores trogloditas. Son quienes no quieren que entre en su cuerpo un elemento extraño, así que seguramente rechazan el alcohol, la marihuana, los calmantes y otras drogas. Estoy de acuerdo con evitar al máximo los medicamentos, inyecciones, etc., salvo situaciones indispensables.
Es un argumento más que tonto, porque está comprobado en todo el mundo que la mayoría de los contagiados y fallecidos en los últimos meses son quienes no permitieron que les inocularan en su cuerpo “ese elemento extraño terrible” –causante de “pesadillas insoportables”- que es la vacuna anticovid. Ha sido la mejor demostración de que los vacunados son menos propensos a ser hospitalizados y a morir, aunque el coronavirus los puede alcanzar, pero levemente, excepto cuando hay enfermedades crónicas de por medio.
Están contra la ciencia aquellos europeos y de otros países desarrollados que no permiten que los inoculen contra el covid-19 porque consideran que las vacunas “son muy nuevas”, que “no hay suficientes estudios que prueben que no existen efectos secundarios relevantes”. Más de ocho mil seiscientos millones de seres humanos nos hemos vacunado en todo el mundo y gracias a ello no formamos parte de las estadísticas de la muerte y seguimos adelante con nuestra vida cotidiana con las alteraciones generales que causa una pandemia.
En los Estados Unidos de Norteamérica, Donald Trump se encargó de sacar de cuevas milenarias y de sarcófagos carcomidos por el tiempo, lo peor de la sociedad estadounidense: los supremacistas blancos, los fascistas y los negacionistas-conspiracionistas para quienes la Tierra es plana y el hombre no ha salido al espacio exterior y por tanto tampoco ha llegado a la Luna. Parecen primitivos y salvajes.
Lo peor de Europa no lo sacó a flote ningún líder político de extrema derecha, sino el coronavirus, que ha puesto sobre el tapete el pensamiento feudal agazapado durante siglos. Se proyectan agentes sociales atrasados y perniciosos que para negar la ciencia paradójicamente enarbolan la bandera de la Revolución Francesa y de la libertad individual.
Se niegan a las disposiciones gubernamentales que exigen constancia de vacunación para entrar los estadios, teatros, cines, restaurantes, parques, ferias, etcétera, y alzan el grito al cielo, profundamente conmovidos e iracundos, expresando en grupos multitudinarios que les están violando sus derechos individuales.
Mienten porque con su pretendida defensa de la libertad individual --derecho a decidir vacunarse o no--, violan el derecho de otras personas a vivir, porque al negarse a la inoculación le abren paso a enfermarse, a contagiar a sus vecinos y amistades, incluso a sus mismos familiares, y con ello a la posibilidad de hospitalización, intubación y muerte. ¿Tienen derecho a matar a sus semejantes?
La libertad individual llega hasta donde comienzan los derechos de los demás, y en este caso se trata de un derecho superior que tiene que ver con la vida y la muerte. Su derecho a no vacunarse no les da derecho a contagiar a otros seres humanos, mucho menos a que estos mueran por su culpa. Desde donde se le mire, esta reivindicación de derechos individuales no es justa, es antihumana, no es aceptable sino, por el contrario, totalmente reprochable.
Argumentan algunos que el pasaporte anticovid no pretende conocer si la persona está vacunada, sino imponer subrepticiamente un nuevo tipo de control social, porque alguna información personal –datos generales que están en los pasaportes, en los carné para identificarse y para los servicios sociales-- se comunica a restaurantes y discotecas y muchos establecimientos más, lo cual atenta contra la privacidad de los datos de las personas. Protestan ante esto, pero muchos de ellos inundan las redes sociales con información sobre sus hábitos y preferencias, acerca de sus trabajos y sus familias.
Hay que estar un poco mal de la cabeza para levantar estas banderas de la muerte que además de ilegítimas, son hipócritas, porque ignoran los derechos sociales. No les importa afectar a los demás, únicamente que se cumpla su capricho de no vacunarse por sus pistolas. Quizás el miedo de algunas personas pueda ser una razón aceptable. Pero el miedo a morir por la pandemia debería ser mayor.
Me parece una estupidez el argumento de que el covid no es una amenaza para la gente, cuando ya la plaga dejó un reguero de cadáveres de más de 5.3 millones en todo el mundo y cerca de 300 millones de contagiados. Según estos negacionistas, ¿hasta qué cifra hay que llegar para considerar el coronavirus como una amenaza a la vida humana? ¿Acaso esperan que se produzca una mortandad como la que dejó la última peste negra en Asia y Europa para creer que el actual virus acaba con la vida humana?
Este negacionismo también muestra lo extremadamente complejos, contradictorios y difíciles de descifrar, que podemos ser los humanos