15 de mayo 2016
Cambridge – Donald Trump, probable nominado presidencial del Partido Republicano a las presidenciales de Estados Unidos, ha expresado un profundo escepticismo acerca del valor de las alianzas en el ámbito internacional. La suya es una visión del mundo muy propia del siglo diecinueve.
En ese entonces, Estados Unidos se atenía al consejo de George Washington de evitar “enredarse en alianzas”, poniendo en práctica la Doctrina Monroe, que se centraba en los intereses estadounidenses en el hemisferio occidental. Sin un ejército de gran tamaño (y con una armada que en la década de 1870 era inferior a la de Chile), el país tenía un papel menor en el equilibrio de poder global del siglo XIX.
Todo esto cambió decisivamente con la entrada de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial, cuando Woodrow Wilson rompió la tradición y envió tropas a luchar en Europa. Además, propuso una Liga de las Naciones para organizar la seguridad colectiva a nivel global.
Pero después de que el Senado rechazara el ingreso del país a la Liga en 1919, las tropas se quedaron en casa y Estados Unidos volvió “a la normalidad”. Si bien ya era un importante actor global, se volvió virulentamente aislacionista. El hecho de no ser parte de las alianzas de los años 30 preparó el escenario para una década desastrosa, marcada por la depresión económica, el genocidio y otra guerra mundial.
No deja de ser inquietante el que el discurso más detallado sobre política exterior que Trump ha pronunciado hasta la fecha se inspire precisamente en este periodo de aislamiento y sentimiento de “Estados Unidos es lo primero”. Siempre ha sido una corriente en la política interna, pero ha permanecido fuera de las líneas principales desde fines de la Segunda Guerra Mundial, por buenas razones: más que promover la paz y la prosperidad interior y exterior, acaba obstaculizándolas.
El abandono del aislamiento y el comienzo del “siglo americano” en la política mundial estuvo marcado por las decisiones del Presidente Harry Truman tras la Segunda Guerra Mundial, que condujo a alianzas permanentes y a la presencia militar en el exterior. Estados Unidos invirtió fuertemente en el Plan Marshall de 1948, creó la OTAN en 1949 y encabezó una coalición de las Naciones Unidas que luchó en Corea en 1950. En 1960, el Presidente Dwight Eisenhower firmó un tratado de seguridad con Japón. Hasta el día de hoy hay desplegadas tropas estadounidenses en Europa, Japón y Corea.
Si bien en Estados Unidos ha habido amargas diferencias internas sobre sus desastrosas intervenciones en países en desarrollo como Vietnam e Irak, existe un consenso básico sobre su sistema de alianzas, y no sólo entre quienes están a cargo de pensar y delinear la política exterior. Las encuestas de opinión muestran que una mayoría de la población apoya a la OTAN y la alianza con Japón. A pesar de ello, por primera vez en 70 años un candidato presidencial relevante pone en duda este consenso.
Las alianzas no sólo refuerzan el poder de EE.UU., sino que mantienen la estabilidad geopolítica. Por ejemplo, reduciendo la peligrosa proliferación de las armas nucleares. Si bien los presidentes y secretarios de defensa estadounidenses algunas veces se han quejado sobre los bajos niveles de gastos en defensa de sus aliados, siempre han entendido que la mejor manera de ver las alianzas es como compromisos de estabilización: como amistades en lugar de una suerte de transacciones inmobiliarias.
A diferencia de las alianzas de conveniencia, en constante cambio, que caracterizaron el siglo diecinueve, las alianzas modernas de Estados Unidos han sostenido un orden internacional relativamente predecible. En algunos casos, como Japón, el financiamiento por parte del país anfitrión hace que tener tropas fuera sea incluso menos costoso que dentro de Estados Unidos.
Y, aun así, Trump hace uso de las virtudes de la imprevisibilidad, táctica potencialmente útil a la hora de negociar con los enemigos, pero desastrosa para dar seguridad a los amigos. A menudo los estadounidenses se quejan de los polizones, sin reconocer que su país es quien conduce el bus.
No es para nada imposible que un nuevo competidor (por ejemplo, Europa, Rusia, India, Brasil o China) supere a Estados Unidos en las próximas décadas y se haga cargo del timón. Pero no es muy probable. Una de las características que distinguen a Estados Unidos de las “grandes potencias dominantes del pasado”, según el distinguido estratega británico Lawrence Freedman, es que “el poderío de EE.UU. se basa en alianzas más que en colonias”. Las alianzas son recursos; las colonias son cargas.
La narrativa del declive estadounidense tiende a ser imprecisa y equívoca. Aún más, tiene peligrosas implicaciones si sirve de estímulo para que países como Rusia se embarquen en políticas aventureras, China tenga una actitud más agresiva hacia sus vecinos o Estados Unidos sobrerreacione por temor. El país tiene muchos problemas, pero no está en absoluto en declive y es probable que en el futuro próximo siga siendo más poderoso que cualquier otro estado individual.
El verdadero problema para Estados Unidos no es que China u otro contendor lo supere, sino los nuevos obstáculos para la gobernanza global que plantee el ascenso de los recursos de poder de otros actores, estatales y no estatales. El verdadero reto será la entropía y la incapacidad de hacer realidad los objetivos que ésta pueda causar.
Debilitar las alianzas de Estados Unidos, resultado probable de las políticas que Trump plantea, difícilmente será la manera de “volver a hacer grande a América”. El país tendrá que hacer frente a una creciente cantidad de problemas trasnacionales que le exigirán ejercer el poder con otros, tanto como sobre otros. Y, en un mundo de complejidad creciente, los estados más conectados son los más poderosos. Como lo expresara Anne-Marie Slaughter, “la diplomacia es capital social; depende de la densidad y el alcance de los contactos diplomáticos de una nación”.
Según el Lowy Institute de Australia, Estados Unidos se encuentra a la cabeza de la clasificación de países en cuanto a cantidad de embajadas, consulados y misiones. Tiene alrededor de 60 aliados firmantes de tratados, mientras que China sólo unos cuantos. La revista Economist estima que se los 150 mayores países del mundo, cerca de 100 se inclinan hacia EE.UU., mientras que 21 lo hacen en su contra.
Contrariamente a las afirmaciones de que estamos por llegar a un “siglo de China”, no hemos entrado a un mundo post-estadounidense. EE.UU. sigue teniendo un papel central para el equilibrio del poder global y la provisión de bienes públicos en todo el mundo.
Pero la preeminencia estadounidense en términos militares, económicos y de poder blando no lucirá como antes. La proporción de EE.UU. en la economía mundial bajará, así como su capacidad de influir sobre medidas prácticas y el modo de organizarlas. Más que nunca, será esencial su capacidad de sustentar la credibilidad de sus alianzas, así como de establecer nuevas redes.
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Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Joseph S. Nye, Jr. es profesor con Servicio Distinguido en la Universidad de Harvard y autor de Is the American Century Over? (¿Se ha acabado el siglo americano?)
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