8 de diciembre 2024
Frente al alarmante triunfo de Donald Trump, muchos progresistas han reaccionado de una de dos formas. Es difícil decidir cuál es peor.
La primera es el rencor. El día después de las elecciones me encontré con un amigo estadounidense liberal, que andaba sin afeitarse y con los ojos lacrimosos. “Esta elección prueba que los americanos no son buena gente”, me dijo.
La segunda es la negación. Un ejemplo es la columna reciente del economista Nobel, Joseph E. Stiglitz. Los demócratas deben abandonar el neoliberalismo, proclama, como si Joe Biden y su equipo no hubieran pasado los últimos cuatro años haciendo exactamente eso.
Las dos reacciones pisan un terreno empíricamente débil. Peor aún es que, por cierto, resultarán políticamente autodestructivas.
Decirles a los electores que son estúpidos o desalmados, rara vez es buena idea. Hillary Clinton lo intentó en 2016, cuando (como es bien sabido) llamó a los partidarios de Trump “una tropa de deplorables”, lo que pudo haberle costado la presidencia. Biden no ayudó a la campaña de Kamala Harris cuando al parecer se refirió a los seguidores de Trump como “basura”.
Tampoco tiene sentido insistir en una estrategia electoral que no ha dado resultados. Después de perder una elección, la reacción pavloviana de los partidos tanto de derecha como de izquierda es sostener que, si hubieran sido “más fieles a sus principios”, “creíblemente conservadores” o “predeciblemente progresistas”, seguro que habrían ganado.
¿En realidad hay prosperidad fácil?
En 2015, después de que el conservador David Cameron derrotara ampliamente al izquierdista Ed Miliband, el Partido Laborista británico eligió como líder a Jeremy Corbyn, un charlatán de extrema izquierda, quien en 2019 condujo a su partido a la mayor derrota electoral desde la Gran Depresión. Solo cuando los progresistas británicos optaron por el moderado Keir Starmer lograron derrotar a los conservadores y volver al poder.
Desde hace más de diez años, el ascenso de populistas autoritarios de derecha como Trump, Victor Orbán en Hungría, Jair Bolsonaro en Brasil o Narendra Mori en la India, ha sido explicado más o menos así: las políticas económicas supuestamente neoliberales destruyeron los empleos en el sector industrial, empeoraron la distribución del ingreso y hundieron a la clase media, lo que hizo que los votantes que se sienten dejados atrás, se vuelquen hacia los demagogos que venden una prosperidad fácil y un nacionalismo barato.
El corolario político, nos dicen, es evidente: hay que proteger a la industria nacional con barreras arancelarias, incrementar el gasto fiscal en servicios sociales y la infraestructura verde (creando así buenos empleos), transferir efectivo a los hogares pobres… y observar cómo los votantes pronto vuelven al redil de los partidos progresistas.
Pues bien, Joe Biden hizo todo esto. Y no funcionó.
Tomaron la ayuda de Biden, pero votaron por Trump
Biden mantuvo los aranceles que Trump había impuesto a los productos chinos. Puso en vigor un tremendo estímulo fiscal de US$1,9 billones, que consistía precisamente en gastos en salud para combatir la pandemia, cheques enviados a los hogares necesitados, y transferencias a Gobiernos estaduales y locales. Y luego promulgó la mal llamada Ley de Reducción de la Inflación (Inflation Reduction Act), que proporcionó más de lo mismo, además de cuantiosos subsidios verdes y fondos para disminuir el precio de los medicamentos, fortalecer la ley de seguro médico comúnmente llamada “Obamacare”, y financiar proyectos de infraestructura.
Los obreros de Wisconsin, Michigan y Pensilvania se embolsaron los subsidios, ocuparon los puestos de trabajo (el desempleo en Estados Unidos al momento de las elecciones era muy bajo: apenas 4.1%) y luego votaron por Donald Trump.
El problema con el paquete de Biden no fue cuestión de lógica económica. Es cierto que el estímulo fiscal de 2021, aplicado poco después del amplio estímulo de Trump, causó inflación. También es cierto que no hay restricciones arancelarias capaces de restablecer la antigua gloria del empleo manufacturero del Oeste Medio, dado que la proporción de dichos empleos ha caído en todo el mundo desarrollado, incluso en una potencia manufacturera como Alemania. Pero, por otra parte, los gastos en salud e infraestructura, así como los subsidios destinados a acelerar la transición verde, eran indispensables y se aplicaron con rapidez.
Votantes se sienten irrespetados
El problema con el enfoque de Biden reside en otro ámbito: su diagnóstico político. La teoría de que el apoyo a los populistas era tan solo reflejo de los problemas del bolsillo, resultó completamente errada. Y la fantasía tecnocrática de que se puede derrotar a los Trump y a los Bolsonaro del mundo con un subsidio por aquí y un arancel por allá, resultó ser exactamente eso: una fantasía.
Esta no es una crisis de ingresos, sino una crisis de identidad y respeto. El columnista del New York Times, David Brooke, lo expresó con claridad el día después de las elecciones: “Ese gran alarido que se escuchó fue por la redistribución del respeto”. Hay votantes que se sienten menospreciados por las élites de todo tipo, entre ellas las políticas, sean estas de izquierda o de derecha.
Por ello se vuelven en contra de los incumbentes, sin importar las preferencias políticas que estos tengan. Los electores menospreciados se volvieron en contra de la progresista Kamala Harris, y probablemente se vuelvan en contra del progresista Justin Trudeau en Canadá. Pero en los sondeos de opinión o las elecciones también rechazaron rotundamente a los conservadores Boris Johnson en el Reino Unido y Sebastián Piñera en Chile, como también a Xóchitl Gálvez en México, quien no detentaba ningún cargo, pero parecía representar a las élites tradicionales.
La conexión populista
No me malinterpreten: esto no tiene que ver con wokeness. Es posible que la obsesión con los pronombres y lo que es políticamente correcto haya alejado del Partido Demócrata a más de algún votante en más de algún estado de la nación. El mismo fenómeno empujó a los votantes evangélicos a los brazos de Bolsonaro en Brasil. Pero la reacción contraria a las élites políticas tradicionales también ha ocurrido en lugares como Turquía y la India, donde la cuestión sobre si se debería decir él, ella o ellos no es un asunto candente.
El liberalismo –la idea, expresada mediante la democracia política y los mercados razonablemente abiertos, de que los seres humanos nacen iguales y tienen derecho a igual dignidad y respeto– ha construido las sociedades más libres, más felices y más prósperas de la historia de la humanidad. No obstante, los electores en las democracias liberales de hoy (sean recientes o establecidas hace ya mucho) se preguntan no solo si las instituciones liberales les proveerán más bienes y servicios, sino también si los valores liberales siguen representando lo que ellos son y lo que sienten, y si los políticos liberales realmente los protegen y defienden.
Los populistas como Trump no triunfan porque simplemente prometen defender la industria y el empleo nacionales. Les va bien porque apelan a las sensibilidades y a los valores profundos de los votantes, conectándose con sus identidades (y las supuestas amenazas a dichas identidades), y comprendiendo mucho mejor que los liberales la índole tribal de la política contemporánea.
Todo esto exige una reflexión seria por parte de los liberales y los progresistas, mucho más seria de lo que podría lograr el llamado pavloviano a “abandonar el neoliberalismo”.
*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.