1 de enero 2016
Han pasado 14 años desde que el presidente George W. Bush declaró una “guerra global contra el terrorismo”. Hoy, tras gastar 1,6 billones de dólares y matar a 101 cabecillas (de Osama bin Laden a “Jihadi John”), Occidente sigue siendo tanto o más vulnerable a los extremistas, que pueden reclutar combatientes y golpear casi con total libertad cualquier capital occidental. Ahora otro presidente (el francés François Hollande) también declaró la guerra al terrorismo, como lo han hecho otros líderes europeos. ¿Estará la victoria más cerca? Yo tengo mis dudas.
Es hora de considerar que la fuerza de nuestros oponentes deriva, al menos hasta cierto punto, de sentimientos similares a los que animaron la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa: de frustración y exclusión respecto del sistema predominante. En las colonias americanas de Gran Bretaña antes de 1776, y en toda Francia en los años previos a 1789, la gente común sentía que sus vidas, sus bienes y sus negocios habían estado demasiado tiempo sujetos a las arbitrariedades de los gobernantes. Esa misma animosidad se siente hoy en día en Medio Oriente y el norte de África.
No olvidemos que la Primavera Árabe empezó cuando un pobre emprendedor tunecino, Mohamed Bouazizi, se inmoló a lo bonzo en diciembre de 2010 para protestar contra la impiadosa expropiación de su negocio. Según me dijo su hermano Salem en una entrevista grabada para la televisión pública estadounidense, Bouazizi se suicidó por “el derecho de los pobres a comprar y vender”.
Antes de que pasaran 60 días de su muerte, su mensaje galvanizó al mundo árabe. Otros sesenta y tres pequeños emprendedores de todo Medio Oriente repitieron su acto de inmolación, lo que alentó a cientos de millones de árabes a tomar las calles y derribar cuatro gobiernos. La fuerza de su furia sigue desestabilizando toda la región.
Pero Occidente no captó el mensaje. Como siempre, se concentró en el ajuste macroeconómico y en la asistencia técnica, sin detenerse a considerar los derechos de propiedad de la mayoría pobre. Es un viejo problema: en vez de recordar que la protección legal de la propiedad emancipó a sus sociedades de las garras de soberanos abusivos, los occidentales de izquierda piensan que es un dogma de la derecha, los conservadores la dan por sentada y los economistas la asocian con el mercado inmobiliario y la carpintería.
La incapacidad de Occidente para alentar a los gobiernos árabes a instituir, proteger y mejorar derechos de propiedad para sus ciudadanos (además de proveerles de medios) creó un vacío que no tardaron en ocupar los nacionalistas románticos de la región y su progenie terrorista, que ahora está enviando sus militantes a Europa. Claro que estos fanáticos no podrán mejorar el nivel de vida de los pobres ni mucho menos; basta observar el gobierno abusivo del denominado Estado Islámico en su autoproclamado califato. Pero en un clima de privación y frustración, es fácil conseguir adherentes con promesas falsas.
¿Hasta cuándo olvidará Occidente que el capitalismo democrático exige una firme protección de la propiedad que fije límites claros a lo que el Estado puede hacer? Igual que el universo entrópico y como cualquier espacio abierto, el mercado global es un sitio turbulento donde no abunda el respeto por la vida. Todos los sistemas vivos, ya sean naturales u organizados por el hombre, se originan y operan solamente en espacios encapsulados. Células, moléculas, órganos corporales, computadoras o grupos sociales; todos y cada uno están contenidos y constreñidos dentro de límites: una membrana, una epidermis, una pared o una normativa legal
En el interior de nuestros cuerpos, complejas estructuras multicelulares se sostienen gracias a la producción de moléculas que aseguran la cooperación y el intercambio de información entre las células, en un proceso llamado “señalización”, cuyo debilitamiento puede llevar a la aparición de trastornos como el cáncer. Las células separadas de otras células o de la matriz que las rodea suelen morir en poco tiempo; este proceso se llama “anoikis”, que en griego quiere decir “no tener hogar”.
Quien ponga fin a la “anoikis” en Medio Oriente ganará la guerra contra el terrorismo. Por eso Occidente y sus aliados deben ayudar al 80% de la población, cuya supervivencia depende de que se fijen límites para proteger a las personas y a sus bienes (derechos de propiedad y responsabilidad limitada). Esas personas necesitan mecanismos de señalización para detectar el peligro (sistemas de información y seguimiento que surgen del registro de bienes y empresas). Necesitan moléculas aglutinantes que las interconecten y permitan crear combinaciones cada vez más complejas y valiosas (contratos con fuerza legal). Y necesitan capacidad de usar sus bienes para obtener crédito y crear capital (uso de acciones y títulos para dividir propiedades, ampliarlas y usarlas como garantía). De lo contrario, las fuerzas militares combinadas de Europa y Estados Unidos (a las que ahora se les sumó Rusia) no lograrán nada.
Si Hollande, el próximo presidente de Estados Unidos y sus aliados árabes quieren detener el terrorismo, deben presionar a los gobiernos de Medio Oriente (y ayudarlos) para que provean a sus pueblos de protecciones que les permitan expresar su potencial y prosperar en el mercado global en condiciones de igualdad. Es lo que hicieron los revolucionarios estadounidenses y franceses. Y es la forma más segura de quitarles a los extremistas el atractivo del que depende su existencia.