18 de noviembre 2021
NUEVA YORK – La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26), realizada en Glasgow, resultó ser insuficiente para alcanzar lo que se necesita para tener un planeta seguro, principalmente debido a la misma falta de confianza que por casi tres décadas ha afectado las negociaciones climáticas. Los países en desarrollo ven el cambio climático como una crisis causada en gran medida por los países ricos, a los que además ven reluctantes a asumir su responsabilidad histórica y actual por la crisis. Preocupados por acabar teniendo que pagar los costes, muchos países en desarrollo claves, como la India, no se sienten muy atraídos por negociar o participar en el diseño de estrategias.
Tienen razón… de hecho, tienen varias razones. No han pasado de largo la mezquina conducta de Estados Unidos en estas tres décadas. A pesar de las bellas promesas del Presidente Joe Biden y el Enviado para el Clima John Kerry, Biden no ha podido hacer que el Congreso estadounidense adopte un estándar de energías limpias. Puede quejarse todo lo que quiera de China, pero tras 29 años de inacción parlamentaria desde que el Senado ratificara la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático en 1992, el resto del mundo ve la triste verdad: el fracturado y corrupto Congreso estadounidense sigue en manos de los intereses de las corporaciones petroleras y del carbón.
La financiación se encuentra en el centro de la ruptura geopolítica sobre el cambio climático. Los países en desarrollo ya están tambaleando bajo el peso de incontables presiones: la pandemia del COVID-19, la debilidad de sus economías, los desastres climáticos cada vez más frecuentes e intensos, las múltiples disrupciones de la era digital, las tensiones entre EE.U. y China, y los altos costes de endeudarse a nivel internacional. Ven cómo los países ricos toman prestados billones de dólares en los mercados de capitales a tasas de interés cercanas a cero, mientras ellos deben pagar intereses de entre 5 y 10%, si es que se les conceden préstamos. En suma, ven que sus sociedades quedan cada vez más a la zaga de unos pocos países de altos ingresos.
Con este trasfondo de alta ansiedad económica, los países en desarrollo ven que los países ricos se niegan a hablar con franqueza acerca de la crisis de financiación que enfrentan a la hora de adoptar medidas de adaptación y mitigación del cambio climático u otras necesidades urgentes. Ven que los países ricos gastan cerca de $20 billones adicionales en sus propias economías debido a la pandemia de COVID-19, pero que no cumplen su promesa –que data de la COP15, allá en 2009- de movilizar unos escasos $100 mil millones por año para la lucha contra el cambio climático en los países en desarrollo.
Por supuesto, es comprensible la reticencia de Biden sobre la financiación climática a los países en desarrollo. Los medios de comunicación nacionalistas estadounidenses lo atacarían si llamara a que EE.UU. diera más ayuda a los países en desarrollo, y no ganaría nada por ello en el Congreso. Con una influencia global de Estados Unidos en descenso, los nacionalistas locales se han vuelto aún más agresivos hacia el resto del mundo. Los partidarios de “Estados Unidos primero” en el Congreso bloquearían cualquier nuevo proyecto en esa dirección.
Muchos gobiernos de Europa están en una posición similar, sosteniendo un equilibrio precario entre partidos nacionalistas e internacionalistas. Puesto que en todos ellos la pandemia del COVID-19 ha generado profundos déficits presupuestarios, varios parlamentos tienen pocas ganas de hacer más, especialmente dado que la Unión Europea ya destina una proporción del ingreso nacional bruto (cerca de un 0,5%) mucho mayor a la ayuda oficial al desarrollo que los Estados Unidos (apenas un 0,17%).
Eso nos deja entrampados entre la realidad de una devastadora crisis climática global y las controversias políticas nacionalistas de estos países, dejando la financiación climática a merced de los aportes que los ricos quieran hacer. El resultado es una subfinanciación crónica de los bienes públicos globales, como son un clima seguro, los Objetivos de Desarrollo Sostenible y las vacunas contra el COVID-19. Los líderes como Biden pueden rogar a sus legislaturas que sean responsables, pero al final del día los parlamentarios encuentran más réditos políticos en vociferar contra los extranjeros “que no se merecen nada”.
Los fracasos financieros de la COP26 son al mismo tiempo trágicos y absurdos, y van mucho más allá del fracaso más amplio de movilizar los $100 mil millones anuales prometidos. Piénsese en el tan alabado Fondo de Adaptación Climática, creado para ayudar a los países en desarrollo a cumplir sus necesidades de adaptación y que reunió apenas cerca de $356 millones en compromisos en la COP26, o alrededor de cinco centavos por habitante de los países en desarrollo del planeta. Peor todavía le fue a la financiación de “pérdidas y daños”, es decir, fondos para la recuperación y reconstrucción tras desastres climáticos: los países ricos solo acordaron sostener un “diálogo” sobre el tema.
Este voluntarismo financiero debe acabar. Necesitamos una fórmula global que asigne responsabilidades a cada país rico. Al menos así la comunidad global podría contar con una referencia para exigir medidas a países rezagados como Estados Unidos.
Aquí va un enfoque directo y trabajable. Para ayudar a financiar la transición a energías limpias (mitigación) y la resiliencia climática (adaptación) en los países en desarrollo, se podría cobrar a cada país con altos ingresos $5 por tonelada de dióxido de carbono emitida. A los países de ingresos medios a altos se les cobraría $2,5 por tonelada. Estos gravámenes por CO2 debieran comenzar lo antes posible y elevarse gradualmente, duplicándose al cabo de cinco años.
Los países podrían pagar fácilmente esas modestas sumas con las utilidades logradas con los impuestos al carbono y las subastas de permisos de emisión, ambas de las cuales tendrán un precio por tonelada de CO2 mucho mayor que el gravamen.
Los países de altos ingresos emiten actualmente alrededor de 12 mil millones de toneladas de CO2 al año, y la cifra correspondiente a los de ingresos medios a altos es de 16 mil millones anuales, por lo que los pagos por carbono ascenderían a cerca de los $100 mil millones al comienzo, y se duplicarían tras cinco años. Los fondos se destinarían a países de ingresos bajos y medio bajos, así como a países específicos con vulnerabilidades climáticas especiales (como los pequeños estados-isla que enfrentan niveles del mar en ascenso y ciclones tropicales más intensos).
Supongamos que la mitad de los fondos (inicialmente $50 mil millones) se distribuye como subsidios directos y el resto se inyecta a los bancos de desarrollo multilaterales (BDM), como el Banco Mundial y el Banco Africano de Desarrollo, como capital nuevo para respaldar la financiación climática. Los BDM podrían usarlo para captar fondos en los mercados de capitales, apalancando los nuevos $50 mil millones en quizás $200 mil millones en bonos verdes, que prestarían a los países en desarrollo para proyectos climáticos.
De esta manera, un modesto gravamen al carbono podría generar cerca de $250 mil millones nuevos en financiación climática anual, y tras cinco años se duplicaría para alcanzar cerca de $500 mil millones.
Para financiar las pérdidas y daños, se podría aplicar un gravamen adicional, no a las emisiones actuales sino a la suma de las emisiones pasadas, a fin de alinear las pérdidas y daños actuales con la responsabilidad histórica por el cambio climático de hoy. Por ejemplo, EE.UU. es responsable de cerca del 20% del total de las emisiones de CO2 desde 1850. Si un nuevo Fondo Global de Pérdidas y Daños buscara recaudar, digamos, $50 mil millones anuales, el pago anual de EE.UU. sería de $10 mil millones.
Por supuesto que no será fácil acordar principios de ingresos como estos, pero será mucho mejor esforzarse por crear un nuevo sistema basado en reglas que apostar al futuro del planeta al voluntarismo. La COP26 mostró definitivamente que pedir a políticos nacionales que voten por fondos voluntarios para lograr bienes públicos es un callejón sin salida. Los políticos de los países ricos tuvieron más de una década para concretar la financiación prometida, y fallaron. Un sistema basado en reglas, con un reparto de responsabilidades justo y transparente, es la manera de asegurar la financiación que necesitamos para la seguridad y la equidad en el planeta.
*Jeffrey D. Sachs es profesor en la Universidad de Columbia, Director de su Centro para el Desarrollo Sostenible y Presidente de la Red de Soluciones de Desarrollo Sostenible de la ONU. Copyright: Project Syndicate, 2021.