27 de enero 2020
Las crónicas sobre la detención y deportación de migrantes centroamericanos en la frontera entre Guatemala y Chiapas, que aparecen en El Faro, documentan una guerra. Carlos Martínez y otros reporteros de esa publicación salvadoreña hablan de “emboscadas”, “engaños” y “capturas” de la Guardia Nacional, la Policía Federal y los agentes migratorios mexicanos contra miles de miembros de las caravanas.
Según esas notas, decenas de hondureños fueron subidos a autobuses con la promesa de ser llevados a estaciones migratorias, en Chiapas, donde serían procesadas sus solicitudes de internación, pero fueron devueltos a Guatemala. Las historias de los engañados recuerdan las de los náufragos que llegan a las costas de Cuba, Haití o República Dominicana, engañados por lancheros que les aseguran conducirlos a Miami.
También hablan los periodistas de El Faro de niños y jóvenes que son pescados en el río Suchiate por soldados de la Guardia Nacional y que terminan detenidos por horas del lado de Tapachula. Y de otros, los menos, que logran escapar al lado mexicano y que son sometidos a persecuciones que en poco o nada difieren de las de los rangers texanos. En esa extraña guerra, los desarmados quieren llegar a México pacíficamente y los armados tienen como objetivo deportarlos.
Las escenas de la Guardia Nacional, con sus escudos y gases lacrimógenos, reduciendo a migrantes que intentan avanzar por un puente hacia territorio chiapaneco, han dado la vuelta al mundo. Muchos se preguntan, con razón, cómo es posible que a estas alturas, con la larga experiencia en conflictos migratorios en la zona, los Gobiernos de México y Guatemala no hayan diseñado un protocolo más humanitario para esos éxodos masivos.
Ignoremos por ahora las voces oficiales que, por estos días, vuelven con la tesis de que las caravanas están organizadas por agentes subversivos hondureños o guatemaltecos, como en los tiempos de Enrique Peña Nieto. O las insólitas declaraciones del padre Alejandro Solalinde, el mismo que reclamaba al Gobierno anterior una política de asilo y puertas abiertas, asegurando que lo prioritario es México y que en las caravanas vienen “jóvenes maleados, diseñados, desde que son pequeños, para matar”.
Pero el cierre de la frontera sur y la criminalización de los migrantes no es, ante todo, un asunto de declaraciones: es un dispositivo de control migratorio, que se ha activado a plenitud, violando derechos humanos. Las imágenes, crónicas y entrevistas de los migrantes con los medios dejan claro que los miembros de las caravanas, en su mayoría, no intentan entrar por la fuerza.
Pero aun si hubiera alguna manifestación de violencia, los acuerdos internacionales, de los que México es firmante, establecen que la otorgación de refugio es un derecho inalienable. El Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, que México, a diferencia de Estados Unidos, ha impulsado en los últimos años, en reuniones en Puerto Vallarta y Marrakech, sostiene que el refugio debe predominar sobre la deportación.
Lo que hemos visto en los últimos días es que, con la intervención de la Guardia Nacional, la política migratoria mexicana se asemeja cada vez más a la de Estados Unidos. Su eje comienza a ser la deportación forzosa y no la apuesta por la prevención a través del desarrollo regional y fronterizo, la colaboración bilateral con Guatemala o la concesión de asilo, como se decía hace un año.
El caso de la regresión autoritaria de la política migratoria mexicana es muy revelador de lo poco que valen las palabras en el discurso político. No basta con repetir y repetir que se produjo un “cambio de régimen”, cuando en un aspecto tan sensible como la migración, se pasa, en el lapso de un año, de una oferta de fronteras abiertas, a otra de relativa aplicación del derecho de asilo, y a otra más, de deportación masiva y violenta de miles de refugiados centroamericanos.
* Artículo publicado en el diario La Razón de México.