26 de noviembre 2019
Durante varios meses, luego de haber sembrado el terror mediante la innecesaria “Operación Limpieza”, la única fuerza en el país que mantuvo viva la llama de la protesta fueron los presos políticos, sus gestos permanentes de arrojo y dignidad suplieron el vacío de las calles y el silencio que genera el miedo.
Desde que el primer secuestrado se judicializó, sabíamos que la tiranía preparaba una amnistía para blindar de impunidad a los asesinos materiales. La “Operación Limpieza” era técnicamente innecesaria frente a los hoy épicos tranques, porque siguiendo un protocolo estrictamente policial, basado en el uso proporcional, racional y razonable de la fuerza, hubiera bastado, previa advertencia de desalojo, ordenar el avance de maquinaria y el uso de fuerza disuasiva: chorros de agua, lacrimógenas y si acaso, en extremo, balines de goma.
Los manifestantes fueron, primero, masacrados -acordémonos del asalto a la Divina Misericordia, ¡ahí están las huellas del fuego letal en sus paredes!-, luego, cazados por una muta informe, no por la institución policial, ni respetando los protocolos de garantías ciudadana, secuestrados y sometidos a juicio, sin información clara de la forma en que la autoridad los había asegurado y, bajo las más absurdas e insostenibles acusaciones -acordémonos de Chichigalpa y el “tranque fantasma”, por él que se condenó a tres jóvenes, uno capturado en el portón del templo, portando… chimbombas-.
El hecho de la judicialización intensiva no podía tener otra finalidad que pretender a corto plazo la impunidad de los verdaderos asesinos -acordémonos del asesinato de Rayneia Lima y de la pira humana del barrio Carlos Marx-. Esa fue la primera idea sobre la que se urdió la Ley de Amnistía, meses antes de su aprobación.
Lo que al parecer no calculó el tirano y sus estrategas carniceros fue que el ímpetu encarcelado de mujeres y hombres, jóvenes y mayores, campesinos, estudiantes y artesanos, superado el momento de miedo natural primario, reiniciara su ebullición dentro del ambiente inhumano y de tortura, física y sicológica, de un sistema carcelario también ajeno a los protocolos de garantías de respeto humano; y, que los efectos de esa ebullición represada trascendiera, llena de vitalidad, las rejas de las ergástulas.
Tardó tanto en llegar esa ley de amnistía que permitió la consolidación de un movimiento de presos políticos con voz propia, actores imposibles de ignorar en la agenda social. Sin embargo, -un sin embargo de peso determinante y que es el objeto de esta reflexión-, esa voz que emanaba de las prisiones dejó de ser audible y el movimiento dejó de ser visible.
Continúo la persecución y la carnicería se hizo selectiva, sobre todo en el campo, las cárceles volvieron a poblarse de inconformes, solo que ahora las insostenibles acusaciones por los delitos de terrorismo, secuestro, crimen organizado y perturbación de servicios públicos -que sonaban a delitos políticos-, fueron sustituidos por los de robo, tenencia ilegal de armas y tráfico de drogas, fundados en hechos tan falsos como en los primeros y, sembrando pruebas, para así invisibilizar a los judicializados.
Los excarcelados, por su parte, no lograron articularse, al menos no con la misma dinámica y beligerancia que mientras estuvieron presos, por distintas razones: algunos optaron por el exilio, creyendo que así darían fuerza a su voz; muchos, la mayoría, han sido sometidos a asedio en sus hogares y viven bajo amenazas sobre ellos y sus familias; otros están ocultos, actuando desde la clandestinidad, supuestamente protegidos, pero… -éste es un gran y preocupante pero- ¿protegidos por quién?
La respuesta lamentablemente es dolorosa, por la perversidad que revela, protegidos por una estructura que, aunque formada en su base y niveles intermedios por gente muy valiosa y de profunda vocación patriótica y democrática, ha perdido la dirección, o nunca la tuvieron y que, subrepticiamente, ha sido usurpada por un empresariado que cohabitó, amancebado, con el tirano; por viejos políticos, salidos de la nada -más bien residuos del ignominioso pacto-; y por “onegeistas” que saben vivir -y viven bien- de la resistencia, cuyos intereses no son los mismos del fermento que catalizó abril.
Así, si la falsa amnistía tuvo por finalidad blindar de impunidad a terroristas y asesinos de niños -endeble impunidad por razones de lesa humanidad y de jurisdicción universal-, ha generado un plus nefasto que beneficia -da tiempo- a la tiranía y apoya los planes aviesos de quienes, disfrazados de opositores, pretenden “cambiar las cosas para que todo siga igual.”
El ambiente se ha enrarecido rápidamente, las protestas sociales en Sudamérica, Chile y Bolivia, desplazan a Nicaragua del orden prelativo en la agenda de la OEA; Evo Morales logró victimizarse y dar fisonomía de Golpe de Estado al repudio que por él manifiesta la sociedad boliviana.
En Nicaragua, el “efecto Evo” ha servido para crear un telón de fondo en el que, las fuerzas paramilitares, expresan su vitalidad amenazante; las disparatadas declaraciones del “disparate Pastora”, diciéndole al dictador que algún día se va a morir; las emanadas del Congreso de los Sindicatos -reunión de fósiles blancos-; la movilización “autónoma” del hijo de casa -¡papi, severo, me dio permiso; mami, cariñosa, me ayuda con las tareas, para poder “citiar” a Sandino…- y las propias declaraciones del tirano llamando a la guerra si alguien se atreve a contar los votos en el 2021 y decirle que perdió.
Los excarcelados deben salir de las manos de sus falsos protectores y volver a verse los rostros unos a otros, rostros familiares después de meses de encarcelamiento, volver a hablarse sin tapujos, como lo hacían mientras estuvieron secuestrados y revitalizar ese movimiento que fue, y es, la reserva moral de la sociedad que se rebela.