27 de marzo 2024
Mi primera clase como estudiante de derecho la tuve en 1959 con Carlos Tünnermann. A las doce en punto sonó con toques graves la campana mayor de la catedral de León, frente a la facultad, y entonces nos amotinamos en el aula para coger asiento. Éramos cerca de ciento cincuenta estudiantes primerizos, rapados y de saco y corbata, hacinados en el calor de infierno en aquel atuendo estrafalario, en espera de la llegada del profesor para la clase de Prolegómenos al Estudio del Derecho.
Esperábamos ver a aparecer a uno de esos abogados vestidos de riguroso casimir como para un entierro, y de corbatas tan anchas como pañuelos, pero el profesor que se presentó ante nosotros era un muchacho aún soltero. Un maestro muy joven, entre un grupo de recién graduados en el que estaban Mariano Fiallos Oyanguren, Oscar Herdocia y Oscar (El Ñato) Terán, todos ellos adversarios de la dictadura. La Universidad apenas comenzaba a andar el rumbo de su modernización bajo la égida del doctor Mariano Fiallos Gil, después de la conquista de la autonomía apenas el año anterior.
Con Carlos aprendí que el derecho era algo más trascendental que los litigios en los juzgados y los protocolos de los notarios. Un presupuesto de justicia en la organización de la sociedad, una aspiración a realizarse, y no la consecuencia de lo que estaba escrito en las leyes, que era como los profesores muy viejos enseñaban, todos muy fieles al molde exegético, que favorecía antes que nada la inmovilidad del pensamiento, y de la vida. El mundo como debía ser, y el mundo como ya estaba hecho, inviolable e invariable.
Sabía enseñar, además, con un método pedagógico natural en él, volviendo una y otra vez sobre los conceptos centrales de la exposición, de modo que facilitaba tomar los apuntes de su clase, y fijar las ideas también.
Esos aires de cambio habían comenzado a soplar con el CEJIS (Centro de Estudios Jurídicos y Sociales) en 1953, un movimiento estudiantil interesado en la renovación de los métodos de enseñanza y en la reforma universitaria, precursor de la propia autonomía, en el que Carlos participaba junto con Leonel Argüello, Orlando Barreto y Ernesto Cruz. El primer proyecto de Ley de Autonomía fue elaborado por él en 1954.
Cuando en 1957 Luis Somoza aceptó que el doctor Fiallos Gil pasara a ocupar el cargo de rector, el Gobierno se resistió hasta el final a que nombrara como secretario general de la universidad a Carlos. Apenas graduado de abogado, había defendido a Tomás Borge en el Consejo de Guerra que siguió al ajusticiamiento del viejo Somoza.
En 1959 los rectores centroamericanos se habían reunido en León para crear la Secretaría Permanente del CSUCA, que empezó a funcionar de inmediato allí mismo, y eligieron a Carlos como el primer secretario general del organismo. La Secretaría fue trasladada a San José, Costa Rica, en 1960.
Esta doble circunstancia, su participación decisiva en los planes de reforma académica en la universidad, al lado del doctor Fiallos Gil, y en los planes de integración regional de la educación superior en Centroamérica, le dio una experiencia y una visión muy singulares, decisivas a la hora en que hubo de ser escogido como sucesor del doctor Mariano Fiallos Gil, muerto en 1964.
Su elección, cuando apenas había cumplido 30 años, encarnó un verdadero relevo generacional. Ningún otro pudo haber llevado adelante, para completarla, la tarea de renovación de la universidad iniciada por el doctor Fiallos Gil. Una obra, no puede explicarse ahora sin la otra.
El rectorado de Carlos duró diez años, muy difíciles porque la hostilidad de la dictadura contra la universidad no cejó nunca, y eso quería decir la defensa de la autonomía, siempre amenazada, escasez de recursos, lucha por el presupuesto, conflictos, y tensiones. Pero también, reforma académica, modernización de las carreras, del cuerpo docente, de los contenidos de estudio, creación del recinto universitario de Managua y el de Carazo. Y hacer que la universidad fuera parte de la vida social del país.
Cuando estaba por graduarme en la Facultad de Derecho, yo trabajaba muy estrechamente con el doctor Fiallos Gil. A comienzos de 1964, al regresar de una reunión de rectores centroamericanos en Costa Rica me llamó a su oficina para exponerme que había hablado allá con Carlos, quien me mandaba a proponer que me fuera como jefe de relaciones públicas del CSUCA. Otra vez, como muchas otras, el maestro empujaba a su discípulo a navegar. Sólo que ahora, un maestro despedía al discípulo, y otro maestro iba a recibirlo.
En el CSUCA recibí de Carlos otra enseñanza no menos valiosa que aquella del justo sentido del derecho: trabajar con disciplina, con rigor, y con sentido de la responsabilidad. Esa palabra workalcoholic o fue inventada por él, o la inventaron para él. Siempre yendo de una oficina a otra con paso rápido y nervioso para llamar a un colaborador, dictar una carta, dar una instrucción, atender el teléfono, o afilar él mismo el haz de lápices de grafito con que llenaba sus libretas, o escribía sus informes y cartas. Su eficiencia, su virtud de organizador, su propiedad de cumplir las tareas a tiempo, no muy comunes en Centroamérica, se volvieron legendarias.
En 1974 terminó sus diez años de rectorado, tras llevar adelante la tarea que cambió el perfil de la educación superior en Nicaragua. Se fue luego a Colombia como asesor internacional de la UNESCO, y volvió a San José en 1975, donde volvimos a encontrarnos en el grupo de los Doce que se formó en 1977, y fue a partir de entonces señalado como el ministro de Educación que tendría el nuevo Gobierno al triunfo de la revolución, el mejor que pudo haber sido escogido. Desde su cargo llevó adelante la Cruzada Nacional de Alfabetización, junto con Fernando Cardenal, miembro también del grupo de los Doce.
Como ministro, la tarea de Carlos fue transformadora, y trascendente. Si la sumamos a su tarea anterior como rector, ningún otro nicaragüense en nuestra historia ha influido tanto en la globalidad de la educación pública, y en su modernización y extensión. Una tarea, además de completa y articulada.
Sus numerosos libros sobre la educación, que abarcan también valiosos aportes sobre la pedagogía en la cultura y en la creación artística, completan, y explican, su obra. Pero también la explica su propia vida, de rectitud y honestidad, y su austeridad republicana, muy lejos de los dobleces y las fatuidades, y también de los oropeles. Esta cultura de la vida sencilla, sin máculas ni sospechas, donde siempre fue el mismo cualquiera que fuera el cargo o la dignidad que se ocupara.
Un pedagogo en todo sentido, maestro también de democracia. Baste mencionar su aporte en la mesa del diálogo en 2018, en busca de detener la represión sangrienta que se abatía contra los jóvenes, fiel al clamor de libertad que se alzaba desde país entero. Si un inmenso pesar se lleva consigo, es no haber visto con sus propios ojos el regreso triunfal de la democracia en Nicaragua.
Más allá de su muerte, sigo siendo su alumno. Su obra pedagógica, me abarca en todos los sentidos. Uno es siempre, en muchos sentidos, la consecuencia de la obra de su maestro. Y yo seguiré sacando enseñanzas de su obra y de su vida.