2 de diciembre 2024
En los meses finales de 1979, motivados por el dinamo de la revolución, un grupo de hombres y mujeres tuvimos el privilegio de comenzar a trabajar con Carlos Manuel Morales Fonseca en Las Segovias, donde clandestino, con otros revolucionarios, instaló una escuela guerrillera en el cerro Copetudo, en lo profundo de las estribaciones cobrizas de Macuelizo.
Irreverente, inquieto, mal hablado, ocurrente, humor fino, súper inteligente y ágil para deducir. También era serio, responsable, malcriado, exigente consigo mismo y con quienes trabajaba. Era, sobre todo, un maestro que nos instaba a pensar, investigar, desarrollar nuestro pensamiento crítico, promover la solución de conflictos de manera constructiva y fomentar el respeto y el entendimiento entre las personas. Socrático, pues.
Manuel era amigo a tiempo completo, te escuchaba atento cuando le contabas asuntos personales y siempre te daba alguna sugerencia. Con él aprendimos a ver la vida desde diferentes ángulos y aristas y nos daba libertad para desarrollar nuestras creatividades, pues creía y practicaba su lema: Es mejor atajar que empujar.
Contaba que Carlos Fonseca les decía que a cada quien se le debía asignar tareas según sus habilidades, destrezas y conocimientos, para asegurar que las cumplieran con éxito. Por eso, Manuel observaba a sus interlocutores, estudiándoles la vocación o adivinándoles sus gracias mientras se atusaba el bigote, para asignarnos tareas acordes con nuestras capacidades.
Insistía en que antes de actuar analizáramos las situaciones, usáramos la lógica, y nunca olvidáramos que la realidad es dialéctica, que todos vivimos en cambios perennes, y que lo que hoy creemos cierto no necesariamente lo será mañana. Unas veces, al escucharlo podías ver clarito, clarito, lo que decía, pero otras, no le entendías ni verga.
Y ese ejercicio constante, reflejado en el galardón de vanguardia que siempre obtuvimos en Las Segovias, intentamos incorporarlo a nuestras vidas. No aceptábamos verdades porque alguien las decía, y si no estabas convencido o tenías otro criterio, lo argumentabas y debatías, siendo la lógica la encargada de llevarte a desistir, pero nunca la imposición, porque poca razón asiste al que impone sus supuestas verdades.
Trabajar con él era un aprendizaje constante. El invierno de 1981 cayó con todo el güevo sobre Las Segovias. Creció ríos, arrastró animales, partió caminos, perdió sembradíos y jodió a un cachimbo de gente. Y fue tan grande aquella calamidad que hasta el sol agarró su mochila y se fue a la verga. Cuando el diluvio amainó, y el arca de Noé quedó encaramada sobre el Kilambé, Manuel me dio la misión de ir a Jalapa, a una finca del Estado, donde centenares de sacos de arroz estaban por perderse.
Temprano en la mañana salí de Ocotal a esa finca, ubicada cerca de La Mía y La Suya —haciendas confiscadas a Somoza y a un cómplice suyo—. Ahí estaba el único tramo de pavimento en toda la manigua segoviana. Llegué por veredas donde estaba el arroz y vi que era imposible que los camiones entraran y salieran en aquel suampal. No regresaría a Ocotal con el cuento que no se podía sacar la cosecha, porque eso ya se sabía.
Le detallé la situación a Manuel y le dije que sólo en helicóptero podíamos sacar el arroz; que en la zona construirían una balsa de madera para cargar el grano; que tendría cables de acero en cada punta, con sus extremos fijados a una argolla, y de allí la izaría con otro cable el helicóptero y trasladaría la carga a la parte asfaltada, donde los estibadores descargarían los sacos, los subirían a los camiones y los llevarían al trillo más cercano. Me oyó sin decir nada. Después me preguntó:
—¿Y de dónde voy a sacar un helicóptero?
— Pedíselo al Ejército.
—¿Vos sabés lo que cuesta una hora de helicóptero?
—No, pero si salvamos ese arroz comerá un turcazo de gente.
Llamó y la Comandancia del Ejército le confirmó que el aparato llegaría en dos días. Llamé por radio al administrador de la finca y le informé que llegaría el tereque. Este me aseguró que balsa, estibadores y camiones estarían en el sitio para ejecutar el operativo. Y así fue. Llegó la Bolesarro —como los campeches apodaron al chunche redondo y viejo—, y con una balsa especial para transportar carga, parecida a la nuestra, sacaron el arroz luego de un montón de viajes. Después del éxito, Manuel me dijo:
—Ahora conseguite un cabro.
—¿Un cabro?
—Si, ese animalito peludo que hace bééé.
No me extrañó su extravagante solicitud y conseguimos el cabrito en Susucayán.
—Ya tenemos el céfiro —le dije.
—Diaverga. Voy a mandarlo a Managua.
—¿Y para qué querés el cabrito?
—Para el piloto del helicóptero. Ese maje es palestino y a ellos les gusta comer cabros.
Y nos cagamos de la risa.
Así era Manuel.