27 de diciembre 2017
No sé si por escarnio o morbo, Somoza hacía publicar las fotos de los guerrilleros sandinistas muertos en las primeras páginas de los periódicos. Las fotos mostraban los cuerpos acribillados, los rostros casi irreconocibles. Para quienes éramos compañeros de lucha, amigos, casi familia, las fotos eran devastadoras. Y sin embargo, nos ayudaban a aceptar la realidad, el hecho trágico.
Era terrible ver muerta de esa forma a la gente que uno quería, pero habría sido mil veces peor no volver a verlas jamás.
En sicología existe la noción de “cerrar el círculo” en un duelo. Esa es la función que cumple el entierro. Uno va a dejar al deudo al cementerio, a ese lugar donde van todos los que mueren. Estar allí, participar en ese rito es, curiosamente, un consuelo, porque es una experiencia humana, una experiencia conocida y compartida. La muerte es la gran demócrata: ante ella no hay distinción que importe. Por generaciones, nos hemos resignado a esta verdad por muy irreal que nos parezca. Despedimos parientes, padres, madres, maridos, esposas, hijos; los devolvemos a la tierra y eso es definitivo. Lo sabemos. No hay vuelta atrás. Han vuelto a la Tierra. Polvo eran y en polvo se convertiran.
Pero no poder enterrar a hijos muertos. Saber que han perecido,conocer que hay fotos que muestran sus cadáveres, saber a ciencia cierta que están muertos y no poder verlos, o darles sepultura, es no dejar que esa muerte cierre su círculo; es impedir el consuelo para sus familias, la resignación para su tristeza.
Negarle a deudos que sepulten a los suyos es incurrir en un comportamiento inhumano. Más allá de leyes, de las causas, una autoridad que actúe así desafía preceptos que tienen carácter sagrado en la conciencia de nuestra especie, estén escritos o no. El drama de Antígona, del dramaturgo griego Sofocles, es la pieza emblemática literaria que muestra el terrible castigo que sufre el rey Creonte por negarse a que Antígona sepulte a su hermano Polínice. El rey se queda solo pues se suicidan con Antígona, cuando ésta es condenada por intentar sepultar a su hermano, el heredero del trono, y apenada por esto, se envenena la esposa de Creonte.
Obviamente traigo este tema a colación a raíz del drama de dos madres: una de Nicaragua, de la Cruz de Río Grande y otra de Camerún. Ambas reclaman los cadáveres de sus hijos; ambas reclaman también que las autoridades no evadan su responsabilidad bajo el relato de acusaciones delincuenciales para las que no tienen ninguna prueba. Negar a familiares la sepultura de un ser querido, de acuerdo a los antiguos y a muchas religiones, es incurrir en la cólera Divina.
Se habló de llevar a cabo una exhumación de los hijos de Doña Elea, pero según ella misma, esto no se ha llevado a cabo. En el caso de Atanga Mary Frinwie, la madre de Camerún, la crueldad de acusarla de tráfico de personas y mantenerla detenida e incomunicada, en una especie de “castigo” a su atrevimiento de venir en búsqueda de los restos del hijo, es inusualmente cruel. Ni siquiera se ha explicado adecuadamente cómo es que éste falleció a tiros en su paso por nuestro país hacia Estados Unidos.
Si no hay cólera divina, hay que creer en la nuestra, la de los conciudadanos o testigos de esas madres que exigen los cuerpos de sus hijos y justicia.
Ya ha pasado demasiado tiempo. Es urgente que las instituciones asuman responsabilidad y restituyan esos cuerpos a sus familiares; no sea que terminen perseguidos por esos cadáveres escatimados a sus familias.