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Voces rescatadas del olvido

¿Para qué recuerda la gente? Entre otras cosas, porque la literatura de la memoria se sustenta en el testimonio

Pexels | Creative Commons

Francisco Bautista Lara

25 de abril 2016

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“Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar”
Svetlana Alexievich

¿Qué es la memoria?, me pregunto, ¿qué es la verdad sobre los hechos?, pregunto a ustedes, ¿es posible aproximarse a ella a través den la memoria dispersa y subjetiva de las personas? Sólo cuando los individuos y grupos sociales cuentan, desde diversidad de puntos de vista, podemos acercarnos imperfectamente a la veracidad de los acontecimientos que les afecta, a la comprensión de los conflictos que mueven a la sociedad y provocan las tragedias... El efímero presente que tiene su raíz en el impreciso pasado que se esfuma. No es cierto que eso que llamamos “verdad”, como categoría humana, sea unidimensional y estática. En realidad es plural y dinámica, cambia en el tiempo, es perecedera, “no hay modo de atrapar la realidad”.

Cuando publicamos Inconclusos (2008) con veinte narraciones breves de ficción, planteamos -desde lo literario-, que cada relato es en sí mismo “inconcluso”, que sólo podemos completarlo con lo que se cuenta desde otras referencias o apreciaciones, desde la multitud indeterminada e inagotable de percepciones, “un destino construye la vida de un hombre, la historia está formada por la vida de todos nosotros”. Lo puede referir, por ejemplo, el detenido por un delito, la víctima, el policía, la autoridad judicial, un testigo, el lector de la noticia, etc., todos tendrán distinto énfasis, estarán ubicados en dimensiones diferentes, próximas u opuestas al hecho y sus circunstancias, podrán apreciarlo de manera diversa, influidos por su necesaria subjetividad, condición humana que nos es inseparable.

La escritora y periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich (1948), recibió en 2015 el Premio Nobel de Literatura que, según el dictamen de la Academia sueca, destaca con brevedad, “sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo”. Una de sus obras: Voces de Chernóbil, publicada en 1997, muestra, desde el testimonio, la reconstrucción de la memoria humana de una de las más graves “tragedias tecnológicas del siglo XX”, ocurrida en la madrugada del sábado 26 de abril de 1986, hace treinta años, cuando explotó un reactor de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, ubicada en Ucrania, en la frontera con Bielorrusia (Rusia Blanca), el territorio y la población próxima más afectado por la catástrofe. Los vientos expandieron la nube radioactiva hacia el noroeste de Europa, hasta los países nórdicos.


Lea: Premio Nobel para el reportaje periodístico 

La autora muestra, más allá de la ficción, los testimonios de trabajadores de la planta, pobladores, familiares de víctimas y del contingente de más de seiscientos mil “liquidadores”, integrado por soldados, reservistas, bomberos, mineros, voluntarios, técnicos y científicos que envió la ex URSS para “aniquilar al átomo radiactivo desencadenado”, enfrentando la radioactividad, aun sin comprender la magnitud del daño que continúa provocando, como única opción para sofocar la incandescencia invisible e imperecedera de la energía nuclear, ya que la maquinaria electrónica era incapaz de soportar la radiación que emanaba de la planta destruida para limpiar y soterrar el material debajo del enorme y costoso sarcófago de hormigón que construyeron para treinta años que se agotan en 2016 (el próximo año será instalado uno nuevo, llamado “Arca”, para guardarlo cien años).

Un soldado cuenta: “estaban los robots japoneses, que tenían apariencia humana. Pero decían que se les quemaban todas las entrañas por la alta radiación. En cambio, los soldados, corriendo con sus trajes y sus guantes de goma, estos funcionaban”. Todos fueron declarados héroes, sacrificaron su vida, aun sin saberlo, más de un tercio murió en las dos décadas siguientes, los sobrevivientes arrastran daños irreversibles personales y en su descendencia, limitados en su calidad y esperanza de vida. Una residente de la zona prohibida dijo: “la primera vez que nos dijeron que teníamos radiación, pensábamos que era una enfermedad… los animales puede que lo vieran y lo oyeran, pero el hombre no… la gente se asustó. Se les llenó el cuerpo de miedo”. Proliferó el cáncer, las malformaciones, perdieron el olfato, el gusto, la vista y algunos hasta la razón, llegó la depresión, el suicidio y la muerte. “Y la radiación había sido tan fuerte que los televisores no funcionaban”, contó un soldado. Al operador de la planta que estaba de guardia esa noche en la central: “envolvieron el ataúd por dentro con papel de estaño. Y encima de él colocaron un metro y medio de planchas de hormigón, con capas de plomo”.

Un profesor de la universidad de Bielorrusia se pregunta “¿Qué es mejor? ¿Recordar u olvidar?”, continúa: “no podemos cambiar nada, ni siquiera podemos marcharnos de aquí”. Uno de los liquidadores cuenta: “Un detenido huye de la cárcel. Y se esconde en la zona de los 30 kilómetros. Lo atrapan. Lo llevan a los dosimetristas. El tipo ´arde´ de tal manera que no lo pueden llevar ni a la cárcel, ni al hospital ni a ninguna parte donde hubiera hombres”. Parece humor negro.

Los animales, las aguas, las plantas, el medio ambiente sufrieron daño irreversible. Las aldeas aledañas fueron evacuadas, los habitantes de Pripyat, la “ciudad del futuro”, alimentada con energía nuclear, por “el átomo de la paz”, fue evacuada tres días después, es una ciudad fantasma. Sus pobladores dejaron todo, porque todo había acumulado excesiva radiactividad, la infraestructura fue clausurada. “No perdimos una ciudad, sino toda la vida”, dijo uno de los evacuados que perdió a su hija por culpa de la radiación. Las personas se asentaron en otros lugares llevando en su cuerpo radiactividad que sobrepasaba rangos permisibles. “¡Si esto ya no es un hombre, es un reactor nuclear!”, dijeron a la esposa de uno de los bomberos fallecidos.

Sumado al desarraigo del origen y al abandono de lo que les perteneció; pensaban que regresarían pronto, pero no es posible, el territorio afectado requiere veinte mil años para descontaminarse. “Por envenenada que esté, con toda esta radiación, es mi tierra. Ya no hacemos falta en ninguna otra parte. Hasta los pájaros prefieren sus nidos”, dijo uno de los habitantes de una aldea. “Quiero que sepa una cosa… Yo no temo a Dios. A mí lo que me da miedo son los hombres”. El operador de cine dice: “Porque el hombre puede destruirlo todo. Matarlo todo. Ahora esto ya no es ninguna fantasía… He empezado a ver con otros ojos a los animales. A los árboles. A las aves”.

¿Para qué recuerda la gente? ¿No será mejor olvidar?: “Mi propia vida la he olvidado”. Sin embargo, “somos lo que recordamos”, estamos obligados a recordar para sanar y superar el pasado, como individuos y como sociedad. ¿O preferimos refugiarnos en la omisión del pasado que nos atormenta aunque carguemos en el presente sus marcas? ¡Hay realidades que no es posible soportar! Ha veces se impone la “incapacidad de comprender”. Abundan los rumores, se pierde la frontera entre lo real y lo irreal. En las guerras, en las tragedias humanas y naturales, proliferan…

La literatura de la memoria se sustenta en el testimonio. Sabemos que todo relato, por mucho que se diga que es ficción, todo poema, cualquier texto, está soportado por una experiencia real o imaginada, personal o social, actual o pasada…

www.franciscobautista.com


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Francisco Bautista Lara

Francisco Bautista Lara

El autor es escritor, académico y consultor nicaragüense, especialista en seguridad ciudadana y policía. Economista, master en Administración y Dirección de Empresas.

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